Archipiélagos y soledades

Una genealogía del cine portugués


Por Sergio Huidobro

Archipiélagos y soledades

Una genealogía del cine portugués


Por Sergio Huidobro

 

TAMAÑO DE LETRA:

Dios es existir y que no baste.
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

De día, Portugal vive de cara al mar y de espaldas a Europa. De noche, para soñar, se da la vuelta. A riesgo de simplificar dos veces, una por ignorancia —no estuve ahí mas que una vez, casi de paso— y otra por distancia —escribo desde México— diría que el Portugal moderno es una tensión entre esas dos nostalgias: la del agua, añoranza por ese imperio naval desmesurado que terminó por diluirse como castillo de arena y la de tierra, lamento por ser la orilla desterrada de un continente al que el país luso nunca se ha integrado bien a bien, a cuyo ritmo nunca ha podido ni querido emparejarse.

El cine, bólido veloz de la modernidad, sí que llegó a tiempo, antes incluso que la democracia o los derechos civiles. La primera sesión de proyecciones con taquilla en el Gran Coliseu de Lisboa tuvo lugar el 18 de junio de 1896,[1] unos dos meses antes que en la droguería Plateros de la Ciudad de México y unos quince meses después del debut parisino, todas debidas a los Lumière o a sus enviados.

No puede pensarse, por supuesto, que un cine nacional nace porque se inaugura un local o se abre una taquilla. El cine portugués, o hecho en Portugal o por portugueses ahí donde se encuentren, ha tenido más de un nacimiento. En varios sentidos, Aurélio dos Reis[2] es el primer cineasta portugués en cualquier genealogía con rigor: en agosto del mismo 1896 viajó a París para adquirir un cinematógrafo y proyectar, a partir de ese 12 de noviembre, las primeras vistas documentales filmadas en suelo luso y con rostros locales. Pero un vistazo a la mutilada filmografía de Dos Reis que lo ha sobrevivido es desconcertante, pues semeja un listado de éxitos de los Lumière traducidos al portugués: Saída do Pessoal Operário da Fábrica Confiança (1896) y Chegada de um Comboio Americano a Cadouços (1896)[3] son apenas copias al carbón de la salida de los obreros y la llegada del tren repetidas hasta el hartazgo, entonces como ahora.

La dependencia, además de estética y temática, era industrial. Hasta 1931, varias producciones como A Severa (ya volveremos a ella) requerían filmar las vistas de exteriores en Portugal y todo lo demás en París, dada la carencia casi absoluta de técnicos locales, desde iluminadores hasta escenógrafos; para fortuna de la industria nativa, la idiosincrasia basada en la saudade obligaba a situar los mayores éxitos populares a orillas del océano (Os Faroleiros, 1922; Os Lobos, 1923; el corto Nazaré, praia de pescadores, 1929), y siendo el mar lo único que no podía ser recreado por técnicos parisinos, obligó a un progresivo traslado de la industria portuguesa a su tierra natural. Una industria que, sin embargo, subía y bajaba, aparecía y desaparecía con los vaivenes sociopolíticos del país. El mar, con los caprichos de su oleaje, siempre ha llevado a Portugal riquezas matutinas para llevárselas en la tarde.

Lisboa, no seas francesa


Un conocido fado de Amália Rodrigues resume y lamenta este peso aplastante que la cultura francesa ejerció sobre el gusto estético portugués, en detrimento del alma local, desde los días en que ambas eran imperiales: «Lisboa não sejas francesa / com toda a certeza / não vais ser feliz / Lisboa, que idéia daninha / Vaidosa, alfacinha, / casar com Paris (…) Lisboa, não sejas francesa / Tu és portuguesa / Tu és só pra nós».[4] El mismo flujo de influencia francesa —y en general, europea— modela el cine portugués en toda su discreta amplitud, desde las vistas de Aurélio dos Reis hasta la etapa internacional de Manoel de Oliveira, pasando por el cine de Paulo Rocha o Fernando Lopes, que respiran bajo el influjo evidente de la primera Nouvelle Vague, o la influencia que la escuela etnográfica de Rouch tiene sobre António Reis.

Durante la primera mitad del siglo pasado, esta tensión entre el nativismo local y la importación xenófoba sirve para explicar buena parte de la producción fílmica. Por un lado, los éxitos locales anteriores a la Segunda Guerra Mundial están dirigidos por dos parisinos (Georges Pallu y Maurice Mariaud), un italiano (Rino Lupo) o evocan influencias distantes: algunas dignas, como A Dança dos Paroxismos (1929) de Jorge Brum do Canto, basado en Leconte de Lisle y dedicado a Marcel L´Herbier, y otras francamente desconcertantes, como las cintas protagonizadas por los personajes lisboetas «Cardo» y «Pratas», ambos gemelos descarados del «Charlot» de Chaplin, bombín, bigote y gestos incluidos.

En tanto cultura profundamente musical e históricamente atenta al sonido y las texturas del verso cantado (léase a Camões como prueba suficiente), el cine portugués solo encuentra un registro idiosincrático y local profundo con la llegada del sonido, y la aparición de dos cintas pródigas en canciones y modismos del habla local, la mencionada A Severa (1931) de Leitão de Barros y A Canção de Lisboa (1933) de José Cottinelli. Desde 1926, son ya tiempos del general Salazar y su dictadura interminable, defensora de un Portugal idílicamente rural, reaccionario, católico, enemigo de vicios modernos como la democracia electoral o el estado laico.

En cineastas como los referidos Leitão de Barros y Jorge Brum, Chianca de Garcia o António Lopes Ribeiro, el régimen salazarista encontraría una legitimación más o menos involuntaria, gracias al éxito popular de melodramas rurales y comedias de trasfondo reaccionario que celebraban al Portugal de antaño. Los mitos similares del cine mexicano de esa época, como Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936) o Yo bailé con Don Porfirio (Gilberto Martínez Solares, 1942) dan una idea aproximada de la carga ideológica que subyace en los productos populares. Sin embargo, nunca en México se alcanzó el extremo de una cinta como Feitiço do Império (1940) de Lopes Ribeiro, celebratorio de la supremacía lusa sobre los habitantes esclavizados de sus colonias africanas.

Supongo que la tensión con los discursos nacionalistas de ala dura son naturales a toda cinematografía idiosincrática, con economía tambaleante y que defina su identidad en oposición a fuerzas externas amenazantes y colosales: lo estadounidense, en nuestro caso; lo europeo cosmopolita, en el de Portugal. Después de todo el fado, como la canción vernácula del México provincial, son líricas de profundo arraigo chovinista que afirman de modo apasionado una identidad muchas veces reaccionaria: Soy puro mexicano y Meu Portugal meu amor bien pueden traducirse una a la otra; la letra de Adeus Lisboa bien podría decir: «si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí».

Nuevas olas, mismo mar: vida y muerte del Cinema Novo[5]


La ruta de los cines mexicano y portugués entre 1950 y 1969 se escribe en trayectorias casi siamesas. El relativo esplendor del cine industrial portugués en los cuarenta y cincuenta —como el mexicano— se encuentra al final del periodo en un impasse de debilitamiento industrial, fórmulas gastadas y evocaciones de identidad colectiva que iban quedando en desuso a pasos acelerados. Con cuánta velocidad envejecieron las grandes producciones industriales de Lopes Ribeiro, Amor de Perdição (1943) —rehecha después por Oliveira—, de Leitão de Barros, Camões (1946) o Inés de Castro (1945), o de Perdigão Queiroga, Fado: historia d´uma cantadera (1948), todas estrenadas con bombo durante el gobierno de Salazar. El cine espectáculo le viene bien a las dictaduras, tan bien, que suelen derrumbarse al mismo tiempo.

Dos películas de 1963 abren de golpe las puertas y ventanas del cine portugués: Pássaros de Asas Cortadas de Arthur Ramos y sobre todo, Os Verdes Anos, la primera película de Paulo Rocha. Ambas, visiones desencantadas, críticas, urbanas y contemporáneas de su época, anuncian el influjo de la Nueva Ola y de la Cinemateca de Henri Langlois, a la que muchos de los cineastas portugueses jóvenes habían acudido como exiliados del régimen salazarista. Pero la gran figura tutelar del Cinema Novo no es un realizador sino el productor António Cunha Telles, director del Estudio Universitario de Cine Experimental y fundador de la breve y efervescente Produções Cunha Telles, que como casa productora jugó un papel similar al de las mexicanas Marte, Marco Polo o Alpha Centauri en la renovación de estéticas, argumentos y narrativas en el cine local.

La capacidad de Telles para agrupar y financiar en cuatro años a tantas películas fundamentales para el nuevo cine portugués es un misterio pendiente de explorar: los documentales Belarmino (1964) de Fernando Lopes, O Crime de Aldeia Velha (1964) de Manoel Guimaraes; las ficciones As Ilhas Encantadas (1965) de Carlos Viladerbó, Domingo à Tarde (1965) de António de Macedo y como broche, la extraordinaria Mudar de Vida (1966), segunda y quizá mejor película de Paulo Rocha. Como es natural, tanto arrojo y talento bien invertido condujo, inevitablemente, a la bancarrota y la dispersión de los cineastas en carreras aún más independientes, poco fructíferas, otras intermitentes y varias aplastadas, engullidas por la indiferencia.

Saudade, futuro y soledad: el cine portugués del nuevo siglo


Hablad de castellanos y portugueses
pues españoles somos todos.

Luis de Camões

Un niño camina a paso de cangrejo, de espaldas, con la vista vuelta hacia el camino ya recorrido. La cámara lo acompaña hacia delante, mirándolo de frente, cuando entra en el cuadro una niña que recorre el mismo sendero caminando en el sentido natural. Alrededor, el campo abierto y ventoso del Alentejo. La escena, a la mitad del cortometraje docuficcional Barbs, Wastelands (Farpões, Baldios, 2017), está dirigida por Marta Mateus, filósofa, artista visual en varios formatos y recién cineasta. A la memoria me llega el plano casi exacto de otro niño, unos ochenta años más joven que este, en blanco y negro, de perfil, casi al inicio de Aniki Bobó (1942), el primer largometraje de Manoel de Oliveira, a mi gusto, uno de sus mejores. En aquella, una pandilla de estudiantes de primaria cruzaba una ciudad mediana del interior, más chica que Oporto o Lisboa, aunque más grande que las villas diminutas que salpican cualquier otra provincia del país. Los de Mateus, menos idílicos, son hijos directos de la tierra, arañados por la maleza y medio sordos por el viento perpetuo del norte ibérico.

En estas instantáneas, breves visiones del campo como barrica de fermento para el alma portuguesa, se puede resumir toda una lectura del cine portugués. No parece haber medias tintas en los acercamientos de la cámara a las formas de vida no urbanas: son retratadas como idilios reaccionarios o como idiosincrasias radicales. En medio de la cinta de Oliveira y la de Mateus quedan dos documentales extraordinarios: Acto da Primavera (1963), también dirigida en pleno Cinema Novo por Oliveira —quien, camaleón, mutante o Fausto, encontraba la fórmula de la juventud cada cierto tiempo— y Trás-os-Montes (1976), de António Reis y Margarida Martins Cordeiro. Ambos aspiran a capturar el alma inviolada del campesinado alentejano. Ninguna lo logra porque nadie podría. En su lugar, entregan ficciones maravillosas disfrazadas de verdad antropológica, una sobre la religiosidad ancestral y otra sobre el día a día de los habitantes de una región entrañable pero impenetrable.

El mismo Oliveira, auténtico «elefante en el salón» si se habla de cine portugués, constituye una rareza genealógica solo comparable con la de João César Monteiro, otro aprendiz precoz del Cinema Novo. En su férrea independencia autoral se mezclan la honestidad más transparente con la pedantería más cargante (Branca de Neve, del 2000, quizá sea la cumbre de ambas), pero su dupla involuntaria con el centenario Oliveira representa al fin una rama nueva en la genealogía portuguesa, una que parte de raíz desde el tronco cultural del país en vez de ser una rama menor que nace de otra rama nacida, a su vez, de una más.

Su virtud mayor es haber alumbrado, de una forma u otra —casi siempre de forma involuntaria— nuevas poéticas, formas de decir y de narrar para el cine portugués posterior a 1980. A la vista de cintas de plena madurez como En el cuarto de Vanda (No Quarto da Vanda, 2000) o Juventud en marcha (Juventude Em Marcha, 2006) de Pedro Costa, Aquel querido mes de agosto (Aquele Querido Mês de Agosto, 2008) o el tríptico Las mil y una noches (As Mil e Uma Noites, 2015) de Miguel Gomes, cabe una justificada intuición de que el cine portugués finalmente sea dueño de una genealogía propia, en diálogo abierto con una Europa que finalmente reciba al país luso de igual a igual, con un cine que no precise de Wim Wenders o Alain Tanner para legitimarse dentro del mosaico europeo. En el camino de casi un siglo por encontrarse a sí mismo, el cine portugués ha terminado por encontrar no una voz sino varias, ese archipiélago de soledades que Villaurrutia inventó para describir nuestra poesía: un abanico de identidades con nombres, sensibilidades y formas de mirar distintas, a veces disímiles y a veces complementarias que son producto, al fin y al cabo, de un país partido en varias almas. Después de todo, si Pessoa llegaba a hacer cine, lo habría querido así. 


FUENTES:
[1] Salvo si se indica lo contrario, los datos históricos como este, se refieren de acuerdo a T. A. Batista, Invençao do Cinema Português, Lisboa, Tinta da China, 2008.
[2] La homonimia casi exacta de Aurélio da Paz do Reis con nuestro conocido y mexicano
Aurelio de los Reyes es un asunto que escapa, para mí, a cualquier explicación documental o intuitiva. No hay, hasta donde
me alcanza la información, relación alguna entre ambos.
[3] Salvo indicación contraria, los títulos originales son referidos según Angélica García-Manso, Panorama general de la historia del cine portugués,
Mérida, Junta de Extremadura, 2010; o según L. De Pina, A Aventura do Cinema Português,
Lisboa, Vega, 1977. Dada la evidente irregularidad en la exhibición de cine portugués en
pantallas mexicanas a lo largo del siglo, se optó por no traducir los
títulos de origen salvo en casos en los que se pudiera comprobar un título de exhibición local.
[4] «Lisboa, no seas francesa / con toda certeza / no vas a ser feliz / Lisboa, qué idea más dañina / Vanidosa, alfacina[nativa de Alfama, barrio lisboeta] / casarte con París. (…) Lisboa, no seas francesa
/ Tú eres portuguesa/ Tú eres para nos». [T. del A.] [5] Aunque en la redacción de este apartado fueron empleadas varias fuentes, muchas de ellas digitales
y videos disponibles en línea, una guía certera para este periodo
es J.B. Costa, O Cinema Português nunca existiu, Lisboa, CCT Correios de Portugal, 1996.