Los lugares del tiempo

Rostros y lugares (2017) de Agnès Varda y JR


Por Rafael Guilhem 

Los lugares del tiempo

Rostros y lugares (2017) de Agnès Varda y JR


Por Rafael Guilhem 

 

TAMAÑO DE LETRA:

(…) esas personas que salen de viaje para ver
con sus propios ojos una ciudad deseada,
imaginándose que en una cosa real se puede
saborear el encanto de lo soñado.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido

Las cosas importantes no suelen estar en las personas sino entre ellas. Aquellos conductos y fibras finas, a menudo intangibles, por donde circula lo inexplicable, nos llevan a inferir que somos más de lo que creemos y comprendemos; que cada uno está vertido en lo demás y sus tiempos. En ese sentido la mirada, como un cine sin cámara, primario, forma parte de estos puentes de vínculos profundos, abandonados a cuestionarse sobre el placer de percibir y encantar la tesitura de lo real.

En Rostros y lugares (Visages villages, 2017), la última película de Agnès Varda —una mujer de 89 años con una jovialidad entrañable—, en colaboración con JR —artista visual que ha utilizado de lienzo ciudades enteras para pegar sus monumentales retratos fotográficos—, se movilizan una serie de redes y vasos comunicantes que agregan realidad al mundo a través de incorporar conexiones antes inexistentes. Entre la sabiduría y el juego, esta pareja de visionarios se aventura a recorrer distintas poblaciones de la provincia francesa, con el afán de relacionarse y conocer a obreros, trabajadoras, un cartero o un granjero mediante las fotografías que les hacen, trascendiendo el simple vistazo y negociando con lo oculto que se asoma en el contacto; las palabras que dejan ecos, los miedos que entierran risas, arrugas, y las muecas revolviendo un poco del viento, como las olas en la marea.

La mirada, en ese sentido, cobra el relieve del tiempo y el trabajo, pero también de la experimentación. No basta con lanzar la vista contra lo que tenemos en frente, es menester darle una dimensión de narración, recuerdo e imaginación para observar lo que se teje entre lo presente y lo evocado. Esta operación aparece en múltiples morfologías de la película: la insistencia de Varda por conocer los ojos de JR que están siempre ocultos tras sus gafas de sol, su visita a la casa de Jean-Luc Godard —un cineasta sin prescripciones— que termina en una cruel travesura de escondidas, o bien, las múltiples preguntas a la gente de pie sobre sus reminiscencias, espacios y actividades, que Varda y JR registran y clasifican con una libertad absoluta. En esos diálogos se asoma un resplandor hondo: las miradas de las personas que formulan palabras parecen encontrarse en otras temporalidades, trayendo al encuentro lo ausente, que es todo ese memorial personal que lucha por compartirse. Es un gesto que aparece tras los ojos, como si la vista se fugara y nos dejara reminiscencias fantasmagóricas y enigmáticas acompañadas de vocablos. Después de recolectar estos relatos, Varda y JR siguen su recorrido a través de fábricas, carreteras y vías de tren, llevando los espacios a la dimensión del tiempo: rostros, lugares y el cine entrecruzados. 

El cine es, cuando se tiene la capacidad, esa mirada que conecta dos partes del mundo para ampliar su filo y horizonte. No solo se apropia de lo que captura, es capaz de transformarlo. También tiene un motivo de permanencia del misterio: una afrenta a la muerte desde la lealtad al tiempo y sus territorios, que no es otra cosa que pensar en tender un puente entre la vida, la memoria y las imágenes que no dejan de preguntarse por lo que está impreso en ellas, hablando de la mezcla entre lo que fueron las cosas, lo que son, y su imprevisible encantamiento. 

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