Sitio de aquellos cuentos infantiles
eres la tierra entera
A todas partes
vamos a no volver
Estamos por vez última
en dondequiera.
José Emilio Pacheco
Un niño iraní regresa a casa. Al atravesar por un callejón, un perro bravucón lo asusta e impide su paso. Aterrado, el niño retrocede y espera aliados que le protejan para cruzar, pero nada sucede: un hombre y sus burros pasan velozmente y entran en la calle de al lado, otro cruza el callejón en bicicleta. De pronto, todo se le ilumina: un viejo va a tomar el mismo sendero que él. Feliz, el chico camina a sus espaldas utilizándolo como escudo. Sin embargo, el viejo se desvía en el momento crucial y le deja a solo unos metros del perro. Sin más opciones, el niño se pega al paredón del lado opuesto de la acera e intenta continuar su camino sigilosamente, pero el perro se levanta gruñendo. Como último recurso, el niño le arroja un pedazo de pan y cuando ve que el alimento ha tranquilizado a la bestia, continúa su camino. Así, al paso de la música que se reanuda y del perro que le sigue pero ya sin asustarle, el chico entra por fin a su casa y abandona al que ahora será guardián de otra calle y ahuyentador de otro niño.
Algo sucede entre el colectivo de su filmografía y la obsesión de Abbas Kiarostami por filmar el desplazamiento terrestre. En una entrevista de 1997 en Cannes, el iraní recuerda una frase: que todo cineasta solo hace una película en su vida pero nos la entrega por fragmentos.[1] El mismo axioma funciona para la tierra: todo terreno, aunque siempre será parte de otro más grande, nacerá de las fronteras. Dice Serge Daney: «el caminante es aquel que acepta que el espectáculo ya comenzó».[2] En Kiarostami existe una noción de que todo ya está ahí antes de que lo veamos o lo escuchemos: sus caminos nos lo muestran poco a poco. Así, un día se nos revela que los caminos que comienzan en El pan y la calle (Nan va Koutcheh, 1970) y se pierden divididos en el horizonte también forman parte de él. Los caminos sobreviven o se reinventan, lo que muere y renace a cada paso es la mirada que los recorre. Y la vida continúa…
Durante veinte años, etapa que corresponde a su labor dentro del Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes Adultos, las películas de Kiarostami tuvieron como tema central la niñez. En este periodo, los niños se nos presentan como la otredad filmada: viaje a través del cual la mirada de Kiarostami adquiere una calidad lúdica. En La experiencia (Tadjrebeh, 1973), Mamad es un preadolescente huérfano que trabaja en un estudio fotográfico. Día con día, vemos su ir y venir por un mundo adulto cruel al que todavía no pertenece. En una ocasión tiene la impresión de que una chica le sonríe y eso le basta para soñar: entonces transitar por la ciudad, ir al cine y fumar un cigarro le representan por un momento el mayor placer en la vida. Solo en el último plano de la película, cuando la diferencia de clases se imponga ante su amor, Mamad enfrentará la materialización de una desilusión que le cercaba como entre muros invisibles cuando cesaba el ruido de los automóviles y nos quedábamos ante un silencio semiabsoluto como el de El pan y la calle y de varios filmes futuros; cuando conducía una motocicleta en círculos como El Ciclista (Bicycleran, 1987) de Mohsen Makhmalbaf; cuando dos cerillos que usaba como velas se apagaban en la noche junto con su rostro; y cuando se da una brusca media vuelta después de perseguir el camión escolar en que viajaba su amor platónico. Ya en los finales de El pan y la calle y de El Recreo (Zang-e Tafrih, 1972) se recuperaba algo de la poética de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959): en una porque termina con un cuadro congelado y en otra porque Dara, el pequeño que huye a las afueras de la ciudad, parece no avanzar por un instante mientras lo vemos alejarse en la distancia. La ilusión rota y el crecer son terrenos de la niñez a los que Kiarostami les consagra una verdad fílmica. En estas primeras películas casi nunca se muestra un fluir continuo del tiempo, como si se pasara del día a la noche y viceversa en un segundo: sin atardecer, sin amanecer. Incluso cuando en los planos finales de El Viajero (Mossafer, 1974) sí nos encontramos en el atardecer, es porque Qassem se ha quedado dormido en un parque y el juego de futbol que planeaba ver (y que nosotros solo escuchamos) pasó tan fugaz como parecieron largas sus pesadillas. La frontera entre el sonido y la imagen que en esta ocasión crea un tiempo suspendido existe a lo largo de todo Kiarostami, siendo sus alcances muy diferentes. Por lo pronto podemos decir que, en la mayoría de las películas de esta etapa, su constante es describir un ambiente de soledad e incomunicación de los niños respecto del mundo en el que viven.
Kiarostami dijo que después de su etapa en el instituto educativo permanecieron y trascendieron en él una mirada y una filosofía propias de la niñez. Sus películas a partir de los noventa siguen siendo sobre la infancia porque desde ahí se sigue mirando el mundo. En A través de los olivos (Zir-e Derakhtan-e Zeytun, 1994), Hossein es un joven que actúa en una de las escenas de la película anterior de la llamada Trilogía de Koker: Y la vida continúa… (Va Zendengi Edameh Darad, 1992). Se ha enamorado de Tahereh, quien actúa en la misma escena que él y cuya familia a excepción de su abuela murió en el terremoto del año anterior. Por momentos, la película es un espejo de La Experiencia: una mirada de Tahereh despierta el amor en Hossein, pero este no tiene casa y es iletrado, razón por la que la abuela de Tahereh prohíbe el matrimonio. La filmación se interrumpe: Tahereh se niega a dirigir sus diálogos a Hossein y la escena no sale. De regreso a la grabación el día siguiente, Hossein (que ya le explicó todo) dialoga con Mohammada, el director de la película: este último le ha sugerido que se fije en una campesina de su clase en lugar de Tahereh. Hossein le responde que las cosas solo funcionarían si los ricos se casaran con los pobres y no con sus iguales (si dos personas ricas se juntan y tienen dos casas, argumenta, no van a tener la cabeza en una y los pies en la otra). Su filosofía no corresponde a su mundo porque mira desde un lugar mucho más simple. Cuando intentan regrabar la escena, tanto su terquedad como el silencio absoluto de Tahereh recuerdan a los de los niños de las primeras películas de Kiarostami. Hossein seguirá insistiendo hasta el final. En el último plano, perseguirá a Tahereh incansablemente y, como si los olivos separaran un mundo clandestino al que no podemos entrar, sin que escuchemos qué se dicen, se detendrán un instante y luego Hossein desandará su recorrido a toda velocidad.
El juego entre la realidad y el sueño, entre la ficción y el documental, es una de las maneras más emblemáticas en las que la mirada de Kiarostami trasciende para poder tener un acercamiento a nuevas otredades. Si al principio son los niños quienes aparecen como el Otro filmado, algo que se explica por la edad, Primer plano (Namay-e Nazdik, 1990) renueva esa intuición para mostrarnos que el poder de la representación es una realidad que va mucho más allá. Kiarostami parte de hechos reales: Sabzian, un obrero aspirante a cineasta, roba la identidad del director Mohsen Makhmalbaf para cumplir su deseo de filmar una película, pero es descubierto por sus actores y sometido a juicio por estafa. Kiarostami lo visita en prisión y Sabzian le pide que haga una película sobre su sufrimiento y que dé un mensaje a Makhmalbaf: «dígale que El Ciclista, en parte, soy yo». En aquella película, Nasim, un hombre pobre, conduce una bicicleta en círculos sin parar durante una semana para ganar una apuesta y pagar los tratamientos médicos de su esposa agonizante. La semejanza simbólica entre este filme y la escena que mencionamos de La Experiencia en la que Mamad conduce una motocicleta es innegable: la circunferencia que ambos describen es también la que, como a Sabzian, los aprisiona en vida.
Los planteamientos estéticos de Kiarostami siempre giraron alrededor de cuestionamientos sobre la representación: ¿cómo representar la niñez?, ¿cómo representar un pueblo? ¿cómo representar la muerte?, ¿cómo representar el sufrimiento de Sabzian? Según André Bazin, «todas las maquetas de estudio constituyen una proeza de trucaje y de imitación. ¿Y para qué? Para imitar lo inimitable, para reconstruir lo que por esencia no tiene lugar más que una vez: el riesgo, la aventura, la muerte».[3] Si la sentencia es ineludible, incluso para películas al margen de los estudios, el cine de Kiarostami encuentra caminos para al menos cuestionarla. En Primer plano, el sufrimiento de Sabzian solo puede ser representado mediante sí mismo: los actores de la película son los mismos de los hechos reales; en El viento nos llevará (Baad Mara Khahad Bord, 1999), la muerte habita en la frontera que existe entre la mujer de cien años que nunca vemos y el hueso de un hombre que se encuentra a las afuera del pueblo y que un río se lleva en el plano final; en ABC África (2001), que constituye un momentáneo retorno de Kiarostami a los niños (aunque en un plano de adversidad mucho más terrenal), el pueblo de Kampala se conjuga en una serie de aislamientos de distintos elementos sonoros tanto de entre ellos como de la imagen visual; por último (podríamos citar eternamente), haremos notar que el iraní menciona que al filmar le hubiera parecido deshonesto representar los conceptos de familia y matrimonio desde los lugares comunes: una «familia» que no existe en realidad ni para él ni para quienes la integran imaginariamente es algo infilmable, razón por la cual el grueso de sus películas suceden en travesías exteriores.
Se sabe que la llamada Trilogía de Koker no fue bautizada como tal por Kiarostami. Sin embargo, al pensar en esta agrupación algo resulta muy valioso: las tres películas que la componen (¿Dónde está la casa de mi amigo? [Jane-ye dust koyast, 1987], Y la vida continúa… y A través de los olivos) forman una especie de ciudad fantasma en torno a Koker. Las fronteras que existen entre ellas, más allá de ser cronológicas, parecen intersticios entre niveles de imaginación: juego de representaciones que se extenderá al infinito (en el final de A través de los olivos tal parece ser la intuición) y en el que se plantea que las indiscernibilidades de ficción/realidad del cine son también las que para Kiarostami están entre la vida y el sueño. Para una mirada infantil, la experiencia también es aquello que se desea, que se imagina. Un mismo territorio nos regala ciudades, tiempos e historias distintas. Cinco (Panj, 2003) delira a partir de esta idea. El agua se nos presenta aquí como el territorio por el que acontecen micro tiempos distintos: una rama que es arrastrada por las olas, un muelle donde paseantes caminan, una playa donde está una camada de perros, otra donde migran de un lado a otro filas de patos y un estanque donde cantan las ranas y se refleja la luna. Los cinco planos, que Kiarostami dedica a Yasujirō Ozu, y que recuerdan sus emblemáticos planos-almohada, encarnan un fluir del tiempo que brota de una eternidad: la de los mares; porque si en las fronteras surge el cine de Kiarostami, también ahí, entre ayer y hoy, renace nuestra mirada.