Póstumo


Por Jesús Iglesias

Póstumo


Por Jesús Iglesias

 

TAMAÑO DE LETRA:

Los triunfos y los fraudes, los tesoros y las falsificaciones.
Es un hecho de la vida: vamos a morir. Nuestras canciones
serán todas silenciadas. ¿Pero qué importa? Sigue cantando.
Quizá el nombre de un hombre no importe tanto.

Orson Welles

Inalcanzable. La vida eterna tal vez sea la fantasía más recurrente del ser humano, y es en ese constante anhelo de vencer a la muerte que nos lanzamos una y otra vez a las llamas del fuego creador, para colocar nuestra esencia en objetos que nos permitan vivir siglos, décadas, o al menos unos cuantos años después de la inevitable traición de nuestros cuerpos. Son esos objetos los que guardarán parte de nuestra identidad en ellos y los que en su inhumanidad le hablarán de nosotros a esos hombres que desconocemos, pero que con algo de suerte nos inmortalizarán en su memoria.

Reservada para unos pocos afortunados que en sus obras combinan talento, oportunidad y suerte, la trascendencia recoge aquellas obras que el imaginario colectivo considera dignas de la memoria futura y entierra irremediablemente a aquellas que se perderán, valga el cliché sci-fi, como lágrimas en la lluvia.

Dentro de ese selecto grupo de autores trascendentes —y aquí ya me refiero al arte fílmico, al que atañe este texto— las obras que dentro de sus filmografías suelen gozar de mayor culto, mística y por ende trascendencia, son básicamente dos: en primer lugar, la película que por consenso crítico, casi siempre no unánime, pero consenso al fin y al cabo, se considera que reunió los mayores atributos del autor y capturó de forma definitiva la esencia fundamental de su obra; y en segundo lugar, la última película que dicho autor compuso antes de su muerte.

Testamento creativo, la opus final de un artista está inevitablemente impregnada de una mística particular, que es mezcla de la potencia narrativa del creador frente al abismo vital y de la melancolía que deviene al imaginar todas las obras que ya nunca serán, y que quedaron atrapadas de forma irremediable en las entrañas de un cráneo que se ha apagado.

Es por esto que resulta imposible ver Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999) sin pensar en todas las películas de Stanley Kubrick que nos fueron arrebatadas por un ataque cardiaco, y así, la percepción de cada fotograma de esa cinta se recarga de la melancolía del último canto de cisne. Mientras vemos la violenta orgía de cuerpos enmascarados que se entregan por completo a un irrestricto frenesí sexual, recordamos el alarido convulso de la actriz británica, Adrienne Corri, presa de Alex y sus droogs, que descubren con la violencia de unas tijeras esos senos casi adolescentes, en cuya suavidad se adivina la dulce cara de Lolita, impregnada de aquella sensualidad prohibida que enloqueció a Peter Sellers años antes de que el destino lo convirtiera en ese nazi inválido que, segundos antes de que el mundo se fuera al carajo, recuperó milagrosamente la movilidad de sus piernas al grito de «Mein Führer! I can walk!», y entonces nos descubrimos sonriendo frente a las sombrías máscaras venecianas que aúllan de placer. Porque esta película ya no es más una película, sino una eterna concatenación de asociaciones y recuerdos, que de forma aislada funciona como una estupenda pieza de cine, pero contextualizada como la última obra del autor adquiere un significado mucho más potente.

Ese misticismo asociado a la última película de un cineasta puede verse incrementado por un sinnúmero de causas externas. La muerte, en su carácter de único evento inevitable en nuestras vidas, si es violenta o misteriosa, eleva a aquel que la padece unos cuantos escalones en la escala mitológica (pregúntenle a Lennon, a Cobain, o a Jesucristo). Kubrick, por ejemplo, tuvo la mala fortuna de morir mientras dormía, sin embargo otros cineastas fueron un poco más afortunados.

F. W. Murnau, quien sobrevivió a ocho accidentes aéreos durante la Primera Guerra Mundial antes de dedicarse a filmar piezas perfectas de cine como Amanecer (Sunrise, 1927) o Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, 1922), se encuentra dentro de un Packard 740 que se desliza a toda velocidad por el asfalto. En el asiento del conductor va un joven filipino de exótica belleza llamado Garcia Stevenson, quien a sus catorce años es asistente personal y amante de Murnau. El adolescente compensa con temeridad su falta de pericia al conducir y acelera. Un camión surge en el horizonte de forma inesperada. El chico gira instintivamente el volante y pierde el control del vehículo, estrellándose de lleno contra un poste de luz que detiene por completo el auto. García Stevenson, aterrado pero intacto, voltea al asiento del copiloto y observa atónito el cráneo destrozado de su amante. Una semana después se estrenaría Tabú (Tabu: A Story of the South Seas, 1931): la legendaria última cinta que Murnau filmó junto a Robert J. Flaherty, director del célebre documental Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922), y de la que el Indio Fernández tomaría «prestadas» varias secuencias para su María Candelaria (1944). El estreno, hasta cierto punto fúnebre y escandaloso dada la connotación sexual del accidente, dotó a Tabú de una significancia que trasciende las bellas imágenes del filme y las impregna de una atmósfera ominosa.

Tal vez el caso más clásico de una cinta a la que la muerte de su autor le infunde un halo de belleza icónica y terrible sea Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), la delicadísima y horripilante adaptación que el poeta, filósofo y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini hizo de Las 120 jornadas de Sodoma —la novela más potente del conocido por todos pero leído por pocos, Marqués de Sade— en la que un grupo de jóvenes se convierten, durante el reinado de Luis XIV, en presa de un grupo de libertinos que deciden rendirse a los placeres más lúbricos y violentos a costa de sus adolescentes cuerpos, encerrándolos y abusándolos en un remoto castillo suizo. El cadáver de Pasolini, emasculado a golpes, arrollado por un automóvil y quemado parcialmente, fue encontrado sobre la arena de la playa de Ostia, en Roma, tres semanas antes del estreno de la que se convertiría en una de las películas más polémicas de la historia del cine. La violenta muerte de Pasolini, el metraje de Saló, e incluso el hecho de que la playa donde encuentran ese cuerpo furibundamente ateo, anárquico y homosexual se llamara Ostia, maridan en un coctel simbólico que, a pesar de ser creado por el azar, dota a la obra de arte de un misticismo avasallador, potenciado aún más por el hecho de que esta sea tal vez la cinta más bellamente filmada de Pasolini, quien trasladó el texto de Sade de la época de Luis XIV a los últimos días del reinado fascista de Benito Mussolini en la República de Saló, para luego construir una de las más aterradoras alegorías que se han filmado sobre el poder, y sobre el frenesí sexual y amoral que desata el ejercicio desmedido de esa falsa omnipotencia que, en su delirio, deja de ver humanos para ver únicamente cuerpos desechables.

Y finalmente, en un pináculo aún más elevado de misticismo, tenemos a aquellos largometrajes que quedaron inconclusos frente a la muerte del autor, y que se convirtieron en obras legendarias. Historias de carretes de celuloide perdidos que aparecen en alguna bodega olvidada después de años; apuntes indescifrables que caen en manos de algún editor aguerrido con ganas de terminar el filme y miles de problemas legales, son apenas un atisbo de los conflictos por los que deben pasar estos largometrajes para ver en algún momento la luz de un proyector.

Tal es el caso de La telenovela errante (2017): película filmada por el prolífico cineasta chileno Raúl Ruiz justo después de la caída del dictador Augusto Pinochet, que permaneció inédita durante 27 años y fue retomada tras un exhaustivo proceso de recuperación fílmica por su viuda, la directora Valeria Sarmiento, quien dio coherencia a los siete cortometrajes que se hilan en los siete días de la semana representados en esta pieza, la cual toma el pulso –a veces con inusitada brillantez humorística y otras con menos pericia– del entorno sociopolítico de un país que vivió durante décadas bajo un fortísimo yugo militar, que no solo devino en actos de extrema violencia, sino también en el estancamiento de la expresión artística, cuyas manifestaciones únicamente se hacían visibles desde el heroico anonimato de la contracultura. Por demás interesante resulta el hecho de que la viuda de Ruiz haya sido quien hiló la obra que hoy podemos ver en pantalla, ya que son precisamente los personajes femeninos los que desde una poética notable asumen el peso dramático de las escenas más hermosas del filme.

«Miles y miles de velos son arrastrados por el viento hacia las grandes ciudades. Miles y miles de velos caen sobre la plaza de armas. Ni bien tocan tierra emprenden de nuevo su vuelo: un vuelo popular; y se apoderan de la ciudad. Cada hogar tiene su velo, cada esposa, cada hija lo hace suyo. De ahora en adelante las chilenas se cubrirán el rostro», declama la protagonista de esa segunda telenovela que, cual metarrelato, surge dentro de la telenovela fílmica de Ruiz, en un manifiesto verdaderamente hermoso sobre la visión femenina que recibe en silencio, con la firmeza milenaria de un acantilado, a los cadáveres victimados por la dictadura. La poética femenina de Ruiz, articulada por su viuda, queda ahí como el gran colofón de su obra.

En un caso similar y utilizando ese afán cliché de cerrar el texto lanzando un anzuelo al comienzo del mismo, le llega el turno a Orson Welles y a su terrible verdugo: la pantagruélica Al otro lado del viento (The Other Side of the Wind). La película, filmada entre 1970 y 1976, fue el último gran proyecto fílmico de Welles, al que intentó dar forma hasta el día de su muerte en 1985. Complejo ejercicio metanarrativo, la cinta describe la lucha de un director para filmar su última obra titulada The Other Side of the Wind, para lo cual Welles entremezcla secuencias de la supuesta película con otras de un falso documental sobre el director y finalmente con el pietaje de las cámaras de aquellos que asistieron a la celebración del septuagésimo aniversario del protagonista (fiesta tras la que el cineasta, interpretado por John Huston y modelado con base en el gran amigo de Welles, Ernest Hemingway, fallece en un misterioso accidente automovilístico). La evidente complejidad del guion, supuestamente escrito por Welles en colaboración con su pareja Oja Kodar, y el hecho de que el material que alcanzó a editar el director de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) tiene una duración de apenas 45 minutos, hacen pensar que el actual proyecto de edición y postproducción de la obra, financiado casi en su totalidad por Netflix, será el equivalente en cine de la construcción póstuma de La Sagrada Familia de Antoni Gaudí.

Al final del día lo único que pretende este texto es hacer notar la incapacidad de separar obra y circunstancia, ejemplificada en la profunda significancia que se adhiere a aquellas obras que dan fin a un corpus artístico. Esto deja también en evidencia la profunda fragilidad de la noción de trascendencia, que a final de cuentas, no es más que un juego que en sus reglas tácitas plantea que todos los trabajos que hoy consideramos que han sobrevivido a la prueba del tiempo, muy probablemente en algunos siglos más caerán por completo en el olvido. Nos cuesta trabajo imaginar, en nuestra infinita soberbia, que llegará un tiempo en que el siglo XX y el siglo XXI serán resumidos en poco más de cinco autores. Tal vez sea hora de hacernos a la idea: «Quizá el nombre de un hombre no importe tanto».