Aguanoche

El limonero real (2016) de Gustavo Fontán


Por Rafael Guilhem 

Aguanoche

El limonero real (2016) de Gustavo Fontán


Por Rafael Guilhem 

 

TAMAÑO DE LETRA:


Pero entonces supuse que por lo menos lleva una hora entera perder
la noción del tiempo, al menos a quien ha necesitado toda
su historia para adecuarse a su progresión mecánica.
William Faulkner, El ruido y la furia

Primer cauce. A la orilla del río Paraná, se reúne un grupo de personas con vidas mínimas a pasar el Año Nuevo. Wenceslao atiende a la reunión mientras su esposa —de luto por la muerte de su hijo adolescente seis años atrás—, permanece sola en casa como un ave disecada en el tiempo. Adaptada del libro homónimo de Juan José Saer, El limonero real (2016) es un transcurso del día a la noche donde los personajes cobran figura a partir de sus gestos, acciones y trayectos. Avanzan dejando marcas en el espacio, lanzando palabras como piedras en un estanque. En una pequeña balsa se transportan a través del río. Por momentos llueve, y en otros los personajes duermen o nadan.

Segunda corriente. Decir que es una película de formas sin relato, es desapuntar su secreta fragilidad. Lo que hay son relatos moleculares (unidad menor al plano), que narran la corriente del viento, su acción sobre las hojas, el resplandor solar y el contenido de un río. Es muy claro el movimiento de la película: una madeja que, con las pequeñas acciones de las personas (sus ideas, desatenciones y silencios), va embrollándose lentamente, sumando cruces y conexiones que develan una misteriosa atmósfera de incertidumbre. No hay un conflicto, está descentrado, hay una serie de claridades confundidas en su encuentro. ¿Qué los mantiene unidos?, ¿qué tipo de colectividad se instaura?, ¿cuáles son los límites de sus relaciones?, ¿cuáles las distancias? Wenceslao, a pesar de esconder la penumbra que le persigue por la muerte de su hijo, es trastocado por los recovecos del lugar y la desalineación de la temporalidad.

Tiempos de lluvia. En principio, el cine transforma la percepción sobre las cosas, pero en algunos escenarios, parece transformar las cosas mismas. Wenceslao se acuesta sobre el pasto, duerme una siesta y nosotros, entre imágenes y sonidos, nos desorientamos en el espacio y en el tiempo. Cuando el hombre despierta, le recriminan haberlo buscado por más de dos horas. Eso se relata con una dislocación de lo que vemos y oímos, como la distancia entre la luz de un rayo y la furia de su sonido. En otro instante, el hombre se lanza a nadar al río, se hunde y nos lleva debajo del agua. Se prolonga esta visión submarina, una sensación de ver con otros ojos la luz y la materia. Son los distintos puntos de vista: lo que ven los personajes, y cómo el paisaje les devuelve la mirada. Una fuga efímera del mundo. Esta permanente distorsión de la materia fílmica, nos traslada al encantamiento de un cuento enunciado por la noche antes de dormir. Es la física llegando a sus umbrales, las imágenes afectadas en su biología misma. ¿Lo que vemos es exterior o interior?, ¿a quién pertenece? Lo fundamental de cualquier gesto cinematográfico, es saber que cuando creas una imagen, también generas su periferia: eso que se abre en el territorio con un aspaviento que resulta irrepresentable sino es a través de rodearlo y evocarlo.  

Aguas nocturnas. La reunión llega a su fin. Las voces que desde un principio nacen perdidas de los labios que las pronuncian, callan en su despedida. Wenceslao vuelve en su balsa por el río que es parte de su casa (durante el filme nunca vemos el interior de una casa, es el paisaje exterior el principal espacio de los personajes). El hombre navega y en la pantalla la imagen se desvanece en una llanura nocturna. Tal vez uno de los momentos de oscuridad más luminosos que ha dado el cine. La soledad del hombre y la soledad del río se acompañan, y la cámara, pasa de registrar lo real, a entonar trazos y dibujos de una nueva figura que se abisma.  


Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río.

Juan L. Ortiz, Fui al río…

 

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