Cuando se escribe sobre una obra artística es común agregar las referencias a las que se le debe algún tipo de tributo o relación intertextual. Sucedió con Cien años de soledad de García Márquez. En su momento ligada a la influencia de Faulkner, Cervantes, Rebelais, Carpentier y hasta con la mismísima Biblia. Esa obra daba cuenta de las decisiones que tomaron algunos escritores a mitad del siglo XX para seleccionar e inventar a través de métodos extranjeros un mundo estético propio. Su obra coronaba el trabajo de muchos hombres y enaltecía, más que solo a un ámbito literario, un momento cultural pleno en América Latina para exponer al territorio latino como una fuente nutricia de imaginarios y símbolos.
Pájaros de verano (Cristina Gallego y Ciro Guerra, 2018) tiene un efecto similar a la novela de García Márquez. Cristina Gallego y Ciro Guerra retoman los códigos de las películas de gánsters, hacen uso de la tragedia griega y los elementos de predestinación, la narración coral y un supuesto realismo mágico cercano a la obra del también colombiano García Márquez. Todas estas referencias exploran el tono amoroso y mafioso para hablar de la época de Bonanza Marimbera en la región Guajira de Colombia entre 1960 y 1981. Entre esos años se publica Cien años de soledad (1967) y se exhibe la película El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972), otro par de referencias que construyen el tono de algunos personajes y las posibilidades de asumir un pasado del que surgen valores que permiten su crítica.
Pájaros de verano no se deja nutrir de referencias externas sin decidir qué elementos propios transformar a su conveniencia. He ahí su brillo particular. Una historia de transformaciones que permean los planos sociales a gran escala, microcosmos que están por desaparecer y las reacciones de una familia wayúu frente al poder del extranjero: características de un esfuerzo en la producción que no podría existir sin el éxito de El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2016). Hace diez años la idea resultaba ambiciosa; Cristina Gallego dice que en su imaginación la película tenía un parecido a las películas clásicas de gánsters norteamericanas y le resultaba imposible costearla. Continuidad es transformación. El trabajo de ambos directores los lleva a una complicidad creativa de 17 a 18 años juntos, consecuencia de que en este largometraje la idea y dirección sea llevada por Cristina Gallego a un lado del nombre de su exesposo. De una primera salida con 80 copias en Colombia, las mismas que tuvo El abrazo de la serpiente ya con un éxito importante, la película nace con vocación de llegar a un público amplio
Una película de dirección conjunta potencializa una óptica femenina dentro y fuera de la pantalla. La dirección de Cristina Gallego y la presencia de Carmiña Martínez en el papel de Úrsula Pushaina le dan una fuerza al largometraje que enmarca los valores visuales y tradicionales de los wayúu. Vestimentas, escenarios, idioma, tradiciones, ritos y colores. Estos últimos retratados por el cinefotógrafo David Gallego, quien ganó reconocimiento por su labor en El abrazo de la serpiente. Cristina Gallego comenta que la película no es la historia de una familia, sino una representación de varias historias que aún buscan contarse y de preguntas aún por hacer.
Dividida en cinco cantos: Hierba salvaje, 1960; Las tumbas, 1971; La bonanza, 1979; La guerra, 1980; y El limbo, 1981. Las formas delimitadas de la historia entran en contacto con un número infinito de signos que llevan a la película de un matiz espiritual a una reapropiación del cine clásico de Hollywood con un sabor latinoamericano.
La forma como se incorpora toda la magia y la mística de la cultura wayúu reconsidera la historia audiovisual acerca de la llegada del narcotráfico a Colombia y desprende los prejuicios sobre el puente entre las tradiciones míticas y la ruptura de familias por la ambición de modernidad.
Del papel etnográfico a uno de violencia y narcotráfico, la narrativa coral supone que no es fácil identificar a los protagonistas. Sin embargo, al menos dos figuras son prominentes: Carmiña Martínez, actriz guajira que interpreta a Úrsula Pushaina; y basado en la vida de José Vicente Cotes, el palabrero que sirve de enlace para llevar los mensajes y lograr el bienestar entre comunidades. Dos figuras potentes que despliegan la investigación de los directores colombianos y muestran un trasfondo cultural del que es injusto no escribir más.
La película es parte de varios procesos de aprendizaje, de conocimiento del otro. Pájaros de verano jamás llegará a la vorágine mediática ni a tantas hipérboles públicas como las de Roma (Alfonoso Cuarón, 2018), pese a eso, ambas películas muestran cuánto de los mitos modernos ahora también son audiovisuales. Baladí o no, a estas películas les toca compartir exhibición y un tiempo en Latinoamérica que expone una geopolítica estética de amplio espectro. «Todo acto de creación es necesariamente una pregunta», decía Jean-Luc Godard. ¿Cómo se puede dirigir una película en un idioma que no se conoce? ¿de qué manera acercarse a las diferencias, cómo lograr una comunicación frente a una cosmovisión que no es la nuestra?