Fuera del tiempo, fuera de lugar

Lazzaro felice (2018) de Alice Rohrwacher


Por Diego Barboni 

Fuera del tiempo, fuera de lugar

Lazzaro felice (2018) de Alice Rohrwacher


Por Diego Barboni 

 

TAMAÑO DE LETRA:

El pasaje de la civilización rural a la urbana constituye uno de los temas centrales del cine italiano hacia la mitad del siglo XX, alcanzando tal vez su máxima expresión en películas como Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), de Luchino Visconti, o Il posto (1961) de Ermanno Olmi. En estas obras, así como en muchas otras de esa época, sus autores representaban, entre otras cosas, la mutación antropológica que el desplazamiento del campo a la ciudad producía en los seres humanos, dando origen a un nuevo tipo de «italiano medio», muy diferente al que, hasta pocos años antes, había poblado la literatura y el cine de ese país. El mismo tema, sumamente actual en el cine de esa época, retoma un papel central más de cincuenta años después en la poética de una de las cineastas italianas más talentosas de la actualidad: Alice Rohrwacher. Presente, de diferentes maneras y en diversas medidas, tanto en su ópera prima Corpo celeste (2011) como en la sucesiva Le meraviglie (2014), el contraste entre la ciudad y el campo constituye el eje narrativo de la entrega más reciente de la directora toscana, Lazzaro felice (2018).

La historia de Lazzaro y su comunidad campesina es, antes que nada, una historia de exclusión, la de una comunidad explotada por una cruel y altanera marquesa a través de un anacrónico contrato de mediería que condena a los pobres pobladores de l’Inviolata a una condición de semiesclavitud. Mantenidos a propósito en la ignorancia (los niños no van a la escuela, la única educación la reciben por parte de la misma marquesa), no tienen conciencia de su condición ni, mucho menos, conciencia de clase, pero sí un sentimiento atávico e instintivo de oposición a sus explotadores. Emblemáticos, en este sentido, la escena en que los niños escupen en su comida, así como una serie de campos y contracampos que nos muestran a los campesinos como un bloque único, totalmente impasible ante cualquier requerimiento de ayuda de parte de sus patrones que transcienda sus obligaciones laborales. En este contexto, Lazzaro constituye un elemento totalmente sui generis: caracterizado por una bondad y una ingenuidad sin límites, es explotado tanto por sus compañeros como por Tancredi, el hijo de la marquesa, quien lo usa para sus propios fines fingiendo una imposible amistad interclasista. Lazzaro se configura entonces como un elemento ajeno a su propia comunidad, la cual a su vez constituye un elemento ajeno a la sociedad de su época, que no alcanza a conocer y mucho menos a comprender. En una escena clave, los campesinos vislumbran a lo lejos la luz roja de una central eléctrica y, al no entender la naturaleza de esa luz, avanzan las hipótesis más fantasiosas, hasta definirla como «obra del diablo». Simbólicamente, la llegada de un helicóptero, representante de una siquiera relativa modernidad, pondrá fin a esta situación paradójica: la policía llega a liberar a los campesinos obligándolos (de manera no menos simbólica, en la escena que constituye el parteaguas de la historia) a vadear un riachuelo para mudarse a la ciudad.

En una película marcada por un dualismo tan explícito, la segunda parte de la narración se configura como el necesario contracampo de la primera, instaurando con ella todo un juego de afinidades y divergencias, de continuidades y discontinuidades, donde el paisaje juega un papel fundamental, enmarcando continuamente las vicisitudes de Lazzaro y de sus compañeros. Si en el episodio rural el paisaje natural era amplio y soleado, aunque árido y no siempre acogedor, en la ciudad el paisaje es escuálido, gris y frío, mientras que los interiores son caracterizados por colores excesivos (no falta un árbol de plástico en la entrada de una plaza comercial); si los campesinos de l’Inviolata no reconocían la luz de una central eléctrica, en la ciudad es normal no reconocer las plantas y mucho menos conocer sus propiedades y su utilidad; sobre todo, si en la primera parte de la película los campesinos eran explotados por la marquesa, en la segunda son condenados a vivir literalmente al margen de una sociedad que los ignora y los obliga a la delincuencia.

Entre tantas diferencias, unas pocas constantes persisten en el pasaje de un mundo a otro. La primera es el papel de la Iglesia, del lado de los explotadores en el primer episodio, indiferente y «desacralizada» en una de las escenas más visionarias de la segunda parte. La segunda es el sentido de familia y de comunidad (del cual, en todo caso, Lazzaro queda parcialmente excluido), el único escudo que tienen los habitantes de l’Inviolata para sobrevivir en un mundo hostil o, en el mejor de los casos, indiferente. Y obviamente, Lazzaro mismo, quien atraviesa literalmente el espacio y el tiempo sin cambiar interior ni exteriormente, pero cuya bondad e ingenuidad ya no tienen cabida en el mundo moderno: mientras en el campo su aptitud para el trabajo duro era apreciada, en la ciudad su presencia es totalmente inútil.  

En un contexto urbano dominado por la fealdad y el dinero, Lazzaro y su comunidad se dan cuenta (al mismo tiempo, pero por distintas razones) de haber sido defraudados. La expresión «el gran engaño», inicialmente referida al que la comunidad campesina sufría por parte de la marquesa, adquiere entonces un significado mucho más amplio, dando cuenta de la falacia de una malentendida concepción de progreso y de modernidad. Si los maestros del cine italiano de hace medio siglo se interrogaban sobre el destino de una sociedad en rápida transformación, Alice Rohrwacher retoma su legado —desde Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950), de Vittorio de Sica, hasta El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, 1978), de Olmi, pasando por la ingenuidad de ciertos personajes de Pier Paolo Pasolini—, actualizándolo a través de un estilo sumamente personal, entre lo realista y lo visionario, para reflexionar, esta vez a posteriori, sobre el destino de una sociedad que, muchos años después y a pesar de su supuesta evolución, sigue manteniendo a cierta humanidad al margen de su época y de sus espacios. 

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