En defensa de la infancia

Ana y Bruno (2017) de Carlos Carrera


Por Eduardo Cruz 

En defensa de la infancia

Ana y Bruno (2017) de Carlos Carrera


Por Eduardo Cruz 

 

TAMAÑO DE LETRA:

(…) Se debe decir la verdad al niño acerca del tema tanto como sea posible, sin mitigar esta verdad. Hay que reconocer que los niños son personas pequeñas y valientes que se enfrentan cada día a una multitud de problemas, tal como los adultos; que no están preparados para muchas cosas y que la mayoría anhela encontrar un poco de verdad en alguna parte.
Maurice Sendak

Si aceptamos vivir, debemos aceptar también morir.
Wajdi Mouawad, Pacamambo

En su libro más reconocido, Donde viven los monstruos, editado por vez primera en 1963, el escritor e ilustrador norteamericano Maurice Sendak presentó un protagonista mal portado y berrinchudo, quien tras atacar a su madre es castigado a pasar la noche en su habitación sin cenar. En un acto de rebeldía aún más grande, Max, nombre del niño, escapa a pesar de las barreras materiales que las paredes significan, a un imaginario lugar habitado por terribles monstruos en el que él es el rey, solo para descubrir tras días de aparente diversión, que prefiere volver a casa con su madre. A pesar de las duras críticas recibidas en su momento, pues se decía que era un escándalo y poco recomendable para los niños leer a un personaje con tal carácter, el libro sigue publicándose hoy día prácticamente convertido en un clásico de la literatura infantil y juvenil. Hay en Max y en su personalidad algo que motiva y cultiva la autonomía de sus lectores. Sendak no habría estado tan equivocado, su trabajo resulta de importancia incalculable para el público pequeño.

En el cine para niños, sin embargo, permanece cierta resistencia a salirse de los modelos establecidos. Los grandes estudios de animación en occidente (Walt Disney Pictures, Pixar Animation, Warner Bros, Universal Animation, Dreamworks Animation y Blue Sky, por decir algunos) dictan e imponen, en la mayoría de las ocasiones, edulcorar las historias y aumentar el ingrediente cómico para así alcanzar al gran público sin surcar ninguna controversia, rozando los temas importantes solo en la superficie. No obstante cada tanto surge alguna película que persigue esta herencia sendakniana: no hace mucho Coraline y la puerta secreta (Coraline, Henry Selick, 2009), —probablemente por su antecedente literario— ya se desmarcaba ligeramente de sus connacionales al presentar una narrativa sobre el abandono y la violencia doméstica de manera directa. Por su lado, aunque animadas pero con enfoque de lectura no exclusivamente infantil, La tumba de las luciérnagas (Hotaru no haka, 1988) obra cumbre de Isao Tahakata, o la reciente La vida de calabacín (Ma vie de Courgette, 2016) del francés Claude Barras, introducen en la animación cruentos tópicos como la guerra, el suicidio o el abuso sexual, entre otros, cada cual más escabroso que el anterior, pero con un tratamiento narrativo y formal que no se regodea de lo morboso sino que opta por extraer de la oscuridad, su luz, abriendo conversación sobre temas que necesariamente tienen que hablarse a los niños aunque los supuestos guardianes de la moral se resistan a ello.

Hay en Ana y Bruno (2017), primer largometraje animado del mexicano Carlos Carrera, mucho de este espíritu rebelde. Ana, la pequeña protagonista, viaja con su madre a una antigua casona a orillas del mar, sin saber que en realidad están siendo internadas en un hospital psiquiátrico. Suspicaz, pronto comienza a descubrir que las cosas en aquel lugar no son tan «normales»; la aparición de Bruno, un parlanchín duendecillo verde y otros tantos estrambóticos e imaginarios personajes le ayudarán a entender la situación en la que se encuentra. El padecimiento de su madre, poco claro al principio, complicará las circunstancias y motivará a Ana, acompañada de sus nuevos amigos, a regresar al pueblo en el que vivía para pedir ayuda a su desconsolado padre, iniciando una emocionante travesía que enfrentará a la niña a temas como la pérdida, el abandono, la muerte y la resignación, siempre de manera directa, pero no por ello menos sensible.

El viaje de Ana es también un viaje al interior de estos temas, un intento por comprenderlos mejor. La fantasía dentro del filme está siempre vinculada a un aspecto de la realidad; los seres imaginarios, por ejemplo, resultan cada uno la representación de un trastorno psiquiátrico específico, y la solución del conflicto, emocionante y explosiva, es también la resolución de un largo duelo. A pesar de sus carencias en el apartado técnico, en el aspecto formal Ana y Bruno resulta sobresaliente. Hay un momento durante el climax del relato en el que la tensión total recae en un preciso cambio de planos que deriva luego en un absoluto cambio de punto de vista dentro del filme a partir de entonces, de Ana a su madre, que sirve además de catarsis, no solo para la narración, sino también para el espectador. Un cambio de planos que es también un dejar ir.

«Qué es esquizofrénico?» pregunta Ana en algún momento. La pregunta genera inquietud pero la respuesta alivia la tensión. Aunque graciosa, es sincera. Carlos Carrera asume la responsabilidad de enfrentar a su público a temas poco habituales al cine animado de corte infantil y se coloca del lado de los cineastas, escritores, ilustradores, dramaturgos y poetas que ven al niño como un igual, y que le hablan de tú a tú, con sus palabras pero sin engaños. Entre El héroe (1994), su galardonado cortometraje animado, y Ana y Bruno, cambia la técnica de animación y el público al que va dirigido, pero no la postura de su autor; Carrera no baja el nivel de su argumentación solo porque el público sea más pequeño. Así la cinta resulta una solidaria obra en defensa de una infancia que piensa, que pregunta e interpela, pero más importante aún, que entiende. Porque pretender que los niños son seres incapaces de manejar emociones complejas es olvidar que cada uno de nosotros (adultos) fue también niño alguna vez.  

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