El mito que nunca fue
Los días no vuelven (2015) de Raúl Cuesta
Entre los documentales un subgénero popular es el que se enfoca al terreno deportivo, en el que en general se ofrece luz sobre biografías de famosos atletas y se indaga alrededor de su camino al éxito, las difíciles condiciones en que cristalizaron sus carreras o en el dramático final al que sus vidas llegaron. Este tipo de producciones descansan, en su mayoría, en el interés comercial detrás de la figura de dichos deportistas, y construyen su discurso en torno a la noción del ídolo, erigiendo un mito en su nombre, para que su marca trascienda en el tiempo.
En Los días no vuelven (2015), Raúl Cuesta juega con esta idea y a la vez la pone en conflicto, al narrarnos la historia del que pareciera, el tenista más grande que la delegación mexicana habría de tener, pero que por circunstancias poco claras, nunca lo fue. La vida de Enrique Jara, ex promesa del tenis profesional nacional sirve de pretexto al cineasta para entablar una reflexión acerca de las oportunidades perdidas y las expectativas no cumplidas. En la médula espinal del filme habitan tres figuras: el arrepentimiento, la tragedia y la desilusión. El arrepentimiento por las palabras no dichas a un padre distante, siempre en fuera de campo, que en su afán de lanzarlo a la gloria, frustró el futuro de su hijo. La tragedia de tener que vivir con la sensación de fracaso constante y que pareciera envolver también a cada uno de sus ex compañeros de alguna u otra forma. Y la desilusión por el futuro no alcanzado, añorado a través de las insistentes transmisiones de ESPN. El filme, que pareciera una colección de testimonios de fracaso, sirve sin embargo de redención para sus protagonistas.
Alrededor de esta tríada temática se organizan a su vez, de forma triangular, tres personajes: el entrenador, el tenista y el padre, creando una interesante relación entre lo que vemos y escuchamos. Cuesta introduce así una permanente disputa entre lo que se cuenta y lo que se muestra. Por un lado, Alejandro Sandoval, entrenador de Enrique cuando fue niño, figura central en su desarrollo, comparte desde el anonimato que la voz en off permite, sus memorias y conclusiones respecto de la relación entre el hijo y el padre. Su voz, cercana al lamento, acompaña los movimientos frente a cámara del Enrique actual, sin que éste lo perciba, generando un choque entre el pasado y el presente. Enrique, en segundo lugar, a quien conocemos entre trofeos, vestigios de los triunfos de antaño, aparece en pantalla en voz e imagen, dubitativo, apartado, dividiendo su tiempo entre las lecciones de tenis que ofrece a otros niños y su labor como fotógrafo en encuentros profesionales del mismo deporte. El cineasta mexicano filma a Enrique frecuentemente desde la distancia, en medio de la multitud, perdido e invisible. En la relación de la cámara con sus movimientos se percibe cierto ensayo, rastros de una convenida ficcionalización. Y así aparece una disyunción; Enrique se mueve plenamente consciente de la cámara que le filma pero no de la voz que le narra. Misma dislocación alcanza al padre, figura que aparece sin voz en la totalidad de la película. Aunque es enunciado constantemente y traído a la conversación a cada momento sólo le conoceremos por algunas fotografías antiguas, sin oportunidad de escuchar su versión de los hechos. Este manejo del sonido y la imagen, encontrará su momento de mayor lucidez en el partido entre Santiago González y David Ferrer al que Enrique asiste, secuencia que nos obliga a contener la respiración, prueba del desafío físico que la disciplina exige y que anticipa la amenaza de tormenta que sobre Enrique y su madre se cierne, todo al mismo tiempo.
Los días no vuelven, aprovecha también para hacer un mapeo de las terribles condiciones a las que se enfrentan los atletas de alto rendimiento en nuestro país. Cuesta elabora desde la historia de Enrique Jara y sus contemporáneos, una denuncia en contra del mal manejo de los recursos, robusteciendo su argumentación con testimonios de entrenadores y profesionales en el tema, convirtiendo al filme, en parte, en un señalamiento sobre la corrupción en torno al apoyo a los deportistas mexicanos: «La política de deporte en México tristemente está hecha para los políticos, no para los atletas». La vida de Enrique, cuando era niño pero también en el presente, es una muestra del impacto directo que tiene este clima de corrupción en la vida de aquellos que se atreven a soñar.