
Si pudiéramos volver en el tiempo para presenciar acontecimientos históricos muy probablemente no serían como las películas nos los han mostrado. El género denominado «de época» tiene como constante la caracterización idealizada de un tiempo anterior. Se sirve del departamento artístico para, a partir del vestuario y los decorados, hacernos saber de manera inequívoca la temporalidad que en ella habitamos. Si el mundo fue así o no entonces, no tiene gran importancia, lo significativo es establecer parámetros visuales que rijan al espectador y no dejen lugar a la confusión. El cine, en tanto tecnología de captura de imágenes tiene un potencial inherente poco estudiado: genera visualidad, es decir, como acto de visión, su mirada sobre la historia fija una versión definitiva de los hechos en el imaginario colectivo, aunque se trate abiertamente de ficciones, el pasado le debe en gran medida su forma. Las cintas de tipo western o los dramas históricos, por ejemplo, se erigen como principal referencia para construir un mundo predecesor al nuestro. Existe, desde el origen del cinematógrafo, un conflicto ético que descansa en la relación entre las imágenes que produce y la noción de historia que instauran: ¿se le puede arrancar una imagen al pasado?
En Epitafio (2015) Yulene Olaizola y Rubén Imaz se enfrentan de cara a este conflicto. La cinta regresa al año 1519 para contarnos un aspecto ignorado de la conquista española sobre el territorio mexicano. El capitán Diego de Ordaz —personaje histórico reconstruido a partir de fragmentos de cartas y relatos varios—, con ayuda de Gonzalo y Pedro, dos soldados españoles que lo escoltan, escala el Popocatépetl por órdenes de Hernán Cortés, en busca de una ruta alterna que les de acceso a la gran Tenochtitlán. En el camino, la naturaleza, como aliada de los indefensos nativos, pondrá a prueba la resistencia de los invasores, sometiéndolos no solo a pruebas físicas sino también espirituales.
La cinta pone en correcta operación los pocos elementos de los que hace uso. Por un lado, casi la totalidad del filme recae en sus tres personajes principales, quienes fieles a la corona y por encima de todo a la religión cristiana, toman decisiones firmemente marcadas por la búsqueda de la trascendencia, aunque no por orgullo propio sino en honor a su rey. A diferencia de un cine más hegemónico, Epitafio se inclina hacia el retrato menos edulcorado de los siglos anteriores. En su representación del siglo XVI, nada parece puesto como decoración, el tiempo no es estático, sino que pertenece al orden de lo material y de lo vivo. En ese sentido es clara la influencia de la trilogía de los colonizadores de Werner Herzog: Aguirre, la cólera de dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) y Cobra verde (1987), cuyos personajes principales, además, guardan similitudes de carácter con Don Diego de Ordaz; empecinados, obnubilados y sin temor al titán que enfrentarán.
Empero, la referencia recae sobre todo en el uso concreto que hace del paisaje, el otro gran protagonista del filme. Herzog esribió: «Me gusta dirigir paisajes tanto como me gusta dirigir actores o animales» y sus palabras hacen un leve eco en Epitafio, en donde la superficie del volcán es moldeada a partir del manejo lumínico y una tensa exploración sonora. El incesante ascenso de los protagonistas es mostrado por las cada vez más empinadas diagonales que dominan la composición en el encuadre, a la vez que el fantasmal tono blancuzco de la niebla se apropia de la imagen y la estabilidad mental de los personajes se tambalea. El paisaje, elemento generalmente ignorado en el relato histórico tradicional, resulta ser el motivo detrás de los momentos decisivos.
La cinta se aproxima a la historia oculta de nuestro país pero no con intenciones pedagógicas sino para ahondar en la discusión de un suceso del que se habla más bien poco, proponiendo pensarlo también desde el afuera de los discursos oficiales, y acercándose más a las conductas cotidianas que a los momentos de mayor relevancia, enmarcándose en el interés de cierto cine contemporáneo, planteando un diálogo directo, por ejemplo, con el trabajo de Albert Serra en La mort de Lois XIV (2016), y con Jauja (2014) de Lisandro Alonso, o Rey (2016) de Niles Atallah. ¿Cuál es el papel que juegan estas cintas en el conocimiento de nuestra historia? Su aportación más grande, diría, es la exposición de una historiografía no definitiva y abierta a revisiones que planteen una pluralidad de posibilidades.