El silencio como imagen sonora


Por Davo Valdés de la Campa

El silencio como imagen sonora


Por Davo Valdés de la Campa

 

TAMAÑO DE LETRA:

Un silencio frío. Los ruidos de la calle como si fueran cortados a cuchillo. Se ha sentido, prolongadamente, como un malestar de todo, un suspender cósmico de la respiración. Se ha parado el universo entero.
Momentos, momentos, momentos. La tiniebla se ha encarbonado de silencio.

Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

Voy a tratar de ser mi propio silencio:
y eso es difícil. Todo el mundo
se incendia secretamente. Las piedras
arden, hasta las piedras me queman.
¿Cómo puede un hombre estar quieto o
escuchar todas las cosas quemándose?

Thomas Merton, En silencio

La voz como ruido y centro


Michel Chion en La audiovisión habla de un vococentrismo en la percepción cinematográfica: «En cualquier magma sonoro, no es que existan sonidos, uno de los cuales sea la voz humana. Lo que sucede es justamente lo contrario: hay principalmente voces y, después, lo demás, porque la percepción de la voz jerarquiza la percepción en torno a ella».[1]

Parece que uno de los problemas del cine es el de balancear el dominio de la voz y la narrativa a través de los diálogos, con el resto de los sonidos que habitan el filme y que parecen intrascendentes, pero que en el fondo revelan más porque son en esencia imágenes sonoras. Para Michel Chion se trata del «valor expresivo e informativo con el que el sonido enriquece la imagen, creando la impresión definitiva de que esta información o expresión proviene de forma “natural” de lo que estamos viendo, de que está contenido en la propia imagen».[2]

Habría que atender a los otros sonidos más allá de la voz, romper el reinado del diálogo y usar el resto de los audios como componentes de una nueva arquitectura al interior de la escena en cada filme. Pensar el diálogo como ruido que recubre la verdadera música de las películas.

El silencio es oro y luz


Un mudo no habla, pero emite sonidos inarticulados; los produce con su cuerpo. Definitivamente no es silencioso. Sus gestos, sus movimientos, su despliegue por el espacio y sus balbuceos involuntarios dicen cosas; cada sonido comunica algo aunque no pueda tejer palabras en voz alta. Un mudo siempre halla la forma de expresarse. El cine nunca fue silencioso bajo ese entendido. Quizá habría que separar sus elementos para determinar que solo algunos aspectos del cine eran mudos, mientras que el resto de la experiencia cinematográfica estaba plagada de sonidos y ruidos. El cine mudo enfatizaba, exageraba en aras de lo narrativo, promovía la hipérbole de gestos, alcanzando su cénit en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer. En la novela La historia del silencio el escritor Pedro Zarraluki cuestiona: «¿Por qué ponían un pianista en los cines cuando las películas eran mudas?, ¿es soportable el silencio? (…) ¿Qué resulta más irritante para nuestros nervios: el ruido o su carencia?».[3] Cuando el sonido se volvió parte esencial e intrínseca del filme, lo sonoro adquirió una dimensión mucho más profunda y explícita, en muchos casos equiparable y autónoma a la imagen. Lo que Gilles Deleuze llama imagen sonora:

Si es verdad que el cine moderno implica el derrumbe del esquema sensoriomotor, el acto de habla ya no se inserta en el encadenamiento de acciones y reacciones ni revela una trama de interacciones. Se repliega sobre sí mismo, ya no es una dependencia o una pertenencia de la imagen visual, pasa a ser una imagen sonora de pleno derecho, cobra una autonomía cinematográfica, y el cine se hace verdaderamente audio-visual. Y aquí reside la unidad de todas las nuevas formas del acto de habla, cuando pasa a este régimen del indirecto libre: ese acto por el cual lo parlante se torna finalmente autónomo.[4]

Miguel Ángel definía la escultura como «el arte de sacar a la luz lo que ya se encuentra dentro del mármol». De esa forma, el cine sonoro trajo a la luz la fuerza del silencio. De hecho Robert Bresson se aventuró a decir que «el cine sonoro inventó el silencio».[5] Es decir, que solo es posible entenderlo a través de la representación sonora del mundo, en el ordenamiento ficticio de ese universo particular que constituye el séptimo arte. En el cine podemos ver el silencio a través de la luz; nos enfrentamos a él. Jacques Loiseleux en un hermoso ensayo sobre la importancia de la luz en el séptimo arte abre su texto con las siguientes palabras: «Tanto al filmar como al proyectar una película, la luz hace visible la imagen. Sin luz no hay imagen. La luz tiene otra función: la de dar sentido a la imagen mediante el modo en que ilumina el tema y la atmósfera emotiva que genera, haciendo que los seres y objetos aparezcan no solo bajo su aspecto estético más favorable, sino también con plena coherencia para cada película».[6] Algo similar sucede con el silencio: únicamente a través de su dominio, el resto de los sonidos, diálogos y melodías cobran sentido pleno.

En la industria cinematográfica, específicamente en la industria de Hollywood (y en el cine comercial de países que reproducen estas fórmulas), el silencio es quizá una de las estrategias que corren el riesgo de extinguirse porque parece que no queda espacio en el vórtice de las imágenes, la acción imparable y constante para el silencio y sus matices. Pero es verdad que cuando hay silencio podemos escuchar la música de la luz. Bresson dice: «Un solo misterio el de las personas y de los objetos (…) Es preciso que los ruidos se conviertan en música (…) Un sonido nunca debe acudir en auxilio de una imagen, ni una imagen en auxilio del sonido (…) La imagen y el sonido no tienen que prestarse ayuda, sino que han de trabajar cada uno a su vez por una suerte de relevo».[7] Exactamente lo que Deleuze propone al reflexionar sobre la imagen sonora.

Posibilidades acusmáticas


Se sabe que los discípulos de Pitágoras escuchaban sus lecciones sin verlo porque se ocultaba detrás de una cortina: la idea era que se concentraran en su voz y no en su imagen. Los llamaban acúsmaticos. El término acousmatique fue recuperado por Jérôme Peignot en su artículo de 1960 De la musique concrète à l’acousmatique[8] y conceptualizado más tarde a lo largo de la obra de Pierre Schaeffer.[9] Una definición sería: aquel sonido que nos llega, pero sin que conozcamos la fuente en la cual se origina. Como cuando escuchamos un ruido y miramos espontáneamente en la dirección de la que provino el sonido, pero ninguno de los objetos a la vista parece haberlo provocado. Son sonidos que inquietan porque son inusuales y porque no podemos hallar dónde se originaron.

Este concepto fue retomado por Michel Chion en una serie de ensayos sobre el sonido en el cine. Lo podemos encontrar en varios de sus libros como La voz en el cine, La audiovisión y El arte de los sonidos. Chion ahonda en el concepto a través de dos películas icónicas: Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, y El testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1933) de Fritz Lang. Examina la voz en el cine, no en su función portadora de palabras, sino como un elemento de representación cinematográfica. Es decir, que aborda la voz despojada del cuerpo que la sustenta. «¿Qué queda?», se pregunta Chion: «Ese extraño objeto con el que pensar la voz».[10] Para explicarlo, acuña neologismos como acusmaser (la voz sin cuerpo), anacusmaser (la alianza imposible entre un cuerpo y una voz) o acusmadre, derivada del anterior, con el que designa a la perturbadora voz de la madre de Norman Bates en Psicosis.

Slavoj Žižek también ha utilizado la Acusmática para ejemplificar las variantes de la noción lacaniana de objeto/voz que se emancipa de un cuerpo. Por ejemplo Charles Chaplin quien, al revelar su voz por vez primera, emula a Adolf Hitler en El gran dictador (The Great Dictator, 1940); o las palabras soeces que brotan de la boca de Regan poseída en El exorcista (The Exorcist, 1973) (algo similar le sucede a la protagonista de Estigma [Stigmata, 1999]), o la melodía que se escucha sobre el cuerpo inerte de la cantante en Sueños, misterios y secretos (Mulholland Drive, 2001) de David Lynch. También podríamos añadir la secuencia de la cena de Beetlejuice (1988) en la que los personajes interpretan de manera involuntaria Day-O: Banana Boat Song y la voz de Harry Belafonte emerge de sus cuerpos. La imagen acusmática funciona de esa forma: un cuerpo nos revela una voz ajena, lejana, fuera de escena que, sin embargo, podemos ver de cierta forma. Aparece lo que está oculto sin dejar de estar oculto.

Sonidos imposibles


Existe el término esquizofonía acuñado por Murray Schafer. Este se refiere a que el sonido y el objeto están frente a nosotros, estamos convencidos de escuchar lo que vemos, cuando en realidad el sujeto que los emite no se encuentra presente. El término inventado por Schafer aparece en su libro El nuevo paisaje sonoro,[11] y pretende describir la separación de un sonido de su fuente. Por ejemplo, oír un concierto por la radio mientras estamos en nuestro jardín.

Pero podríamos llevarlo más allá, en el mismo oficio de la creación de sonidos y efectos especiales. Elaborar un sonido nuevo y creíble, a partir de algo de lo que no se tiene referencia, hasta llegar a mezclas imposibles. Las cabezas de los trabajadores de la MGM se las ingeniaron para encontrar un grito perfecto para su Tarzán en Tarzán de los monos (Tarzan of the Apes, W.S. Van Dyke, 1932) y lo lograron en la mezcla de la voz del propio actor, Johnny Weissmuller, con el grito de una hiena, la voz de una soprano y una nota de violín. También tuvieron que ingeniárselas en Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993) para crear el rugido del dinosaurio más temido, que finalmente consiguieron mezclando los sonidos reales de un cocodrilo, un tigre y un elefante.

¿Pero qué nos dicen esos sonidos? Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog arroja una reflexión que podría ayudarnos a pensar los sonidos imposibles. En la ficción seguimos la historia de Brian Sweeney «Fitzcarraldo» Fitzgerald, un hombre obsesionado con la ópera que desea construir un teatro en la selva en pleno siglo XIX. Para consumar la tarea, tendrá primero que hacer una fortuna en la industria del caucho, y su astuto plan para hacerlo consiste en transportar un enorme barco por el río a través de una pequeña montaña con la ayuda de los indios locales. En la película vemos dicha proeza humana a través de la ficción. Lo paradójico es que Herzog no simuló la escena ni utilizó efectos especiales para hacerlo, sino que la recreó en la realidad, es decir, realmente pasó por medio de un complicado sistema de poleas un barco de 230 toneladas a través de una montaña de 500 metros de altura que comunica la cuenca del río Ucayalí con los ríos Madre de Dios y Beni en el Perú. Herzog dijo sobre esa escena: «Creo que si los espectadores se sienten impresionados por el transporte del barco montaña arriba es porque saben que se trata de algo real y no truqueado. Quiero que los espectadores recobren la confianza en lo que ven sus ojos».[12] Demostrar lo real a través del arte. Herzog lo definió como la conquista de lo inútil. No es el hombre controlando a la naturaleza, es el hombre conquistándose a sí mismo, demostrándose a través de la pantalla que es posible alcanzar lo épico. Algo así podría suceder de la búsqueda de nuevos sonidos en el cine, no tanto a través de lo escandaloso o del exceso del escándalo porque eso erradica su efecto, sino explorando en los resquicios del silencio.

Silencio


Para Andrey Tarkovski el silencio es sacrificio; Nicolas Winding Refn lo describe como violencia e incomodidad, a Martin Scorsese le parece tensión (que puede ir desde el sufrimiento o la iluminación al recurso cómico), los hermanos Dardenne lo definen como el grito del «otro», para Ingmar Bergman el silencio de Dios, Jim Jarmusch afirma que es la indiferencia, Kim Ki-duk lo explica como la agonía de la cotidianidad, a David Lynch le significa la perturbación de lo onírico, René Clair lo determina como la nostalgia del tiempo perdido, y para Jean-Luc Godard es la eternidad.


FUENTES:
[1] Michel Chion, La audiovisión, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 13-14.
[2] Ibid., p. 13.
[3] Pedro Zarraluki, La historia del silencio, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, p. 202.
[4] Gilles Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós, 1987, p.320.
[5] Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Ediciones Era, 1979, p. 43.
[6] Jacques Loiseleux, La luz en el cine. Cómo se ilumina con palabras, cómo se escribe con la luz, Barcelona, Paidós Ibérica, 2005, p. 3.
[7] Robert Bresson, op. cit., pp. 22, 25, 57 y 58.
[8] Edith Alonso, La estética de la música acusmática en la obra de François Bayle, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2010, p. 8.
[9] Pierre Schaeffer, Tratado de los objetos musicales, Madrid, Alianza, 2003, pp. 92-94.
[10] Michel Chion, La voz en el cine, España, Cátedra, 2004. p. 12.
[11] Murray Schafer, El nuevo paisaje sonoro: un manual para el maestro de música moderno, Buenos Aires, Ricordi Americana, 1998.
[12] Werner Herzog, citado por Pablo Cingolani, «El barco de Fitzcarraldo», en Aporrea, [consulta: 27-11-2017].