La imagen imprevisible

Confabulaciones entre guerra, cine y poesía


Jul 9, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

I


Lo imprevisible quiere decir el tiempo,
la oscuridad, el chorro de esperma, el sitio originario,
la tierra, la luz solar, la belleza impredecible de la naturaleza,
el fondo del cielo que estalla.

Pascal Quignard

 

La vibración de lo vivo opera sobre los cuerpos de una manera imprevisible, despertando en la mirada una inquietud que ya no puede ser colmada por el simple hecho de mirar lo que está enfrente. Presa por la histeria, por esa insistente presencia que estalla ante los ojos, la mirada es enturbiada por exceso de luz. «A veces, la mirada peca por exceso de luz».[1]

¿Exceso de luz? Tenebrosa oscuridad de la noche que sumerge la mirada en la gradual perdida de la visión.

Exceso de luz: vibración de los cuerpos que expresan su potencia soberana.

Exceso de luz: intensidad que desborda tiempo y espacio; ni cronológico ni geométrico sino una dimensión háptica de lo sensible en donde prima la imaginación y la libertad.

Exceso de luz: la expresión de la violencia; «[…] metamorfosis extraordinaria, monstruosa, con relación al estatuto de nuestra condición […]».[2]

Condición humana, inhumana, animal. «La sociedad humana es un gran animal con manías extrañas, severas, groseras, repetitivas, circulares, crueles que sólo la guerra llega a diversificar».[3] Diversificación que transforma toda definición psicológica, lógica o racional en una fisiología del cuerpo cuyas posibilidades de habitar el mundo están ritmadas por los imprevisibles estallidos de la guerra.

La guerra, puesta en cuestión que invalida cualquier estado normal de las cosas. La guerra, manifestación intensiva, vibrátil y variante que transforma, corrompe y falsifica la realidad aniquilando cualquier punto de referencia. La guerra manifiesta la variedad del azar: su testigo es el cuerpo y su punto de apoyo es el incesante movimiento del océano.

La guerra, al igual que un exceso de luz, nos desorienta. Y, paradójicamente, el arte también. «El arte busca algo que no está lejos de la muerte o que, en cierta manera, pertenece a su noche».[4] Arte y guerra ritman la existencia. Una, desde la destrucción que crea; la otra, desde la destrucción que aniquila. No obstante, ambas danzan el ritmo de la noche. Oscuridad abismal que traza un atlas de inconfesable amistad entre cine y poesía. El cine capta el movimiento de la locura, explora un campo global de coexistencias, pero la poesía es un rapto, el más profundo rapto que mezcla cuerpo y pensamiento. Cine, guerra y poesía: vibración que ritma los encuentros entre Andrzej Żuławski y Pascal Quignard que, de manera imprevisible, intentará confabular este ideario.

A través de imágenes que yuxtaponen lo familiar y lo extraño, Żuławski y Quignard conectan lugares inciertos; lugares íntimos que, al ser explorados por el cuerpo, trazan el espacio y el tiempo a partir de prolongaciones sensoriales. Aquí algunos ejemplos.

II


La imagen […] pertenece aún al mundo vivo;
es biológica; vive antes del fin;
señala indicios; vaga en la potencia pre-motriz de la acción.

Pascal Quignard

 

Registros del cuerpo. Żuławski capta esa poderosa potencia de las imágenes en donde la guerra es el preámbulo que hace estallar toda una mitología de la mirada cuyo punto culminante es la soberanía del cuerpo. Quignard: «Los mitos registraron estas miradas maléficas, aterradoras, catastróficas, petrificantes».[5] Miradas maléficas que nos recuerdan los peligros de Orfeo al voltear a ver Eurídice, la mortal frontalidad de ver a Medusa a los ojos o la astucia de la mirada oblicua que capta los reflejos de la gorgona a través del escudo de Perseo. Miradas maléficas que suspenden el instante de muerte que vendrá. Al comienzo de Trzecia czesc nocy (1971), ópera prima de Żuławski, Helena ve a través de la ventana la inmensidad del bosque que murmura algo indescifrable; se cambia de ropa, se ve frente al espejo, su mirada se ha transformado; su cuerpo se torna a la espera del soldado nazi a caballo que minutos después irrumpirá en la habitación, intercambiarán miradas cómplices durante un instante que servirá de antesala a la muerte.

«La guerra abre el alma de los hombres a otro estado psíquico (un estado más antiguo que imaginario, sin jerarquía, sin familia, sin limpieza, sin horario)».[6] Un estado soberano. En Trzecia czesc nocy, la guerra refleja los destellos del caos-mundo: la ocupación nazi en Polonia, los secuestros masivos a judíos, ejecuciones, plagas, infecciones. Reflejos de las perversiones de la mirada y de la vida en donde la temporalidad cronológica se transforma en una exuberancia de presencias. Presencia del tiempo que insiste, existe y persiste: histeria, alucinación y desfiguramiento ante las diferentes Helenas que deambulan a lo largo del filme sin saber más si es Helena, la esposa de Michal; Helena, la mujer que acaba de dar a luz, o Helena, la mujer del laboratorio en donde buscan una vacuna contra el tifus. Irresistiblemente, la guerra despoja, separa lo habitual de la experiencia contagiándola de una multiplicidad que, como las garrapatas que colapsan el organismo de Michal al succionarle la sangre, rompe cohesiones de la vida social para adentrarla en una fisura mucho más íntima, aventurada, que le sugiere presencias y gozos desconocidos. «Cada lugar posee su atributo y su sola presencia lo indica».[7] La inmersión en lo singular de las cosas y los seres hace visible lo invisible: fuerzas, intensidades y vibraciones, atributos sensibles que entrelazan tránsitos entre la vida y la muerte, como esos instantes desbordantes de Michal subiendo las escaleras, pegándose a la pared, corriendo, huyendo ante la inevitable visión de la muerte de Olek, su hijo.

La visión de Żuławski teje los hilos de una mitología que construye la trama del mundo. Eso que Quignard anuncia ante la guerra: ausencia de leyes, de horarios, de jerarquías. Lo anterior. El mundo en la vida también en la muerte. En Trzecia czesc nocy, nacer y perecer son imágenes que se sustraen de todo vínculo ordinario para explorar en cambio territorios de lo imprevisible: lo que no está, lo invisible, lo imposible, como ese instante posterior donde la otra Helena, con ayuda de Michal, da a luz a un bebé que es, de cierto modo, prolongación del hijo que Michal acaba de perder. Tanto la guerra como el arte, a partir de la violencia que arrasa con lo visible, da lugar a lo irreal y lo falso. Como efectos de remolinos, Żuławski erotiza la existencia y desata el poder de la mirada. Como bellamente expresa Quignard: «[…] la visión activa, impetuosa, es violenta, sexual, maléfica».[8]

Poco importan las palabras que use. En las imprevisiones de Trzecia czesc nocy, la mirada fulgurante penetra con poderosa intensidad como la muerte, la locura o el amor. ¿Qué es el amor? Y responderá la tercera Helena: «Todo lo contrario a la crueldad. Total desprecio de lo que no es amor». Intimidación hipnótica, cercana a la fascinación, en donde el cuerpo es presa de sensaciones que van más allá de todo control de sí mismo, como ese abrazo entre Michal y la tercera Helena en el que, por un instante, se tocan el corazón, se funden en su latido, son lo mismo. Lo que opera aquí es el deseo cuyo efecto es la interrelación de lo humano con la vida. «Ni en el dolor ni en el pensamiento hay nada que pueda compararse con esta experiencia totalizante».[9] En Trzecia czesc nocy, aliento, sudor, lagrimas, sangre, el amanecer y la noche se tornan fuerzas que dibujan una topología del mundo. Topología que incita a buscar, buscar más allá del mundo visible sus contra: lo que está detrás de lo conocido. Lo imprevisible. Quignard: «Un contra-mundo de fuerzas está detrás de todas las formas que se manifiestan en este mundo».[10]

III


A este algo que surge en la oscuridad,
en el abandono, en el vacío, en el hombre,
en la noche, en la soledad, la llamamos «una imagen».

Pascal Quignard

 

Abandono, vacío, la noche: la guerra estalla intensidades de las que surge un contra-mundo. Como ha sido manifestado, lejos de transmitir un momento psicológico, Żuławski nos adentra en un instante fisiológico. Contra-mundo de la invasión prusiana a Polonia en 1793, Diabel (1972) prolonga una fisiología trágica que expresa «[…] el irresistible instante de muerte».[11] Es el deseo lo que invade lo fisiológico y el pensamiento. Un instante visceral que dilata los órganos al mezclar la vitalidad y la libido del cuerpo como la escena inicial del filme, que exhibe los encuentros del ritmo del caballo galopando, los sonidos de las balas y los gritos de tortura en una multiplicidad fascinante. Entonces resultan indistinguibles ira, amor, dolor o furor, pues danzan al ritmo de Hades. Danza macabra que vuelve a Eros y Tánatos indiscernibles. Mirada fascinada; preámbulo de un acto de irresistible muerte. Reparemos en las siguientes palabras de Quignard: «La guerra es el alma de cada uno en alerta […] en el cuerpo sumido en una angustia que se mezcla con fiebre».[12]

Durante la guerra, bosque o ciudad son atmósferas presas por estallidos que nulifican todo sentido. «Sólo el estallido, los estallidos podrían corresponder a ese desbordamiento en que si él se ha visto para siempre incluirse: estallar».[13] Tanto en Trzecia czesc nocy como en Diabel, bosque o ciudad, ciudad o bosque, se tornan atmósferas abigarradas, desbordantes de los personajes en estallidos, exasperaciones presas de un deseo excesivo en el que es difícil distinguir si es la vida o la proximidad de la muerte lo que se expresa. La turbación desmedida y el cuerpo desencajado son las únicas certezas que habitan estos paisajes alucinantes o, más bien, regiones excesivas, fraccionarias, expresiones del vacío: todo fuera de sí pulsa al ritmo de puntos culminantes vibrátiles que se hacen latentes ante la emergencia de cualidades sonoras que el compositor Andrzej Korzyński bellamente relaciona en una experiencia totalizante.

Teatro, orgía y guerra: Diabel es un viaje de mezclas y encuentros que expresan diferentes instantes de muerte, como el encuentro con los actores que interpretan a William Shakespeare en el bosque en un intento por sobrevivir; el momento en que entra al castillo y, en medio de danza, histeria, deseo y éxtasis, Jacob se da cuenta que su amada se ha comprometido con alguien más, o, de regreso a casa, invadido de catástrofe y caos, encuentra a su padre muerto. Puntualmente, en el cine de Żuławski, el teatro y la danza expresan el paroxismo del combate cuerpo a cuerpo en donde los personajes se disuelven en vitalidades cuya composición otra revela sin cesar las fabulaciones del deseo, como la escena del prostíbulo en donde la risa hace estallar el silencio que nos rapta y sumerge en un estado de locura ante el imprevisible encuentro entre Jacob y su madre. «El deseo insulta la realidad».[14] Experiencia totalizante, es el deseo lo que opera aquí, es el deseo lo que nos ha raptado. «Por un azar que se repite en cada instante hay un mundo. Por un azar que se repite a cada instante pensamos. Por un azar somos».[15]

En Diabel, la intimidad de la muerte abre la puerta a lo intempestivo. «La cercanía de la muerte crea sensaciones de apetito y belleza».[16] Lo intempestivo desencadena imágenes colmadas de energía cuyo efecto es la estimulación del deseo, como la escena final, en la que el misterioso personaje que acompaña a Jacob en este delirante viaje dice: «el mundo es horrible o es mi enfermedad. No puedo describirlo, sólo bailarlo». La apasionante cercanía de la muerte muestra la transformación que impide apresar la vida en las redes de la determinación. ¿Cómo hacer frente a la guerra? Actuando. Bailando. Creando. Amando.

«Crear es asaltar un frente sin rival, donde la comunidad no existe. Crear es el único terreno bueno que existe en el mundo».[17] Terreno de creación en donde cine y poesía construyen lo que no estaba, territorio inhallable, inimaginable, irreal. Buscar la fuerza que falta, desgarrar la trama, erotizar el mundo. «Es algo curioso que lo anterior erótico de cada cuerpo humano este desterrado del mundo social».[18] Al hacerse cuerpo, incorporando una fuerza desbordante que destruye la determinación, tanto Żuławski como Quignard nos colman de imágenes irresistibles que se imponen con soberanía ante nuestros ojos y, aún en tiempos de guerra, «determinan las horas más hermosas que podemos vivir o hayamos podido vivir».[19]


FUENTES:
[1] Pascal Quignard, El lector, Valladolid, Cuatro ediciones, 2008, p. 20.
[2] Ibíd., p. 36.
[3] Pascal Quignard, Los desarzonados, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2013, p. 180.
[4] Pascal Quignard, La noche sexual, Madrid, Editorial Funambulista, 2018, p. 166.
[5] Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Barcelona, Editorial Minúscula, 2006, p. 77.
[6] Pascal Quignard, Los desarzonados, op. cit., p. 177.
[7] Pascal Quignard, El sexo y el espanto, op. cit., p. 41.
[8] Ibíd., pp. 76-77.
[9] Ibíd., p. 112.
[10] Pascal Quignard, Los desarzonados, op. cit., p. 243.
[11] Pascal Quignard, El sexo y el espanto, op. cit., p. 129.
[12] Pascal Quignard, Los desarzonados, op. cit., p. 177.
[13] Pascal Quignard, El lector, op. cit., p. 74.
[14] Pascal Quignard, El sexo y el espanto, op. cit., p. 83.
[15] Ibíd., p. 116.
[16] Pascal Quignard, Retórica especulativa, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2006, p. 33.
[17] Pascal Quignard, Los desarzonados, op. cit., p. 22.
[18] Ibíd., p. 254.
[19] Pascal Quignard, La noche sexual, op. cit., p. 206.