Yamada Naoko: la esencia de la voz


Por Satoru Montiel

Yamada Naoko: la esencia de la voz


Por Satoru Montiel

 

TAMAÑO DE LETRA:

Los vestigios


A la forma del nuevo medio de producción, que al principio está dominada todavía por la del anterior, corresponde, en la supraestructura, una conciencia onírica en la que lo nuevo se expresa de manera ejemplar a través de una configuración fantástica «Cada época sueña con la siguiente». Sin esta preforma fantástica en la conciencia onírica, no surge nada nuevo.
Walter Benjamin[1]

Puede decirse que el anime, como tal, tiene una fecha de origen incierta. Incluso se ha llegado a atribuir el título de «padre del anime» a Osamu Tezuka, uno de los brillantes artistas que definieron muchas de las bases y características del estilo de dibujo y lenguaje que conocemos en la animación japonesa actual. Sin embargo, resultaría arriesgado adjudicarle todo el crédito a Tezuka si se toma en cuenta que las primeras animaciones japonesas datan de 1910, tras la llegada del cinematógrafo al País del Sol Naciente, además de que el trabajo de Tezuka fue prolífico durante los años de posguerra.[2] Por otra parte, en décadas previas, se experimentaron todo tipo de técnicas, muchas de ellas inspiradas en el trabajo de cineastas extranjeros, como Raoul Walsh y su animación de sombras, o el uso del clásico arte de la animación sobre pizarrón. Artistas como Noburō Ōfuji, Yasuji Murata y Kenzō Masaoka se especializaron en las diversas técnicas que este arte ofrecía y, al mismo tiempo, comenzaron a explorar las posibilidades del lenguaje cinematográfico aplicándolo a sus obras.[3]

En este sentido, el anime como la gran industria que conocemos actualmente tuvo sus inicios a finales de los años cincuenta tras el rotundo fracaso de las productoras al intentar competir con la industria estadounidense. Por esta razón, se decidió invertir en una megaproducción que cumpliera con los estándares de calidad, y el primer paso para el notable cambio fue la creación de la Toei Doga Company, un estudio que apuntaba a un nivel capaz de competir en el mercado. En 1958, Toei realizó la primera película japonesa de animación a color, titulada La serpiente blanca (Taiji Yabushita, Hakujaden) una megaproducción basada en una antigua historia china, cuyo detalle y cuidado en cada fotograma logró cumplir con los estándares impuestos por la compañía. Posteriormente, debido al éxito que La serpiente blanca trajo a la empresa, la cantidad de trabajos producidos por Toei fueron en aumento. Se realizaron obras de una calidad impresionante que situaban a Japón como uno de los mayores distribuidores de animación en el mundo, ya que además del alto nivel técnico, la compañía pretendía exportar a Occidente sus producciones haciendo uso de historias internacionalmente conocidas, por lo que títulos como El gato con botas (Nagagutsu wo haita neko, 1969), La isla del tesoro (Dobutsu takarajima, 1971) y Taro, el hijo del dragón (Tatsu no ko Tarô, 1979) fueron obras sobresalientes que abrieron camino a la comercialización de la animación nipona en el extranjero.[4]

Por otra parte, el rumbo del anime daría un vuelco importante en 1960 gracias a la emisión de la primera serie animada, que llevó por título Mittsu no Hanashi, una pequeña producción que contó con tres episodios de 30 minutos, los cuales narraban historias cortas de tres autores diferentes. Tres años después, Astroboy revolucionó el rumbo de la animación. Fue transmitido por primera vez el primero de enero de 1963 bajo el sello de Mushi Productions, una compañía fundada por el mismo Osamu Tezuka. Astroboy se comenzó a emitir semanalmente en la televisión japonesa, alcanzando rápidamente una gran popularidad.

El boom de la serialización a partir de los años sesenta rápidamente acrecentó la cantidad de seguidores; en consecuencia, el número de productoras aumentó. La demanda iba en constante alza y, para la década de los setenta, la industria de la animación era un mercado increíblemente fuerte. Siguiendo los pasos de Toei, se adaptaron historias clásicas europeas y la cantidad de manga que obtenía su serialización al anime se convirtió en una constante de éxito que continúa hasta nuestros días.

Para valorar la importancia de Yamada Naoko dentro de la industria y aquilatar lo revolucionario de su obra, es necesario considerar lo que el anime representa en la cultura japonesa y su origen. El anime no sólo representó el crecimiento de una prolífica industria, sino que dio pie al surgimiento de un nuevo arte, una imagen dialéctica que permitía a Japón redimirse y entrar al recuerdo obligado de la humanidad como una representación del progreso. Así, el anime fungió como un dispositivo para la memoria, no para el olvido.

La obra de Yamada, aunque breve, supone una serie de evocaciones y pulsiones provenientes del alma y el gesto. Su estilo se ancla a un naturalismo cuya imagen-acción inspira a un cine del comportamiento, donde lo sensorial establece contacto con las situaciones exteriores.

Yamada Naoko nació en la prefectura de Gunma en 1984. Influenciada por las series que veía en la televisión, creció dibujando a personajes clásicos del anime, por lo que ingresó a la carrera de pintura al óleo en la Universidad de Artes y Diseño de Kioto. Al salir de la carrera, Yamada se colocó rápidamente dentro del importante estudio Kyoto Animation, donde empezó a sobresalir en trabajos secundarios dentro del proceso de animación. Su peculiar estilo era innegable, por lo que se fue haciendo de fama dentro de la compañía hasta que finalmente le ofrecieron lo que sería su primer trabajo como realizadora: la dirección de dos episodios para la popular serie Clannad (2007-2008), donde pudo experimentar con un arriesgado uso de planos, rompiendo con la estética y dirección establecida en capítulos anteriores. Sin embargo, la carrera de Yamada despegaría verdaderamente al aceptar la dirección completa de una adaptación del popular manga K-on!, el cual narraba, por medio de breves tiras, la vida diaria de un grupo de chicas en una preparatoria japonesa. Pese a las limitantes que ofrecía la adaptación de un proyecto aparentemente simple, Naoko aprovechó las banalidades narradas en el manga para generar imágenes ópticas y sonoras provenientes del paso del tiempo en la vida diaria de las protagonistas, generando circunstancias que más tarde se volverían una imagen-recuerdo. El devenir de la imagen óptica dentro de la serie permitía que la historia se desarrollara no sólo en una descripción de las situaciones cotidianas, si no que en constantes evocaciones de pasado y futuro, la multiplicidad de circuitos era capaz de retornar al presente por sí solo. Conforme avanzaba la serie, el mismo espectador se convertía en un ente capaz de evocar una imagen-recuerdo junto a los personajes.

K-on! usa mínimamente el recurso del flashback y, a pesar de ello, la representación (casi imperceptible en un inicio) del paso del tiempo nos hace retornar a los primeros episodios en una especie de bucle de memoria generado por nosotros mismos. El tiempo se bifurca y recordamos con nostalgia la época preparatoriana de los personajes, quienes, de forma inminente, deben partir dejando atrás los años más representativos de sus vidas. El gesto de llorar de Azusa (la más joven del grupo) ante la partida de sus compañeras a la Universidad genera una huella (objeto emocional), la cual crea un nexo interior entre la «situación impregnante» y la «acción explosiva».[5] Eso nos hace conscientes de nuestro propio presente, evocando al pasado y anhelando volver a él. Se confirma con esto la afirmación de Gilles Deleuze: «La imagen-recuerdo no nos entrega el pasado, sino que sólo representa el antiguo presente que el pasado fue».[6]

La dirección de las dos temporadas y la película de K-on! permitió a Naoko experimentar y establecer el estilo que finalmente la definiría, además de que le abriría las puertas para continuar dirigiendo en el estudio. Su creciente renombre en Kyoto Animation le permitió trabajar en lo que hoy es su proyecto más destacado y ambicioso; Una voz silenciosa (Koe no katachi, 2016).

La esencia de la voz


El cine de Yamada Naoko es un cine del instante y del cuerpo. Un cine de pulsiones e intensidades donde la belleza del entorno es aquello que desarticula la imagen operativa en una imagen ausente.

Una voz silenciosa es el tercer largometraje de Yamada Naoko, una adaptación del popular manga homónimo publicado por Kōdansha. Este filme no sólo representa un conjunto de exploraciones en la imagen-tiempo, imagen-acción que ya había abordado en trabajos anteriores, sino que busca tejer un vínculo sensorial entre el contraste de sonidos flotantes-maquínicos, la simetría de la imagen y el objeto emocional interno que en un inicio no justifica el porqué de las acciones de los personajes, las cuales operan en su mayoría como gestos.

Vilém Flusser define al gesto como un «movimiento del cuerpo o de un instrumento unido al mismo, para el cual no se da ninguna explicación causal satisfactoria».[7] Partiendo de esta idea, Yamada aborda la película presentando a personajes de quienes desconocemos las razones de sus actos. Éstos se irán develando y desarticulando gracias a la imagen-recuerdo operadora que, a diferencia del manga, se centra en el personaje de Shōya Ishida, un joven de preparatoria que prepara su muerte al inicio de la película.

La parábola de la falena de Georges Didi-Huberman en Arde la imagen cobra aquí una presencia fundamental.[8] La imagen en Una voz silenciosa presenta rasgos de una mariposa: es efímera y estética, por lo que puede parecer decorativa y no esencial. Sin embargo, esta estética que envuelve a los personajes en un espacio luminoso y sereno, no sólo representa a un país que a través del progreso logró salir de los estragos de la posguerra, sino que busca enfatizar el anhelo de toda una generación de jóvenes que, a pesar de vivir en uno de los países más desarrollados del mundo (transitando bajo el abrigo de una ciudad hermosa), su máximo deseo es la muerte. Los personajes coexisten en espacios perfectamente dibujados e iluminados, creando un fuerte contraste entre el interior de los personajes y la belleza del entorno, la cual se torna una simple serie de imágenes que los protagonistas se niegan a ver.

Esta tesis se refuerza al irrumpir una imagen-recuerdo musicalizada por la canción My Generation, de The Who. En un flashback de la ahora distante y anhelada infancia del protagonista, observamos vestigios de imágenes que sí concuerdan con su entorno. Un Shōya Ishida radiante camina al ritmo de la música mientras la sátira en la letra de la canción contrasta con el ritmo de la misma y con lo que estamos viendo en la pantalla.

La gente trata de hacernos caer
sólo porque estamos a su alrededor.
Las cosas que ellos hacen se ven terriblemente frías.
Espero morir antes de hacerme viejo.
¡Ésta es mi generación![9]

De esta manera comienza una película que pretende acercarnos al mundo sensorial de la imagen óptica-sonora por medio de un personaje sordomudo, quien llega a irrumpir en la imagen-recuerdo de Shōya Ishida (definiendo sus acciones futuras). Se trata de Shoko Nishimiya, coprotagonista que fungirá como condena y redención para Shōya, quien, sin razón alguna, comenzará a molestar a Nishimiya, alentado por la actitud poco empática y el creciente sentimiento de superioridad con que los compañeros de clase tratan la discapacidad que posee Nishiyima. Todos los personajes (aparentemente pasivos) del entorno observan burlones y, cuando finalmente Nisihimiya es transferida de escuela debido al constante acoso, todos los presentes apuntan y delatan a Shōya. Su entorno se transforma, la comunidad representada por sus compañeros de clase es capaz de privarlo de ser él mismo y, como si se tratase de un evento de karma, ahora Ishida es atormentado de la misma manera en la que él acosó a Nishimiya.

Shōya se descompone constante, violenta y silenciosamente. Así es como la sociedad hipócrita condena su estancia en el mundo. Su infantil pecado se convierte en un castigo de por vida. Ahora su voz carece de forma ante un mundo completamente sordo, un mundo incapaz de oír los lamentos de un alma que busca la redención.

En Mil mesetas, se plantea que «un cuerpo no se define por la forma que lo determina, ni como una sustancia o un sujeto determinados, ni por los órganos que posee o las funciones que ejerce».[10] El cuerpo de Nishimiya carece de la capacidad (y la función) de oír y hablar. Sin embargo, ella se convierte en la única persona capaz de entender la culpa con la que carga Ishida, por lo que deja atrás el resentimiento y le permite acercarse de nuevo a ella durante un fortuito reencuentro en la preparatoria. Paradójicamente, Nishimiya logra escucharlo, lo escucha a un nivel trascendental capaz de brindar una nueva forma a lo abstracto, una forma completamente silente y visual de aquello que creíamos que sólo se podía experimentar a través de nuestros oídos: la voz.

La forma de la voz no sólo es sonido, es representación, es símbolo, la voz es el cine mismo experimentado a través de las sensaciones. Es por ello que las sensaciones generadas en Una voz silenciosa implican absorber aquellas bajas frecuencias y vibraciones provenientes de la música, compuesta por una serie de sonidos sintéticos que acompañan las situaciones cumbre de la película. Cuando los sonidos sintetizados no absorben a la imagen, se privilegia el silencio para obligarnos a experimentar la constante sordera universal de la que somos inconscientes. Somos cuerpos disfuncionales, incapaces de ver y oír, incapaces de brindar una nueva forma a lo abstracto. 


FUENTES:
[1] Walter Benjamin, Tesis sobre la Historia y otros fragmentos, Ítaca, UACM, 2008.
[2] Antonio Horno López, Controversia sobre el origen del anime, Con A de animación, 2014.
[3] Laura Montero Plata, Los pioneros olvidados del anime: el caso de Kenzo Masaoka. Con A de animación, 2014, p.126.
[4] Roberto C. Álvarez Delgado. El modelo de animación nipón como elemento referencial en la creación de imágenes, Madrid, 2015.
[5] Gilles Deleuze, La imagen-movimiento, Estudios sobre cine 1, Paidós Comunicación, 2018.
[6] Gilles Deleuze, La imagen-tiempo, Estudios sobre cine 2, Paidós Comunicación, 2004.
[7] Vilém Flusser, Los gestos, fenomenología y comunicación, Barcelona, Herder, 1994.
[8] Georges Didi-Huberman, Arde la imagen. Serieve, 2012.
[9] Fragmento de la canción My Generation, The Who.
[10] Gilles Deleuze y Félix Guattari. Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos, 2004.