Alan Clarke: lo inmediato vale por lo pleno


Por Magaly Olivera

Alan Clarke: lo inmediato vale por lo pleno


Por Magaly Olivera

 

TAMAÑO DE LETRA:

Cada vez que navego en la internet, siento urgencia por una autenticidad más profunda de la que se muestra en casi todos los sitios. Tampoco encuentro consuelo en las verdades que promulgan los periódicos ni en toda la publicidad que el radio se empeña en introducir cada cierto tiempo. En la cultura que consumimos es difícil encontrar una descripción de la realidad que se aproxime a las problemáticas y características que nos atañen. Quizá pocos han dedicado el tiempo necesario a conocer lo que existe en el fondo de una sociedad convulsa o quizá han sido selectos quienes han podido transmitir con honestidad lo que ocurre a nuestro alrededor.

Lo cierto es que, desde hace tiempo, nuestra generación le da prioridad a la posverdad[1] por encima de los hechos. Cada día somos más adictos al sensacionalismo y dejamos a un lado los matices más sutiles de lo que acontece en la cotidianidad. En este panorama, las manifestaciones artísticas que buscan aproximarse con humildad a sus personajes y temáticas adquieren un valor significativo. En esta categoría entraría el cine de Alan Clarke, una producción que señala los defectos de la sociedad británica desde formas genuinas, las cuales profundizan en los ecos de la violencia y las problemáticas políticas y económicas de manera neutra. Es un cine que muestra la vida cotidiana tal cual es y, en ese reflejo fiel de lo que ocurre, diseña una crítica aguda de las estructuras sociales. Al reflexionar sobre algunos rasgos formales y temáticos en su obra que consiguen este propósito, surgen los siguientes puntos.

Conciencia de clase y seres humanos


La cultura británica es heredera de una extensa tradición de denuncia sobre la explotación del capitalismo. Autores como E. P. Thompson o Perry Anderson, contemporáneos de Alan Clarke, delimitaron las características de un socialismo de acuerdo con su propio contexto. Clarke también produjo su obra dentro de los movimientos sociales de los años cincuenta y sesenta en Londres, y sus películas muestran una conciencia de clase que podría insertarse dentro de las tradiciones mediáticas del momento. Sin embargo, hay algo extra en la manera en que el cineasta retrató los efectos del sistema económico en la sociedad, pues su mirada se detuvo, sobre todo, en la cualidad humana de sus protagonistas. Estamos ante un director de clase trabajadora que centra sus películas en la misma clase trabajadora. Quizá por eso su aproximación se siente tan honesta. En ella se admite que, pese a que sus personajes son un desastre, no dejan de ser humanos. Pensemos en Camino (Road, 1987), película que registra una noche de fiesta en Lancashire, Reino Unido, donde el deseo por evadirse se vincula a los problemas económicos y sociales de sus protagonistas, pero no por eso los muestra como meros salvajes, sino como seres humanos que se sienten profundamente desesperados y que, en el mínimo impulso, están dispuestos a quebrarse. ¿No es ésta una de las maneras más genuinas de criticar al capitalismo? La imposición de un sistema avanzará de manera cómoda mientras se olvide de nuestras necesidades y sensaciones como personas, y es ahí donde el cine de Clarke decide indagar e incomodar.

La rutina de la miseria


En la estructura dramática de sus películas, la injerencia de Clarke como director es muy sutil. Parecería que es la realidad la que está cargada de violencia y que no hace falta recurrir a sensacionalismos para demostrarlo. Su obra retrata los efectos de la crisis de Inglaterra en los años ochenta. Basta con mirar al interior de una correccional en Reino Unido —Escoria, (Scum,1979)—, a una casa en los suburbios —Christine (1987)—, a una serie de asesinatos sin consecuencias —Elefante (Elephant, 1989)— o a un día cualquiera por sus calles —Camino (1987)— para comprender la rutina de la inconformidad que aqueja a sus habitantes. Tan es así, que en varias de sus películas no existe un final que dé sentido a todo lo que se presentó antes ni existen picos dramáticos o llamadas a la acción; se trata de un registro paciente de lo que acontece en el día a día, donde la miseria brota de manera natural.

Alan Clarke tampoco impone una fotografía determinante. La manera en que documenta a sus protagonistas es auténtica, como si los invitara a ser ellos mismos frente a la cámara, sin anhelar una representación preconcebida sobre la sociedad británica. Por ejemplo, en Elefante, la reiteración de asesinatos muestra al espectador cómo son los sucesos (basados en hechos reales) que ocurren en las calles, pero no hay una construcción dramática en los planos —pese a estar presenciando el final de una serie de vidas— y la cámara se limita a registrar las caminatas, los disparos y los cuerpos muertos.

Ese enfoque también evidencia una cercanía con los personajes. Clarke es conocido por usar la steadicam en varias películas, técnica que favorece el seguimiento neutral de los personajes y la presentación de sus contextos. A veces, planos de 360 grados, como los de Hecho en Gran Bretaña (Made in Britain, 1982), vinculan la acción de sus protagonistas al contexto que los rodea —calles desoladas y lúgubres—, pero en la mayoría de las ocasiones la cámara se centra únicamente en una figura y la acompaña durante toda su rutina.

En alguna ocasión escuché a RaMell Ross, director de Hale County This Morning, This Evening (2018),[2] decir que su película busca retratar a la comunidad afroamericana de la forma más honesta posible y, en ese documental, el seguimiento de protagonistas por detrás de su espalda es uno de los rasgos más constantes. Este tipo de planos refuerzan el protagonismo de un personaje al volverlo lo único que vemos en la pantalla y le dan la oportunidad de expresarse por sí mismo, con el público como testigo discreto. En Christine, película sobre una adolescente con adicción a la heroína, la cámara se sitúa en la espalda de la protagonista mientras ella camina, ángulo que introduce lo que ella mira y la vuelve líder de su narrativa. Otra propuesta fotográfica que invita al público a descubrir lo que hay en la mente de los protagonistas ocurre en Camino, donde los actores miran a la cámara e interrumpen intensos soliloquios para confrontar la pasividad del espectador. Además, antes de utilizar steadicam, Clarke filmaba con una cámara en mano, acercándose al cine directo y proponiendo una aproximación íntima. El inglés no ambicionaba el liderazgo de sus películas como director, sino que observó la capacidad de la realidad para expresarse por sí misma y se limitó a registrarla.

Su manera de retratar la sociedad británica fue tan sincera que se volvió incómoda. Por eso, la exhibición de su película Escoria estuvo prohibida en la televisión. Esto adquiere relevancia si insertamos su producción en el contexto del gobierno conservador de Margaret Thatcher. En la reacción de los medios ante sus obras, vemos la extrañeza que provoca en el público el saberse parte de una decadencia que se rechaza en beneficio de una sociedad idealizada; el cine de Clarke es una provocación al status quo del imaginario británico.

Del silencio al soliloquio


Los diálogos en las películas de Clarke oscilan entre los extremos. Por un lado, está Elefante, sin diálogos, o Christine, con el mínimo intercambio verbal, experimentando con las posibilidades formales de dejar que sea el cuerpo quien se exprese. Por otro lado, están las extensas y exaltadas conversaciones de Escoria o de Camino. Cualquiera que sea la propuesta, parecería que el aprovechamiento del diálogo también fomenta un protagonismo de la personalidad natural de sus personajes, quienes no calculan fríamente sus intervenciones con algún propósito retórico de fondo, sino que se expresan en torrentes verbales dramáticos o mediante una parquedad solemne que retrata los ecos de sus inseguridades y urgencias.

La mencionada neutralidad por parte de Clarke ante las situaciones que registra muestra al espectador que el drama es real en tanto que es natural y cotidiano. Su perspectiva como director no sugiere un discurso juicioso ni mucho menos uno aleccionador. La música, por ejemplo, si se utiliza, se hace sólo en casos selectos y normalmente para descolocar, pues en vez de reforzar lo que la cámara ya está mostrando, funciona como un elemento extraño.

En sus películas, será responsabilidad del espectador participar tanto como lo desee en su interpretación de los motivos y las formas de la violencia que aqueja en sus historias. Clarke las acompaña, pero sólo el público puede reconocerse en ellas, pues todos los ciudadanos que retrata se homologan en su cualidad de miserables.

El absurdo


La capacidad de Clarke para invitar al cuerpo a expresarse, lo mismo que la exaltación en los diálogos y algunos gestos en películas como Camino, puede estar vinculada con su trayectoria teatral. Alrededor de los años sesenta y antes de dedicarse por completo al cine, Clarke dirigió varias obras de teatro, entre ellas Baal (1918), de Bertolt Brecht, y Macbeth (1623), de William Shakespeare.

Sin embargo, si hablamos de Clarke y el teatro, me gustaría relacionarlo con el absurdo, pues encuentro ciertos vínculos entre sus películas y este tipo de dramaturgia. Sobre todo en Elefante. Su forma no guía su lectura, simplemente presenta una sucesión de secuencias sin determinar una intención final, más preocupada por la repetición de los hechos que por su cauce hacia una conclusión dramática. Aunque este puede ser el ejemplo más evidente, también hay algo de absurdo en películas como Escoria, Christine y Camino, pues la repetición de situaciones muestra que las conductas destructivas de la sociedad británica forman un patrón difícil de cambiar y no existe un momento en la trama que pudiera sugerir una reivindicación. Tampoco hay una distinción de los personajes como buenos o malos —incluso en situaciones grotescas como las que vemos en Escoria—, al menos no por parte del director; no hay un progreso en la tensión dramática y el énfasis está más en sus protagonistas que en una narrativa convencional. Sus problemas para comunicarse y su insatisfacción con el mundo también podrían insertarse en la corriente del absurdo. Además, en estas películas, la atmósfera es más irónica que interpretativa, aunque esto provoque una reflexión en torno a la condición del hombre y la ansiedad que le provoca el no poder escapar de su condición, tal como se propone este tipo de teatro.

Los hombres y mujeres de sus películas sólo esperan que algo pueda ser diferente, aunque saben que no lo será, y, mientras esperan, sólo perpetúan los mecanismos de violencia de la sociedad y caminan, caminan por calles desoladas mientras la vida pasa.

La disidencia del paseante


Desde Charles Baudelaire, caminar es considerado un acto transformador. Caminar implica un cambio en la perspectiva: al paseante le acontecen una serie de estímulos externos que despiertan en él nuevos paroxismos. Sin embargo, en los protagonistas del cine de Clarke, los recorridos parecen crear un efecto distinto. Aunque las caminatas son fundamentales en su producción (después de Hecho en Gran Bretaña, todas sus películas arrancan con una escena de alguien caminando), sus personajes se mantienen en sintonía con sus contextos, en los que rara vez se inmutan por lo que ocurre a su alrededor.

En Christine, por ejemplo, donde las caminatas forman una parte mayoritaria del metraje, vemos a la protagonista caminar de una casa a otra para dar heroína a sus amigos (y clientes) menores de edad. Su recorrido se mantiene idéntico: siempre cabizbaja, con ropa demasiado grande para su talla, y cargando drogas y jeringas en una bolsa de plástico; a ella no parece afectarle que a su alrededor no hay un solo cuerpo, apenas una persona aparece en una secuencia y el resto está vacío. Incluso las casas a las que llega, donde sólo hay caricaturas en la televisión (un guiño irónico de parte de Clarke) se distinguen por su soledad. Quizá la homogeneidad que existe en la desolación de los suburbios y la personalidad de los protagonistas refleja que su estado más constante es el del tedio, y la adicción, su única vía de resistencia. No hay exterior que distraiga al flâneur del cine de Clarke, su realidad no es lo suficientemente estimulante para ello.

Algo similar ocurre en Camino, donde, como el nombre sugiere, las calles son protagónicas, pero quienes las recorren se encuentran sumidos en sus propias disertaciones con tintes teatrales y no parecen vincularse con los espacios a su alrededor. Las casas que aparecen en la película están abandonadas y sus habitantes, totalmente rendidos a la miseria. Por citar otro ejemplo, en Hecho en Gran Bretaña vemos el rostro indiferente del protagonista mientras entra en el juzgado, confiado en que el contexto no altera su perspectiva.

Estos elementos también son un síntoma del estado social y económico de Reino Unido en los años ochenta. Sumidos en una profunda crisis, los paseantes del cine de Clarke reflejan las huellas de las problemáticas, pero son disidentes en tanto que no enfrentan su contexto, como hacía la figura clásica del caminante, sino que se mimetizan en su tedio y su vacío existencial. Además, muestran que no importa dónde se centre la mirada, las calles del país están llenas de conflicto, sea de día o de noche, y en cualquier esquina ocurren eventos catastróficos de forma simultánea.

La naturalización de la violencia también ocurre como consecuencia de los métodos de su representación en los medios. Así, cuando Clarke no presenta una violencia espectacular en el marco de los rasgos comerciales, sino desde una perspectiva honesta y cercana a las entrañas de la misma, contribuye al debate sobre la injerencia de la agresividad en el mundo y su forma de penetrar la sociedad. Retomando el texto Las estrategias de la reproducción social, de Pierre Bourdieu,[3] un defecto de la representación tradicional de la violencia es que se reduzca a los mismos protagonistas perpetrando los mismos métodos, pero en el cine de Clarke vemos a adolescentes (casi niños) adictos a las drogas, a oficiales de correccionales corruptos, a mujeres desesperadas, a hombres conflictuados con sus emociones; todos afectados por las condiciones sociopolíticas que habitan, mostrando efectos que no siempre observamos por no pertenecer a la forma más popular de la cultura de la violencia.

Las películas de Clarke cuestionan las jerarquías sociales, las imposiciones culturales, los conceptos de libertad, violencia, sexualidad y desobediencia civil inherentes al mundo. Al mismo tiempo, muestran que un director puede reducir su protagonismo en beneficio de una expresión auténtica de sus protagonistas para revelar la profundidad de ciertas problemáticas, sin por eso demeritar un sello estético inconfundible.

Quizá por haber dedicado una buena parte de su producción a la televisión, la trayectoria de Alan Clarke no es suficientemente conocida entre la comunidad cinéfila. Aunque la admiración por su trabajo de parte de directores como Stephen Frears, Danny Boyle y Paul Greengrass representa un reconocimiento importante, su cine necesita de mayor exhibición y análisis en nuestros tiempos. Las manifestaciones artísticas que se expresen con honestidad en torno a problemáticas políticas y sociales deben valorarse como fugas en una serie de producciones masivas fundamentadas en el sensacionalismo. Hace falta incomodar al espectador pasivo que espera una serie de estímulos extraordinarios para sentir, y reivindicar el lugar del cine pausado, paciente, crítico e irónico, como el de Clarke. Más aun en una sociedad que se jacta de libertaria y democrática, pero que todavía contiene dejos explícitos de racismo, clasismo y violencia extrema. 


FUENTES:
[1] Entiéndase «posverdad» como la manipulación de las emociones en la construcción de la opinión pública.
[2] Durante la presentación de su película Hale County This Morning, This Evening (2018) en el marco de festival Ambulante. Gira de documentales 2018 en la Cudad de México.
[3] Pierre Bourdieu, Las estrategias de la reproducción social, Argentina, Siglo XXI, 2011, p.37.