La lucha que sigue

Mi vida dentro (2007) de Lucía Gajá


Por Eduardo Cruz 

La lucha que sigue

Mi vida dentro (2007) de Lucía Gajá


Por Eduardo Cruz 

 

TAMAÑO DE LETRA:


Cuando México nos manda gente, no nos mandan a los mejores.
Nos mandan gente con un montón de problemas,
que nos traen drogas, crimen, violadores…
Donald Trump

El triunfo de Donald Trump por la presidencia de los Estados Unidos de América en 2016, parece haber tomado por sorpresa al mundo entero. Apenas comenzada su campaña por el partido republicano en la carrera electoral, cobró sobre atención mediática a partir de sus enardecidos discursos cargados de xenofobia, sexismo, y racismo. Sus promesas de campaña, dirigidas principalmente a la resolución de conflictos migratorios, inesperadamente hicieron eco en centenares de ciudadanos convertidos desde el primer momento en fieles seguidores. Su postura era tajante: tolerancia cero a la migración. Sus gestos de desprecio se viralizaron inmediatamente pero sus palabras fueron aún más allá: se convirtieron en estandarte para aquellos cuyos ideales coincidían con los del candidato, y que a la menor oportunidad destaparon actitudes separatistas, haciendo válido el desprecio abierto en espacios públicos hacia personas con rasgos étnicos o ideologías religiosas diferentes.

Pero el conflicto nunca ha sido un secreto, previo a la aparición de Trump en el escenario político norteamericano, el problema era una realidad velada. En Mi vida dentro (2007), la cineasta mexicana Lucía Gajá nos introduce en una prisión femenil en Austin, Texas para contarnos la historia de Rosa Estela Olvera, una joven mujer mexicana, inmigrante ilegal, que de la noche a la mañana se ve envuelta en un juicio por el homicidio de uno de los menores a su cargo durante el desempeño de su trabajo como niñera y que tiene que enfrentarse además, al racismo sistemático de las autoridades involucradas en la resolución de su caso. El proceso es seguido paso a paso desde los tribunales; cada testigo, agente y funcionario a cargo es puesto en pantalla para compartir sus declaraciones, permitiendo a la directora hacer gala de un gran manejo de las posibilidades retóricas del montaje para construir el relato entero alrededor del momento justo de la proclamación del veredicto final sobre el futuro de Rosa, instante en el que la tensión y la indignación alcanzan un punto álgido.

A pesar de importar modos de ver del lenguaje televisivo, el filme trasciende por su manejo del tiempo. Gajá intercala inteligentemente distintas líneas temporales, resumiendo los más de dos años en que documentó el caso, dividiendo la narrativa entre los distintos estadios del juicio y testimonios de familiares y personas cercanas, elaborando una estoica defensa de Rosa, quien a la manera de Ulises o Ptolomeo, tendrá que recorrer su propia senda heroica para alcanzar la justicia, misma que por desgracia no llegará. Salvo momentos específicos, como en el intercambio epistolar entre Rosa y su madre, la cinta prescinde de música o melodías para forzar el drama, y el sonido se limita a recrear los espacios y las conversaciones, reforzando la idea de mínima intervención sobre los acontecimientos y sirviendo también, para hacer un análisis de los prejuicios insertos en los encargados del sistema de justicia estadounidense.  

La epígrafe que abre el texto, condensa no solo el pensamiento de Donald Trump, sino también, al menos en este caso, el de las personas confiadas para impartir justicia a Rosa. A la distancia, el documental se erige como preámbulo del momento que atraviesan los migrantes en días recientes. Las máscaras han desaparecido y el desprecio se ha generalizado, creando una atmósfera de violencia a lo largo y ancho del país vecino. Pero también, se alza como una voz en pie de lucha por los derechos de los latinoamericanos y de los inmigrantes en general. Una voz necesaria hoy más que nunca. El triunfo de Trump no fue una casualidad, es el más grande síntoma de una renovación del poder de la extrema derecha a nivel internacional, convertido además en un motivo para legitimar la intolerancia racial, una que nunca dejó de existir en los Estados Unidos pero que ahora forma parte de la agenda política nacional, enarbolada como un paso en el camino hacia el progreso. 

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