La venganza de Goya

Velvet Buzzsaw  (2019) de Dan Gilroy


Por Rodrigo Garay Ysita 

La venganza de Goya

Velvet Buzzsaw  (2019) de Dan Gilroy


Por Rodrigo Garay Ysita 

 

TAMAÑO DE LETRA:

Los reyes del arte contemporáneo en 2019 tienen una imaginación muy pobre. Protegidos por lentes oscuros y trajes a la medida, apretados en planos medios y lámparas de teleserie, se quejan todo el tiempo y no se impresionan con nada. Velvet Buzzsaw (Dan Gilroy, 2019) es una parodia de su ecosistema en Los Ángeles. Plana, colorida y homogénea, la que podríamos apodar como «Imagen-Netflix» (con la misma osadía snob que tienen las curadoras y el crítico que protagonizan esta historia sangrienta) ilustra sus dinámicas personales y profesionales con claridad y resguardo, con música que nos indica cuándo sentirnos nerviosos o cuándo reír, con guías visuales familiares y demasiado reconfortantes para una película de horror sobre esculturas y pinturas asesinas.

Por eso los trazos y las composiciones de Dease, un pintor desconocido que dispara la trama muriéndose a los pies de la galerista Josephine, tenían que parecerse al estilo más oscuro de Francisco de Goya o a los murales viscerales de David Alfaro Siqueiros; ésas sí, representaciones visuales salvajes, temerarias y lacerantes. Sus cuadros fascinan a estos diletantes que tanto tiempo habían estado esperando alguna novedad, pues, ¿qué manifestación en lienzo podría ser más opuesta a los pasillos estériles en esa exposición en donde Morf Vandewalt, crítico petulante, se pasea con desdén? Si no presta atención a las manchas arbitrarias en la pared o a las estatuas robóticas conceptuales es porque no hay nada en esas instalaciones que la merezca, y si las piezas no muerden, es porque la sociedad que las creó es blanda y ya está domesticada.

Su muestrario creativo no será muy impresionante antes de la llegada de Dease, pero lo que sí se esgrime con orgullo en esta California imaginaria es la elocuencia. Cada elemento de la «Imagen-Netflix» está reducido a convencionalismos para poner el diálogo sobre todo lo demás. La supremacía del verbo hollywoodense, cultivada por Tarantinos, Apatows y Sorkins incontables. Humillación oral y back talk: las únicas armas que Josephina y Morf tienen cuando las obras sobrenaturales del artista muerto empiezan a cobrar vida y a asesinar a sus amigos uno por uno.

Perdida entre las interminables escenas conversacionales, hay una idea incipiente de terror fetichista que puede entenderse más o menos así: como la mayoría de las escenas están compuestas con la gramática mínima del drama audiovisual (plano de exposición para no perdernos, entran personajes, hablan y se van), es muy notorio cuando se rompe la regla de los 180 grados, ésa que evita que los dialogantes cambien súbitamente de lugar en el encuadre y sacudan la comodidad del espectador. En un par de conversaciones, la cámara cruza la línea prohibida y añade un punto de vista nuevo, un ángulo tan agresivo que tiene que ser un indicio de paranoia. ¿Quién los está viendo ahora además de nosotros? ¿Nos acaban de poner detrás de la vitrina del museo y es nuestro turno de juzgar a los juzgones? Del otro lado de los 180 grados, las pinturas tienen ojos y se preparan para el ataque.

La sátira está en el metatexto;
no tiene que ver nada más con lo que dicen las víctimas de Dease, sino con el esquema que permite a un producto de Netflix hablar sobre la economía del arte. El contemporáneo funciona por intereses financieros; el muralismo o el romanticismo que simboliza Dease, por motivos ideológicos, políticos o esotéricos. Con una slasher movie de pinturas que matan, la famosa tesis de Walter Benjamin[1] se convierte en un chiste: el aura de las obras es literalmente un ánima diabólica desmembrando a los cínicos que se han apoderado de las musas y que las han sistematizado como tipo de cambio. La puntada es doble cuando dicha película está realizada de una forma perfectamente reproducible en serie. Ya no es la reproducción, sino la producción mecánica de la imagen en movimiento, porque el original ni siquiera figura en este modelo de negocios. Después de todo, en el slasher se castiga la promiscuidad y eso no exenta a la prostitución artística.

Seguramente existe alguna clase de frontera, ya en el texto, entre las representaciones de la farsa y aquello de lo que se están burlando. Los curadores desalmados en The Square (Ruben Östlund, 2017) —por nombrar otro filme con intenciones prácticamente idénticas al de Gilroy— se comportan como europeos fríos y desinteresados, no como caricaturas de europeos fríos y desinteresados. La mofa brota de su relación ridícula con el entorno publicitario, no de su imagen y pantomima: la distancia entre los personajes de ficción y la sociedad que los gestó es menor de lo que parece. Morf, Josephina y el resto hablan, caminan, gritan y mueren en relación con nada más que la enunciación exagerada de comentarios ingeniosos. Tal vez por eso son presa fácil para las fauces de la poesía maldita, que ha sido siempre multiforme. Sin sus extremidades unidas al torso para darles corporalidad a cuadro y sin los colores de su costosa vestimenta para sostener su carisma, a los reyes de la verborrea estadounidense de Velvet Buzzsaw sólo les queda un vocabulario de plástico inocuo. 


FUENTES:
[1] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, España, Casimiro, 2010.

 

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