El amor es un acontecimiento. Más allá del concepto o la emoción, es una fuerza potente que atraviesa los cuerpos, cambiando irrevocablemente la forma de estar en el mundo de aquellos a quienes afecta. Al menos eso parece decir el brasileño Gabe Klinger en su primer largometraje de ficción Porto (2016), en el que esta cualidad primigenia del amor se erige como único motivo para contar historias.
Jake Kleeman es un joven norteamericano de pocas ambiciones y gustos sencillos, por su lado, Mati Vargnier es una mujer francesa de objetivos claros. Por razones disímiles ambos viven y se conocen en Porto, ciudad de enorme importancia para la cultura portuguesa y que sirve de espacio para el intercambio entre el pequeño país y el resto del mundo. Entre sus calles empedradas y bares nocturnos Jake y Mati conocerán el amor por primera y, probablemente, última vez.
Dividida en tres capítulos («Jake», «Mati», «Jake y Mati»), en los que se nos presentan los mismos acontecimientos desde perspectivas distintas y que se modifican cada tanto dependiendo de la información suministrada antes o después, el filme hace uso del accidente, la coincidencia y la repetición como parte no solo de la narrativa sino también y de manera crucial, de su propuesta formal; el montaje y la combinación de formatos y texturas de la imagen juegan con el ritmo de un recuerdo revisitado mil y un veces. De alguna manera la cinta comprime todos los futuros posibles pero nunca ocurridos en el constante escrutinio de una misma noche. Al final del tercer acto, todas las nociones obtenidas en los primeros dos se habrán modificado. El director insiste en la fragmentación nostálgica de un día, de una relación y de una vida, y es la dosificación justa de la información el recurso que embelesa, el que da sentido al filme. Como si la improbable trilogía de Richard Linklater, Before Sunrise (1995) Before Sunset (2004) y Before Midnight (2013), estuviera contenida en una sola noche, Porto construye una relación para toda la vida, con sus acuerdos y desavenencias, con todo lo bueno y malo, pero sin permitir a sus protagonistas la opción de trascender el instante. «¿Crees que esto nos destruya?», pregunta Jake en un lapso de lucidez en medio de la vorágine, adelantándose en el tiempo, un tiempo que se convertirá en evocación, sin una duración exacta ni un territorio específico.
Hay un momento preciso que condensa la propuesta del filme: recién se conocen Jake acompaña a Mati a su automóvil para ayudarle a transportar algunas cajas. Lo que se crea entre ellos a través del corto pero sustancial plano secuencia que sucede a continuación es un vínculo, una suerte de contrato. La cámara no sigue a Jake cargando una caja por la calle, lo que hace es ser testigo del nacimiento de ese algo. En la forma en la que la cámara danza en torno a ellos y en la manera en la que los cuerpos se relacionan sin tocarse o en la que se miran a hurtadillas, nace una fuerza transformadora: «No es algo que estemos haciendo, es algo que nos está pasando», se trata de la recreación del acontecimiento imposible. Como en la potente Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1975) del gran Andrzej Zulawski, una referencia cercana en la idea, y heredera también de la desfachatez formal de Chico conoce chica (Boy meets girl, 1984) de Leos Carax, Klinger sentencia a sus personajes al desconsuelo.
Al final, Jake jamás podrá recuperarse de lo ocurrido aquella noche y Mati no volverá a encontrarse satisfecha. El amor, potencia efímera que de tan insoportable se auto elimina y agota, los habrá destruido. La sutil dosificación, recurso principal de la cinta, parece también el secreto para trascender la fuerza destructora del mismo.