Revelaciones de la Tierra

Nomadismo y trance ensoñador en el cine de Werner Herzog


Dic 24, 2018

TAMAÑO DE LETRA:

Largos, largos peregrinajes, grandes caminatas… abandonar el propio territorio, salir de casa, de la ciudad, salir de uno mismo, sin dirección precisa, road to nowhere, pisar nuevos parajes, salir de nuevo, conquistar lo inútil; como cuando abandonó su natal Sachrang, rumbo al oeste, para intentar bordear a pie toda la frontera alemana; o como cuando salió de Munich hasta el departamento de su moribunda amiga Lotte «caminando contra su muerte»; o también cuando manejó por todo el Sahara filmando espejismos, viaje que, aunque fue en auto, «tuvo el espíritu de un viaje a pie»; o en aquellas ocasiones que se perdió en el corazón del amazonas junto con Klaus Kinsky conociendo la ira de Dios o volando un barco de vapor por una montaña; o también cuando decidió dirigirse hasta el fin del mundo, hasta la misma Antártida, para encontrarse con toda una manada de «soñadores profesionales», y la lista podría seguir… Herzog no sólo es un soñador por profesión, sino ante todo un nómada, un caminante. De hecho, el nomadismo es su particular método de ejercer la «ensoñación». Se sabe que Herzog difícilmente logra tener sueños mientras duerme, para entrar en el trance de la ensoñación, para llenarse de visiones, necesita de caminatas o filmaciones (otra especie de caminatas).

Cuando uno viaja a pie, la intensidad del viaje es otra. Viajar a pie no tiene nada que ver con el ejercicio físico. Antes hablé de soñar despierto y de que yo no sueño por las noches. Sin embargo, mientras camino ingreso al mundo de los sueños, floto entre fantasías (…) Nunca miro dónde piso, pero jamás pierdo la dirección.[1]

No es sólo por la reluciente presencia —en vida y obra— de largos peregrinajes que podemos pensar el cine de Herzog como un cine auténticamente nómada; sino ante todo porque en ellos nos arrastra a otra clase de peregrinajes que ya no serían desplazamientos sobre una extensión, sino vibraciones y estallidos en intensión. Nomadismo cinematográfico no por las cantidades extensivas recorridas sino por sus cualidades intensivas experimentadas. Herzog entiende la experiencia cinematográfica como un nomadismo in situ, como el trance que nos conduce a la revelación de una «verdad extática» (que nos lleva fuera), aunque no hayamos abandonado nuestras butacas. Nuestra sensibilidad e imaginación abandonan los territorios de la experiencia convencional y se abisman en lo que en el Manifiesto de Minesota Herzog describe como «estratos más profundos de verdad».[2]

Pero, ¿de qué verdad se está hablando? Se trata —al menos en las películas de las que hablaremos— de la verdad de la Tierra, de esa verdad que atraviesa hasta los más profundos estratos y que incluso está más allá de cualquiera de ellos (al menos eso es lo que este escrito intentará mostrar). Recordemos las tomas de Fata Morgana (1971) que con insistencia nos muestran cerros cortados verticalmente dejando a la vista sus estratos, largos travellings del desierto y de huesos de animales que emergen o se hunden en la arena; los restos homínidos casi originarios que se hallaron raspando la tierra del desierto etiope y las largas y embriagantes tomas del magma en ebullición en los cráteres de los volcanes de Dentro del volcán (Into the inferno, 2016); las alucinantes secuencias de vida casi elemental en las profundidades del mar antártico en Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007); o, por último, las vibrantes visiones en las profundidades de las cuevas de La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010). Sabiduría elemental de un nómada: El trance es siempre un tránsito, y como se transita a pie, hay que asegurarse de tener los pies en la tierra. La tierra sólo se revela a quienes están en tránsito.

Frente a la naturaleza hostil e indiferente


Hay una escena de Grizzly man (2005) de la que me gustaría hablar. Vemos como Timothy Treadwell se filma a sí mismo, al aire libre, en el campo, dejando su cámara en un trípode. La toma comienza siendo una declaración en torno a la importancia de cuidar los bosques y sus «amigables» osos grizzly, poco a poco, Timothy va perdiendo el temperamento y acaba lanzando una violenta diatriba contra la humanidad de la que él mismo intenta huir refugiándose en el parque nacional de Katmai, Alaska. Después, Timothy sale a buscar algo sin preocuparse de cortar la toma. Sólo queda el paisaje de fondo. La voz en off de Herzog nos señala que allí, en donde no hay nada aparentemente, él ve la imperturbable indiferencia de la naturaleza frente a cualquier asunto humano. La violenta muerte de Timothy a garras y dientes de un oso ya no tan amigable constituye una cruda confirmación de ello.

Valdría la pena leer el punto número diez del manifiesto de Minesota: «La luna es sosa. La Madre Naturaleza no llama, no te habla (…). Y no se te ocurra escuchar la canción de la vida». Herzog insiste siempre en la monumental indiferencia de la naturaleza, y no sólo en eso, sino también en su violenta hostilidad. En el siguiente punto leemos:

La vida en los océanos debe ser el infierno mismo. Un vasto infierno inmisericorde de permanente e inmediato peligro. Infierno a tal extremo que durante la evolución algunas especies –incluida la humana– reptaron y huyeron hacia pequeños continentes de tierra firme donde las Lecciones de Oscuridad continúan.[3]

La Tierra nunca nos habla ni nos canta y en todo caso, si lo hace, seríamos a los últimos a los que se dirigiría. La violencia de la Tierra hace que sea un milagro el que nosotros podamos habitarla y, de cualquier forma, nada garantiza que sea por mucho tiempo más. Esa sería quizá una de las principales Lecciones de oscuridad: Nosotros nada valemos y nada somos frente a la tierra, y si podemos habitar aquí es porque ella, por algún milagroso azar, ha dispuesto las condiciones que, en el mejor de los casos, hemos sabido aprovechar y agradecer. En Dentro del volcán, mientras que en las imágenes vemos, a cámara lenta, las formas que el magma encuentra en su ebullición, su roja vivacidad, su espeso flujo dando saltos; nos habla en off, solemnemente, con inflexiones casi proféticas, la voz de Herzog. Escuchamos/vemos una profunda verdad: el mundo humano y animal existen sobre la tierra gracias a que estos volcanes pusieron las condiciones necesarias para ello hace miles de años; debajo de nosotros está ardiendo este fuego que quiere salir, su fuerza es monumentalmente indiferente a la insignificancia de nuestra especie, del mismo modo que nos regaló las condiciones necesarias para vivir, nos las podría arrebatar violentamente, sin el menor reparo de nuestra estancia allí. El complemento perfecto sería aquella apocalíptica secuencia en la que mientras vemos la isla de Heimay en Islandia siendo reducida a escombros, piedra y cenizas por la erupción de su volcán; paralelamente, Herzog lee la profética visión de una roja y volcánica Apocalipsis proveniente del más antiguo texto escrito que se ha hallado en ese país.

Existe una especie de paradoja: por un lado, Herzog no deja de insistir en que la Tierra no sólo es indiferente sino hostil, que no es nuestra amiga y que jamás cantaría a nuestros oídos; y por el otro lado, gran parte de su obra no es sino producto del irrefrenable deseo de llegar hasta los estratos más profundos de su verdad, para hacerla emerger de sus entrañas como magma estallando de un volcán. ¿Cómo es que esto puede conciliarse? A mi modo de ver, a partir de un ethos trágico que se asume frente a la naturaleza, compuesto de dos cualidades fundamentales: la primera sería el coraje de asumir la frágil y diminuta posición que ocupamos en la Tierra para desde ella salir a su encuentro, descender en sus abismos; y la segunda, la imaginación, lo único que nos permite regresar de las profundidades con algo que mostrar.[4]

Detengámonos por ahora sólo en el primer carácter (el coraje de asumir nuestra fragilidad frente a la Tierra). Pienso inmediatamente en la pareja de vulcanólogos franceses de Dentro del volcán, verdaderos amantes de los volcanes, que están en perpetuo estado de estupefacción y embeleso por sus erupciones, y que, poseídos por una suerte de trágica manía, se acercan tanto como pueden a estos demenciales torrentes de magma, titánicas serpientes ígneas que arrasan con todo a su paso, y que si se dejan contemplar, es por que su majestuosa marcha infernal es indiferente a los dos pequeños espectadores que la filman. En esas frenéticas tomas, dignas de la invención de pintores como Friedrich o Turner, los vemos caminando a su lado, extáticos, dominados por el vértigo abismal frente aquello que nos llama por su belleza pero a la vez no podríamos acercarnos sin arriesgarnos al aniquilamiento. Y no pudo ser de otro modo. Ambos murieron tragados por una de estas erupciones.

Epifanías del nomadismo: Fata Morgana


Imposible no dedicar aquí un apartado a Fata Morgana. Esta película, quizá como ninguna otra, nos conduce al trance febril, al estado de ensoñación visionario causado por el nomadismo. Herzog cuenta que junto con su equipo tuvieron que aplanar kilómetros de desierto para que su camioneta pudiera transitar sin mucha turbulencia por largas extensiones, todo con la obsesiva finalidad de lograr largos travellings ininterrumpidos que consiguieran moverse con el ritmo del paisaje, con la sinuosa sensualidad de los bancos de arena del Sahara. Y en verdad ocurre así, casi toda la película transcurre en esos inmensos travellings, de izquierda a derecha durante minutos y minutos. Uno tiene la sensación de haber viajado horas por carretera sin haber despegado la mirada de la ventanilla y de pronto, como si fuéramos cediendo al sopor, comenzáramos a dormitar, y sin notarlo, las imágenes que tenemos frente, los paisajes, comenzaran a poblarse con otras imágenes, más enigmáticas, producidas por el sueño. El cruce de ambas produce espejismos (eso designa el nombre Fata morgana), dislocaciones de la representación y la visión. Como nos muestran Deleuze-Guattari en sus modelos de producción de espacios lisos y estriados (y recordemos que junto el mar y la estepa, el desierto sería el emblema del espacio liso), la visión deja de ser estriada, óptica (imagen alejada, representación, alguien mira y algo es mirado: antropomorfismo de lo mirado, del paisaje) para devenir lisa, háptica (próxima, y más aún, inmersiva, ya no hay quien mire el paisaje, o en todo caso, el paisaje mismo es quien mira en esa visión: geomorfismo de «quien» mira). En el camino la Tierra se revela en espejismos. El trance es siempre un tránsito.

Y de hecho esta película surgió como una suerte de revelación. Herzog confiesa que se dirigió al Sahara con intenciones de filmar una película de ciencia ficción pero

descarté la idea desde el primer día de rodaje. Los espejismos que me habían cautivado y los rasgos visionarios del paisaje desértico eran mucho más poderosos que ninguna idea que yo hubiera tenido previamente para la película. Así que deseché la historia, abrí bien los ojos y las orejas, y me limité a filmar los espejismos del desierto. No hice preguntas, simplemente dejé que ocurriera. Mis reacciones ante lo que veía a mi alrededor eran semejantes a las de un bebé de 18 meses que explora el mundo por primera vez. Era como despertar de una noche de borrachera y experimentar un instante de claridad real. Lo único que había que hacer era capturar las imágenes que veía en el desierto, y tendría mi película. (…) Cuando uno mira Fata Morgana, ve los paisajes degradados de nuestro mundo.[5]

Para hacer esta película aún más delirante, todas estas secuencias van acompañadas de narraciones míticas, como el momento de la creación según el Popol Vuh, produciendo una tensión entre lo que vemos y escuchamos, llevando las imágenes a estratos mucho más profundos. Por ejemplo, hay un momento donde se narra la creación de los animales según este mito maya y a la par, transitamos por una larga secuencia de cadáveres de vacas y otros animales descomponiéndose en el desierto, sus huesos, y lo que queda de su piel comienzan a perderse dentro de la arena. No sólo vemos lo creado, sino que presentimos rasgos de la creación, y al mismo tiempo, su desvanecimiento, su descomposición. Herzog dice que esta película trata en parte de gente arruinada (y animales también) en lugares en ruinas. Todos venimos de la tierra y allá habremos de volver.

Encontrando sueños olvidados. El descenso a la caverna


La caverna de los sueños olvidados es otra parada obligada para nuestro propósito. Pienso en esta película como en una poética del cine «documental» de Herzog. En más de una ocasión durante la película se nos sugieren analogías entre el cine y las estremecedoras pinturas de la cueva de Chauvet, el más antiguo hallazgo artístico de la humanidad. Ya se ha abundado bastante en el carácter nómada del cine de Herzog y del trance ensoñador que nos lleva a «los estratos más profundos de verdad». En este sentido, el cine también fungiría como una práctica «espeleológica», de descenso a los estratos más profundos de la Tierra, de su verdad. Y esto es lo que literalmente ocurre en esta película: entramos en una caverna y descendemos a sus profundidades para hallar sus secretos, sus sueños olvidados.

Es importante notar que las exploraciones de esta cueva se detienen, casi con la misma atención, tanto en las ensoñaciones rupestres pintadas en las paredes como en las ensoñadoras formaciones de calcio que albergan la cueva: estalactitas, estalagmitas y profusas cortinas brillantes que tardaron, gota a gota, miles y miles de años en formarse; vemos también esqueletos de animales en el suelo, como los de Fata Morgana, sólo que estos animales llevan milenios extintos, y en vez de estar cubiertos de arena, tienen sobre ellos gruesas capas de calcio que los funden al suelo de la cueva. Hay una de estas formaciones apenas perceptible pero especialmente hermosa, pues creció justo sobre una de las pinturas, atravesándola. Miles de años de formación geológica sobre una pintura humana. Aquí, el pasado geológico y antropológico parecen confundirse.

Sin embargo, la forma en la que Herzog se aproxima a esta cueva, para iluminar su profunda verdad, no es geológica, antropológica o arqueológica, sino fabuladora. Esta es la facultad fundamental del temperamento trágico con el que Herzog desciende a las profundidades de la Tierra: la imaginación. Se manifiesta en la forma en la que Herzog se dirige a quien entrevista para este documental, dándole especial relieve, por ejemplo, a los sueños que la entrada en la cueva produjo en sus exploradores; pero especialmente, en las largas secuencias/trance en las que contemplamos la cueva, que nos hacen entrar en otro ritmo, que abren el tiempo y el espacio a dimensiones más profundas. Hay un momento donde el guía de la expedición pide al equipo que todos callen para escuchar el silencio de la cueva y quizá también los latidos de sus propios corazones. Vemos algunas tomas de la cueva en silencio total, y de pronto comenzamos a escuchar un tenue y lento, pero constante, goteo, mismo que desde hace miles de años crea las formaciones de calcio de las que hablábamos arriba. Penetramos por tanto, de alguna manera, en el ritmo geológico de la cueva mientras vemos las alucinantes pinturas iluminarse y ensombrecerse por el juego de luces que produce Herzog con su equipo para recrear el movimiento crepitante de las antorchas que iluminaron estas pinturas. De pronto escuchamos un latido que se acompasa al goteo de la cueva y que acompaña la asombrosa secuencia de animales pintados en ella. Finalmente Herzog pregunta: «¿Serán sus latidos o los nuestros?»

Sólo mediante la imaginación puede penetrarse en la verdad de la Tierra. Pero prestemos atención, esta verdad que escarba Herzog de ningún modo surge de lo que Nietzsche llamaría voluntad de verdad, que buscaría imponerse, dominar, lograr fines, informar, como la verdad del Cinéma vérité, tan criticada por nuestro cineasta, que confunde la verdad con los hechos. Esta verdad, más bien, sería el resultado de una experiencia extática, cuya búsqueda sería una voluntad de forma. En las propias palabras de Herzog: «En el cine hay estratos más profundos de verdad y existe una verdad poética, extática, es misteriosa y elusiva y solo puede ser alcanzada a través de la invención, la imaginación y la intervención».[6] Descendiendo en estos profundos estratos, el cine revela la Tierra. El cine como espeleología o como buceo.

En Encuentros en el fin del mundo, escuchamos un estruendo, vemos una explosión en medio del hielo antártico. Se dinamitó una abertura para penetrar en sus aguas. En medio de un silencio glaciar, vemos al equipo de científicos preparar, casi con devoción, a un par de buzos. Herzog declara que para él es como si estuvieran preparando a un sacerdote para la ceremonia. Ambos buzos se sumergen en las aguas. A continuación sigue otra larga secuencia/trance. Con la característica sabiduría poética que resuena en sus palabras, nuestro nómada narrador habla: «Adentro del hielo, los buzos encuentran una realidad separada a la nuestra donde el espacio/tiempo adquiere nuevas y extrañas dimensiones. Los pocos que han experimentado el mundo bajo el cielo congelado hablan de ello como de penetrar en una catedral». Quizá se trate de una catedral sumergida semejante a aquella que los campesinos de Siberia buscan arrastrándose sobre el hielo frágil creyendo escuchar sus campanadas en Bells from the deep (1993). Como sea, no cabe duda de que en sus profundidades esta catedral sumergida alberga una verdad sagrada. Nuevamente nuestra visión se vuelve háptica, nos sumergimos en el resplandeciente azul, vemos formas de vida casi elementales (burbujas de agua desplazándose en la superficie del hielo, extrañas medusas y otras formas vivas casi etéreas), escuchamos cantos ceremoniales, vemos a los buzos profesando en trance sus misterios iniciáticos.

Al final de la película, se entrevista a un jovial filósofo que abandonó la academia para hacer trabajos de máquina en el hielo antártico. Parafraseo sus palabras: «por nuestros ojos el universo se percibe a sí mismo; mediante nuestros oídos escucha sus armonía cósmicas… Somos los testigos mediante los cuales el universo toma conciencia de su gloria y magnificencia». Profundamente guturales, comienzan de nuevo cantos ceremoniales, de estilo tibetanos tal vez. Nos sumergimos de nuevo en el celeste azul de las profundidades, en el prístino útero oceánico donde la physis crea sus formas. Después de unos momentos se suman a los coros los extraños cantos de focas semejantes a sintetizadores. La toma se dirige a la superficie. Se vislumbra un redondo portal luminoso que pronto ocupará todo el cuadro. Para mí ese portal sugiere algo así como el umbral de emergencia de la imaginación de la physis y sus potencias creadoras. Recuerdo una idea de Deleuze-Guattari:

El artista (…) capta la huella de la creación en lo creado, la naturaleza naturalizante en la naturaleza naturalizada; y luego, instalándose «en los límites de la tierra», se interesa por (…) las moléculas, por los átomos y partículas, y no por la coherencia científica, sino por el movimiento, nada más que por el movimiento inmanente; (…) se abre al Cosmos para captar sus fuerzas «en una obra» (sin eso la abertura del Cosmos tan sólo sería una fantasía incapaz de ampliar los límites de la tierra), y para realizar esa obra se necesitan medios muy simples, muy puros, casi infantiles…[7]

Podríamos arriesgarnos a decir, tal vez, que la profunda verdad de la tierra (physis) no sería más que una originaria voluntad de forma (poiesis). Por eso es que sólo mediante ella, el cineasta puede penetrar en lo más hondo de sus estratos. Quizá esos serían los sueños olvidados que en sus oscuras entrañas resguarda la caverna de Chauvet: las fuerzas del Cosmos y de la Tierra obrando en «una obra», esa fuente de donde antes brotaba el agua, punto de partida de donde surge y se expande esa majestuosa marcha, esa gloriosa estampida de formas animales persiguiéndose y penetrándose estrepitosamente en una vertiginosa ebriedad. Los sueños olvidados que esta cueva resguarda en sus oscuras entrañas, y a los que no podemos aproximarnos sino como a un enigma, son los del milagroso momento de ebriedad exuberante que desbordó la naturaleza e hizo brotar de sí el trance ensoñador de la imaginación. Podríamos agregar a las palabras del filósofo de Encuentros en el fin del mundo: a través de algunos de nuestros sueños, la tierra se sueña a sí misma.

Esta verdad a la que Werner Herzog se conduce. no se encuentra, a las afueras de la caverna platónica, sino descendiendo en sus profundidades, interpretando las formas que producen las sombras. Entrar a la sala de cine —si se proyecta un documental de Herzog— sería como descender a esta caverna. No puedo evitar concluir aquí con una cita de Pascal Quignard:

Hace veinte mil años ocurrió el milenio en el que los hombres, provistos de antorchas poco humosas (…), penetraron espacios completamente entenebrecidos dispersos en los flancos de acantilados y en cavernas de las montañas. Valiéndose de esas antorchas decoraron con grandes figuras animales monocromas o bicolores, bastas salas condenadas hasta entonces a la noche perpetua.
¿por qué el nacimiento del arte está enlazado a una expedición subterránea?
¿Por qué el arte fue y es una aventura sombría?
¿Por qué el arte visual (al menos el arte visible en la obscuridad a la luz temblorosa de una antorcha de grasa) presenta un vínculo con los sueños, que también son visiones nocturnas? Transcurrieron veintiún mil años: a fines del siglo XIX la humanidad acudió en masa a sepultarse y apretujarse en las oscuras salas de cinematografía.[8]

Epílogo


Al ver sus documentales, escucho en la voz de Herzog la voz de un poeta/profeta nómada —a veces apocalíptico— de la Tierra. Sus narraciones nos recuerdan viejos sueños olvidados y sepultados. El trance al que nos arrastran sus ensoñaciones nos devuelve a la experiencia fundamental humana: el nomadismo, regresando nuestros pies a la tierra. Tal vez en medio de la pesadez de estos tiempos se hace necesario recordar e imaginar nuevos sueños. No quiero que se lea esto en clave moralina, las verdades de estas ensoñaciones son siempre trágicas (creo que de ahí viene su urgencia): nos recuerdan nuestro frágil lugar en la tierra, nos regresan los pies allí —transfigurados— para transitarla, quizá ahora de otra manera.

Donde sueñan las hormigas verdes (Wo die grünen Ameisen träumen, 1984) cuenta la historia de unos aborígenes australianos (actuada realmente por aborígenes australianos) que defienden su tierra sagrada (donde las hormigas verdes soñaban el sueño del origen que mantenía en pie al universo), de las ambiciosas manos de una compañía minera. Herzog cuenta que el «ensueño» de los aborígenes en la película no correspondía realmente con los de los aborígenes que la actuaron, sino más bien, con el suyo. Herzog está conciente de que 20 000 años de historia los separa de ellos como para pretender comprenderlos, y peor aún, hablar por ellos en su cine. En una entrevista al respecto nos cuenta: «hay cosas de los aborígenes que jamás podremos comprender y que son muy hermosas. Y dado que los respeto como pueblo que lucha por mantener vivas sus visiones, y dado que mi posibilidad de comprenderlos era por lo demás limitada, decidí crear mi propia mitología».[9]

Creo que eso es lo que busco señalar, la importancia de recuperar esa dignidad, digamos, poética. La dignidad que ganamos al luchar por «mantener vivas nuestras visiones», lucha que no atañe meramente a la conservación y el recuerdo, sino ante todo, a la imaginación. El cine de Werner Herzog no deja de «estimularnos a tomar nuestros sueños en serio».[10]


FUENTES:
[1] Werner Herzog, Herzog por Herzog, Trad. Teresa Arijón, Buenos Aires, Cuenco de plata, 2014, p.296.
[2] Ibid. p.317.
[3] Ibíd.
[4] En cuanto a este ethos trágico frente a la hostil e indiferente naturaleza, no desperdiciamos la ocasión para recomendar profundamente el frenético diario que escribió nuestro director enfrentando las abyectas peripecias de vivir en la Amazonas peruana mientras intentaba filmar Fitzcarraldo. El libro lleva el título de Conquista de lo inútil. Publicado en español en ediciones Blackie books.
[5] Werner Herzog, Op cit. p.63.
[6] Ibid. p.317.
[7] Gilles Deleuze, Felix Guattari, «Del ritornelo» en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia Trad. José Vázquez Pérez. Valencia, Pre-Textos, 2004. p.342.
[8] Pascal Quignard, El odio a la música. Diez pequeños tratados, Trad. Pierre Jacomet. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1998. p.79-80.
[9] Werner Herzog, Op cit. p.225.
[10] Ibid. p.77.