Se busca florero

Para La flor de Mariano Llinás


Feb 28, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

1. Garabatos


Digamos que hay una encomienda: escribir sobre La flor (2018). La dirigió Mariano Llinás y la interpretan cuatro actrices en múltiples papeles: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Está partida en seis relatos distintos, dura más de catorce horas y compila géneros como el horror, el thriller y el musical. Eso no habría que apuntarlo exactamente porque el encargo no es hacer una ficha técnica. Lo que hay que escribir es un florero. Un texto para que podamos poner esa flor en una repisa o en la mesa del comedor.

Nadie va a saber qué tiene que tener un jarrón hecho de palabras ni de qué forma o qué material va a quedar cuando esté terminado (y, eso, asumiendo que va a completarse en algún momento). Para al menos intentarlo, se debe invocar la misma capacidad de síntesis endemoniada que permitió a Llinás salir a dar la cara en el prólogo de esta película, sacar un cuaderno rojo, mirar a la cámara y explicarle a su interlocutor como si nada:

Y así quedó, sintética y escultural, muy bonita la flor. Pero de un envase para contenerla no se puede dibujar nada porque un receptáculo de ese tamaño debe tener posibilidades muy abstractas y muy extrañas. ¿En dónde van a caber catorce horas de metraje? ¿Cómo posar la flor en un constructo que contenga sus historias y todas sus vertientes, subtramas, relatos paralelos o apéndices? Un florero crítico, literario, estadístico, descriptivo o analítico, pero no todo a la vez. Que se enamore del acto de relatar como la película misma (¿florero mimético?) o que, mejor, la describa como lo haría un reportero, con acotaciones de la filmografía de Llinás en un mapa del cine contemporáneo argentino. Quién sabe.

La única certeza en toda esta planeación inútil es que el jarrón alfabético tiene que tener un

a  g  u  j  e  r  o,

así, con agujeritos entre cada letra, para que por ahí puedan colarse las ideas. Un texto con un vacío delimitado que sea suficiente para poner en tensión a los enemigos invisibles de las guerrillas colombianas y a los intelectuales que quieran discutirlas, al cine silente y sus intertítulos, a las aventuras de Margaret Thatcher y a las de Giacomo Casanova. Un boquete de dibujo animado en forma de flor que destruya la pared de la cinefilia del lector y que, además, sirva de rastro: La flor pasó por aquí, se fue en esa dirección, dejó una ventana nueva en la sala de esta casa.

Se necesita ayuda para escribir eso. Por inspiración, no será tan mala idea recurrir a los libros.

2. La conspiración sucede a nuestras espaldas


(…) una mesa de desayuno, y alrededor de ésta, ante la luz del sol, había un grupo de hombres ruidosos y habladores, todos vestidos con la insolencia de la moda: con chalecos blancos y caros ojales. Algunos de sus chistes casi podían escucharse a través de la plaza. Entonces, el serio Secretario mostró su rara sonrisa y Syme entendió que este ruidoso y festivo desayuno era el cónclave secreto de los Dinamiteros Europeos.
G. K. Chesterton, El hombre que fue Jueves [1]

 

Las letras de Chesterton resuenan desde el fondo del florero y rebotan en uno de los pétalos de La flor. En el segundo episodio, una sociedad de científicos se reúne en un patio a plena luz del día —como el Consejo de los Días y su desayuno sinvergüenza—, para retomar las ambiciones de la alquimia y, a partir del veneno de un escorpión secreto, destilar por fin el elixir de la Eterna Juventud. Para lograrlo, necesitan someter a Flavia (Laura Paredes), quien lleva el veneno del arácnido dichoso en las venas. Como Syme en la novela de Chesterton, un día ella se encontró reunida con gente extraña alrededor de una mesa y se dio cuenta de que su compañía no era tan sencilla como parecía en un principio. Se dio cuenta de que era peligrosa. El peligro toma el té con sus compinches como si nada y uno se muere de la angustia.

Tal vez los enemigos que nunca ha tenido han decidido reunirse.
Alejandro Zambra, La vida privada de los árboles [2]

Dice Zambra que nuestros antiguos amores, sus nuevas parejas —celosos todos— y los emperadores sin rostro que tiran de los hilos del mundo (por alguna razón interesados en nosotros) están allá afuera y están empezando a tejerse los unos con los otros en una red asesina. Nuestros enemigos conspiran fumando y con lentes oscuros. Entrenan sus artes marciales en un cuarto oscuro teñido de luz roja. Tienen a un jefe malvado que se llama Casterman, una especie de Alain Delon cansado, con pinta de haber sobrevivido al final de El samurái (Le samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967) y de haberse vuelto gerente de una asociación de mercenarios, empequeñecido por los años. Syme había visto a tipos joviales comiendo en un balcón antes de saber que se rodeaba de malditos: nuestros enemigos lucen como gente insignificante. Son como espías.

El cine de espionaje es el cine de la intriga y de la traición. El tercer episodio de La flor es una de esas películas y nos revela que sus protagonistas son, una por una, traidoras. Agotaron sus opciones, tuvieron epifanías espirituales y se enamoraron cuando no debían; flaquearon. Ahora viene a cobrarles la fatalidad. Las cuatro espías se transformaron aunque no se note (el traidor que más daña es el que lo hace a escondidas) y son lo opuesto de lo que nos decía Chesterton desde el florero; generalmente, la traición es cuando el ordinario se revela como un espía. Aquí, descubrimos que quienes lucen como espías se han vuelto mundanas en el alma. En el terreno de Melville, Raymond Chandler y Adolfo Aristarain, eso se castiga.

(Ahora resulta, después de una rápida revisión al texto que pretende abordar esta película-laberinto, que se han llenado estos párrafos de demasiadas referencias y nombres propios. «Ve al grano de una vez, maldito mono peludo», piensa Casterman. Lo que quiere decir este apartado es que la imagen engaña; la superficie cuenta un cuento que la profundidad no comparte y La flor se abre en función de ambas: una voz exterior que narra las peripecias de cuatro mujeres multidimensionales y una voz interior que tiene un rumbo disidente, que habla de las inquietudes de la forma mientras se forma. Las dos se reúnen en los seis segmentos de La flor para resumir la historia de la cinematografía.)

3. Hablando de voces…


A estos argentinos les encanta hablar. En el mismo episodio (el de las espías), vuelven los comentarios en off de Llinás, a quien no escuchábamos desde el prólogo del cuadernito, para contarnos los pensamientos de la Agente 50 (Elisa Carricajo), porque una espía tiene que guardar silencio hasta dentro de su cabeza. Desde ese momento, la narración en off domina progresivamente la banda sonora, es decir, el director no puede resistir las ganas de hablar encima de lo que filmó. Su voz materializa, además de pensamientos, líneas argumentales enteras, flashbacks y, eventualmente, se vuelve un personaje por cuenta propia en el cuarto episodio para mofarse un poco de todo lo que ya nos ha mostrado en las primeras historias. Su voz, primer violín de una orquesta formada por el ruido de una aguja rayando el disco de donde sale una melodía de piano triste, un movimiento de cámara que surca el horizonte sureño mientras atardece y otro más que sube a las estrellas para luego regresar al rostro en éxtasis de Dreyfuss, el científico secuestrado, y fusionar su mirada con el firmamento nocturno; su voz, decía, condensa el sueño despierto de un hombre que creía que estaba a punto de morir y ahora se da cuenta que no, que vive. Esa voz, aunque no sea de Dreyfuss, se sume de todos modos en la fuga del pensamiento que ocurre cuando el cuerpo no tiene nada que hacer. Esa voz se contagia de las cosas que dice, se convierte como los traidores de hace dos párrafos.

Algo debe empujarlo a hablar tanto. Un motor tuvo que haberlo sacado del estado de reposo que es el silencio (¿florero físico matemático?). En el episodio musical, que es también el del escorpión y los alquimistas malévolos, la cantante altanera Victoria Aragón (Pilar Gamboa) obliga a Flavia a contarle la leyenda de cómo se formó Siempreverde, el famoso dueto integrado por Victoria y su exnovio Ricky. La obliga con una mirada rabiosa y con instrucciones dominantes —de las cuatro actrices, Gamboa es la reina de la furia—, por lo que a Flavia solamente le queda relatar lo que le piden. Narrar bajo coerción. Que el texto se pregunte cómo salen los cuentos cuando el narrador tiene miedo. Que indague sobre entonación y matices nerviosos, sobre cómo la motivación del hablante influye en los hechos que va hilando en acciones, situaciones, secuencias y capítulos. Sobre qué tan distinto habría sido el resultado si ese día no se hubiera sentido temeroso el elocuente, si ese día hubiera querido decir algo con alegría. A Flavia le salió una película en blanco y negro, lluviosa, como de Philippe Garrel.

4. «Nos estamos viendo»


Los expertos estadounidenses en storytelling, como las mujeres o los banqueros: todo lo piensan en términos de inversión. Una relación (en este caso, con el filme) tiene que darnos algo a cambio de lo que invertimos. Si te pongo una pistola en el primer acto, se dispara en el último. Si te cuento desde el principio, termino con el final. Si te encargo un florero, lo entregas completo; grande, chiquito, flaco o gordo, que se pare en la repisa o en la mesa mentada y que sostenga a la flor —a La flor— para poder verla desde lejos. Para pintarle una naturaleza muerta o para ponerla de centro de mesa de unos XV años, eso ya no es asunto del artesano.

Las narraciones que resultan de ese pacto siniestro han sido siempre producto del compromiso. Son garantías. El que tiene el poder de ser escuchado, lo tiene porque cumple lo que promete y no existe lugar para los narradores indecisos, agotados o cobardes. ¿A dónde va uno si lo que quiere es abandonar a su audiencia? Un espectador que puede dormirse o salirse a media película es alguien que está recibiendo más privilegios que el autor de fiar. En ese sentido, los episodios inconclusos de Llinás (o el episodio seis, el acéfalo) nulifican la relación de poder: si el cinéfilo puede irse antes de los créditos finales, el director también. Tan es así, que lo hace; Llinás agarra su cuaderno rojo, las llaves del coche y se va antes de que empiece el quinto episodio. El anfitrión de la fiesta se fue a dormir, ahí se ven.

Habría que seguir su ejemplo más seguido. El verdadero asunto aquí es que se podría escribir de esta película eternamente: no tendría mucho caso terminar algún intento de florero palabrero. De hecho, no hay manera. Si algo aprendimos al dejar a Valeria, Elisa, Pilar y Laura en las garras de Casterman, sin posibilidad de conocer su destino, es que las cosas no se acaban nunca. O tal vez sí, pero no aquí. Se acaban en otro lado.

TAMAÑO DE LETRA:


FUENTES:
[1] G. K. Chesterton, El hombre que fue Jueves, Ciudad de México, Mirlo, 2016.
[2] Alejandro Zambra, La vida privada de los árboles, Ciudad de México, Anagrama, 2007, p.83.