El continente menguante


Por Jorge Negrete

El continente menguante


Por Jorge Negrete

 

TAMAÑO DE LETRA:

La infancia bien puede visualizarse como un gran terreno en el que se vive durante un tiempo muy limitado, cada vez más reducido por un voraz mundo adulto que desde distintos lugares mina y consume tan fértil y delicado suelo. En ese sentido, la adultez parece ser un cáncer, más que necesario, inevitable, que nos lleva a cuestionar las diferencias de fondo entre cada una de las etapas del desarrollo humano como han sido estipuladas y tipificadas a lo largo de la historia.

Cuando se habla de infancia lo primero que sale a relucir es la negación de la emoción del niño, que ve limitada su experiencia a alegre obediencia y dócil sumisión, enseñanza que se verá replicada en una generación subsecuente, confrontada con el mundo adulto, la infancia se convierte en un período de nostálgico pesimismo. Tal pesimismo permea la visión de intelectuales y artistas provenientes de diversas disciplinas que construyen esta etapa crucial como una narrativa fatalista que se dirige al más terrible trauma: la adultez.

Paradójicamente parece existir una mayor libertad en el vientre materno que fuera de él, pero la experiencia del mundo implica transformarse y dicho proceso conlleva tiempo. El recurso más importante de la infancia. En su ensayo El continente negro, el pensador francés Jean Baudrillard plantea la desaparición de la infancia como una zona de metamorfosis del ser humano.[1]

La adultez se consagra en la compleja institución de la familia, cuya formación y significado ha mutado en los últimos años pero que mantiene la presencia de los hijos como un componente esencial. La psicoanalista Françoise Dolto en su abrumador libro La causa de los niños menciona que esta es una de las primeras relaciones de poder que experimentan los niños quienes son depositarios, junto a las mujeres y las minorías, de las proyecciones que el mundo «adulto» (léase como masculino) hace de lo que rechazan, lo que no hallan dentro de sí, sueños defraudados, fantasías y malestar.[2]

Se libra así una cruenta batalla por la colonización del vasto y fértil terreno de la niñez, en la que el mundo adulto usa un mecanismo principal para conquistar sus emociones y pensamiento: la anulación del afecto a través del orden y el control. En la historia del cine se ha replicado este discurso en el que el Niño es tributario de toda una herencia cultural y mitológica que ve en dicha etapa una libertad amenazadora que debe ser aplacada con el aplastante peso de todos los mecanismos de poder, tal como es representado en la poética anarquía de Cero en conducta (Zeró de conduite, 1934) del genial cineasta francés Jean Vigo.

La infancia es un período de asombrosa resiliencia, lo suficientemente fuerte para exponer la vulnerabilidad del mundo adulto y cuyas emociones, de acuerdo a Melanie Klein, son de una naturaleza extremadamente poderosa necesarias para poder soportar el alto grado de sufrimiento al que se ven sometidos. Basta con recordar al pequeño joven soviético Florya (ALeksey Kravchenko) de la brutal Ven y mira (Idi i Smotri, 1985) de Elem Klimov en la que la cantidad de lágrimas vertidas por los horrores de la Segunda Guerra Mundial le ha dado una inusitada dureza a lo que antes era una tersa piel. El horror aniquila la emoción y la transforma en un instrumento de los mecanismos de poder del hombre. Abandonar la niñez implica entonces, dejar de ser una amenaza.

En un breve análisis de Los 400 golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959), Dolto decía que para el adulto es un auténtico escándalo que el ser humano en estado de infancia sea su igual,[3] por lo que lo inhabilita privándolo de lo más que lo nutre: el afecto. Un niño privado de afecto es un niño sin poder, ahogado en una silente melancolía y una núbil rabia, como la de la pequeña Ana, protagonista de Cría cuervos (Carlos Saura, 1975), que después de la muerte de sus padres debe sortear un mundo que no entiende y peor aún, que no la quiere. «Quiero que te mueras», le espeta Ana a su tía apuntándole con una pistola mientras esta última está en los brazos de un militar franquista.

El duelo de poder, injerto en la película de Saura en la sombra del más férreo franquismo, pone a la niña como un adversario incómodo, uno cuyas emociones confrontan el régimen adulto con su profunda deficiencia para manejarlo, convirtiendo la intransigencia en la única arista visible de la disciplina. Quizá uno de los ejemplos más representativos de dicha intransigencia caiga en la figura del padrastro de los hermanos Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1984), un duro obispo que pregona orgullosamente la «dureza del amor», sometiendo particularmente al joven Alexander mediante brutales castigos y la anulación de su imaginación sustituida por una fe incuestionable, no en Dios, sino en sus representantes.

Alexander se refugia en un mundo de cálidos dioramas, vívidas ensoñaciones y audaces ficciones cuya función es construir un universo paralelo en el que el poder del adulto se ve absorto por el armonioso caos de la imaginación nutrida por los elementos que configuran su realidad y que adquieren un orden completamente nuevo en estas poderosas islas de fantasía, como la que resplandece en el serial Manoel en la isla de las maravillas (Manoel dans l’île des merveilles, Raúl Ruiz, 1981) con su parafernalia carrolliana, elementos jungianos y un principio básico: la única creatura extraña e insólita en esta realidad es el adulto.

La fantasía no es entendida como un escape, lo que implicaría poner al niño en una posición de cobardía, sino como una visión del mundo, una forma radical de estructurar la realidad que nivela las condiciones de una lógica adulta que impone al niño el orden y la sumisión. Como veíamos en Fanny y Alexander, uno de los mecanismos preferidos es el de la educación religiosa y quizá en pocas películas se ha cuestionado con una perversidad tan lúdica como la de la negrísima Ne nous delivrez pas du mal (Joël Seria, 1974) que pone la amistad de dos amigas y su pacto con el pecado y Satán al centro de su relación.

Anna y Lore, protagonistas de la película inician un provocativo juego en el que su rebeldía y burla a la autoridad eclesiástica se consuma hasta llegar a un final, digamos, incendiario, cuyo júbilo es producto de perturbar el mundo adulto a través de ganar la batalla de lo lúdico, quizá una victoria pírrica ante el poder de la autoridad, sin embargo, la película de Seria plantea también el acercamiento de ambos mundos desde otra faceta: el acercamiento erótico o romántico.

La imposibilidad de convertirse en amantes, explorada en películas como Sibila (Les dimanches de Ville d’Avray, Serge Bourguignon, 1962) y El nido (Jaime de Armiñan, 1980), expone el tabú inherente a la diada niño-adulto cuando existe el consenso, argumentando el abuso del adulto y denunciando su ventaja, convirtiéndolo en un paria y criminal. Las historias de Sibila y El nido presentan relaciones cuyos vínculos rebasan la fantasía nabokoviana y que exponen la imposibilidad de una paridad entre niños y adultos en el plano afectivo, penalizando con rigor tan impensable falta.

El único lugar donde parece existir una apacible armonía en estas relaciones es en el plano de la atemporalidad, en el que la jerarquía del tiempo se disuelve en juegos y ocio, un terreno dominado particularmente por el cine asiático. He nacido, pero… (Otona no miru ehon, Yasujirô Ozu, 1932), Buenos días (Ohayo, Yasujirô Ozu, 1958) y Un verano en casa del abuelo (Dong dong de jia qui, Hou Hsiao-Hsien, 1984) son ejemplos representativos de una relación horizontal entre niños y adultos, en los que el orden se reemplaza con la sabiduría del respeto y la convivencia entre niños es retratada sin condescendencia ni sesgo. El lenguaje lúdico del niño se entiende con el del adulto, creando pequeños espacios que se resisten a perecer sofocados.

La infancia representa así la primera forma de resistencia, territorio virgen sometido a la lucha de la crueldad adulta, atormentada esta a su vez por los fantasmas de su propia niñez. El adulto se convierte en un emisario del tiempo, el que de acuerdo a Baudrillard devora la infancia y la pone irremediablemente en una posición trágica, condenada a una acelerada obsolescencia y latente en el silencio de Mouchette (Robert Bresson, 1967), la dureza del semblante de Cebe en Caído del cielo (Out of the Blue, Dennis Hopper, 1980) o la inquebrantable resiliencia de Billy (Kes, Ken Loach, 1969).

El Niño y su territorio, su continente, se convierten en fetiches de guerra, «genealogías de lo vivo» les llama Baudrillard, así como agentes potencialmente desequilibradores del status quo con su desinterés por los valores del mundo adulto: el trabajo, el orden y la estructura institucional. Pero la batalla por ese continente es ilusoria y aunque la aceleración del tiempo mengue su tamaño, la infancia permanecerá como un área etérea, eterna e inconquistable, en la que es más poderoso un juguete que cualquier arma. 


NOTAS:
[1] Jean Baudrillard, La pantalla total, Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, pp. 119-123.
[2] Françoise Dolto, La causa de los niños, Barcelona, Paidós, 1996.
[3] Ídem.