El primer reconocimiento en el dolor

Ven y mira (1985) de Elem Klímov


Por Icnitl Y. García 

El primer reconocimiento en el dolor

Ven y mira (1985) de Elem Klímov


Por Icnitl Y. García 

 

TAMAÑO DE LETRA:

Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos,
y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir
como con voz de trueno: ven y mira

Apocalipsis

En el esplendor del mundo industrial, en la consolidación del capitalismo y en la búsqueda de la expansión imperialista, Europa vivió, en escasas cuatro décadas, dos de los acontecimientos más brutales e ignominiosos desde la conformación de los estados nación. La guerra ha sido el lugar en el que se encuentran todas las construcciones humanas, desde la filosofía bélica de Sun Tzu, pasando por la justificación y exaltación racionales de G. W. F. Hegel, hasta la forma de reproducción económica depravada capitalista.

La narración de Elem Klímov, Ven y mira (Idí i Smotrí, 1985), se desarrolla en 1943 durante la ocupación de Bielorrusia por los nazis. La secuencia de apertura es una declaración de intenciones, un manifiesto del camino que tomará Klímov, no sólo estético, sino discursivo y de interpelación; «sal, te estoy hablando a ti», deja de arrinconarte en tu asiento, deja de refugiarte en el anonimato de la oscuridad, de la sala, de la masa; sal, te estoy hablando a ti.

Floria, un debutante y preciso Alekséi Krávchenko, es un adolescente que junto con su amigo-niño, buscan desesperadamente algún fusil abandonado entre los caminos de su aldea para poder incorporarse a los partisanos soviéticos. La necesidad de pertenencia y las conductas en masa, comúnmente acríticas e histéricas, impulsan la incorporación de los jóvenes a las líneas militares. En Jamás llegarán a viejos (They Shall Not Grow Old, 2018), Peter Jackson recupera los testimonios de los soldados ingleses durante la Primera Guerra Mundial y su educación de supremacía racial; los jóvenes de quince a diecisiete años se enlistaban principalmente porque no era posible que los alemanes se creyeran superiores a los británicos y porque «todo el mundo lo estaba haciendo», ¿cómo no ser parte del movimiento que pocos controlan pero en el que todos buscan participar?

Klímov construye su narrativa a partir de la iniciación, del puente entre la pérdida de la infancia y la transición a la juventud: Floria, el niño-adolescente impaciente por el combate y que llora amargamente porque lo han menospreciado, conoce a Glasha —Olga Mirónova en un gran trabajo desafiante—, una joven que anhela amar y parir y que llora porque su amor y deseo han partido con la guerra. En una articulación simbólica que permea toda la película, Klímov se desplazará libremente entre lo simbólico y la búsqueda de lo real con movimientos sutiles y capas finas de inteligencia en imágenes: los huevos rotos en el camino y la pérdida de la infancia; la garza[1] y su presencia en el amanecer sexual, en la adoración del cuerpo y la naturaleza, en una desnudez satisfecha; la abuela y la memoria de la historia en su sonrisa senil, y Glasha, el oráculo que le repite a Floria insistentemente que está ciego y sordo.

Junto a los símbolos, Klímov demarca de manera precisa y punzante algunos arquetipos propios de la miseria humana: el traidor, el lambiscón, el enano, el enajenado, el cobarde, el pusilánime, el cínico y el ladino; la guerra es el escenario del exceso, la manifestación de todas las perversiones, la miseria y la mezquindad; la humillación completa y lo grotesco. Provocar y fomentar la guerra y la masacre es para los perversos, sólo a ellos les conviene el terror, sólo a los cobardes les complace, sólo ellos sobreviven la vileza. En un estado perpetuo de intoxicación, sea por alcohol o comida o poder, Klímov expone un collage de depravaciones en el que constantemente interpela al espectador para hacernos saber con quién nos identificamos, con qué arquetipo, qué ignominia se nos vuelve espejo, qué justificación nos damos cuando ya todo está en calma; como ninguna es posible, la guerra debe justificarlo todo. El rostro expresa lo que el lenguaje no puede.

El trabajo de Klímov es una construcción poderosa de dominio técnico en el ritmo y la edición con resonancias a la Escalera de Odessa, de una narrativa furiosa cercana al naturalismo de Émile Zola y al terror expresionista de George Grosz; de un dominio de las aristas que nos recuerdan a León Tólstoi y de un lirismo en las imágenes tal que en la neblina se vislumbra a Andréi Tarkovski. Al director ruso no le tiembla la mano, no sólo en el poder discursivo, sino en la manera de encuadrar, de dirigir los planos secuencia con cámara en mano, para iluminar de manera precisa las tomas en exteriores de noche y lograr grandes composiciones a contraluz. Un artesano del horror que envejece a un niño de trece años con un maquillaje meticuloso, que emplea el oxímoron en el diseño sonoro y orquesta el caos en secuencias largas y atrevidas.

Ven y mira, aunque dislocante y poderosa en las entrañas y las sensaciones, es también un ensayo lúdico sobre la imagen, la manipulación del discurso, el encuadre y la importancia de lo que queda fuera de él; lo que Susan Sontag construye a partir de imágenes fijas, Klímov lo desarrolla en movimiento: la exaltación heroica de la guerra es un símil, una arista de la misma constelación, del pavor de la violencia. Elem Klímov sabe que la masacre no es responsabilidad sólo de un símbolo encumbrado, la secuencia en la que vemos disparar por primera vez a Floria es un análisis de lo político, lo económico, lo social y lo ontológico: la guerra como conflicto entre naciones, la guerra como demostración de poderío de recursos, la guerra como una ideología de masas orgullosas y, por último, la responsabilidad de la construcción cultural y personal: ¿es Floria quien apunta a una fotografía de Adolf Hitler cuando era un bebé o es Floria apuntándose a sí mismo antes que todo comenzara o es Floria apuntando a la cámara, es decir, a los espectadores? Klímov reconoce el peligro de un tiempo circular y acrítico, de la repetición incansable y de la irresponsabilidad propia. Por eso, para encontrar a los causantes de la barbarie, sólo es necesario el reflejo en el charco, en una mira, en una cámara.

Asistir a Ven y mira es asistir al recordatorio de que, para matar en la guerra, cualquier guerra, es necesario alimentar el odio, volvernos primitivos, bestias de ira y rencor. Tal vez por eso es tan pertinente revisarla en este momento, para reconocernos en la furia, el asco y el dolor, pero, también, para comprender lo que puede emerger de él, los objetos emanados de las imágenes dialécticas, de la escucha y la crítica, de la imaginación y la creatividad; pero, sobre todo, de la búsqueda y necesidad de la bondad. 


FUENTES:
[1] «Someone was able to move between the worlds —like the bird, who can move between the elements— from the outer world of the senses to an inner vision. In our imagination, we transcend the ordinary world by leaving the earth and the weight of the body. Wing lift us: Hope is a thing with feathers, Emily Dickinson». En Ami Ronnberg y Kathleen Martin, The book of symbols: reflections on archetypal images, Taschen, Colonia, 2010.

 

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