Revolución sin guerra: el cuerpo como trinchera

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We Exist, Arcade Fire

¿Cómo saber en qué momento es apropiado parar de comer si lo que cabe dentro de lo que es correcto no puede medirse con un parámetro universal? Se come por necesidad biológica, para obtener energía y nutrimentos. Sin embargo, devorar algo produce un placer distinto, uno que no es afable a la vista de un tercero ni debidamente aceptado en sociedad; no importa que la base de este gozo sea una pulsión natural, simplemente no es correcto comer hasta el hartazgo, pasar de un plato a otro, masticar con la boca abierta y llevarse los dedos a la boca para degustar.

Resulta insurrecto permitirse esta debilidad. Es más grave aún si quien comete la atrocidad es una mujer, si decide beber de más en un restaurante, ordenar cada uno de los platillos en el menú, sorber los líquidos de manera ruidosa, reír a carcajadas y limpiarse los dedos con el mantel. De manera exponencial, esta osadía adquiere rebeldía cuando se trata de dos señoritas checas que engullen un pastel acompañado de vino mientras comparten la mesa con un hombre que les dobla la edad en un fino restaurante. Con esta secuencia de Las margaritas (Sedmikrásky, 1966), Vera Chytilová marcó una pauta en lo que significaba una revolución desde lo íntimo.

Enmarcada por el contexto social de su realización ―el preludio de la Primavera de Praga―, Las margaritas recoge una fractura social que estalló a nivel global en la década de los sesenta: la revolución cultural, una era en donde los modos de vida y las nuevas costumbres adquiridas por la juventud provocaron la ruptura de diversos paradigmas sociales y, sobre todo, la erradicación de los conceptos inamovibles de familia y religión, instituciones sociales que, por primera vez en la historia, eran cuestionados y desechados.[1]

En el caso de la segunda película de Chytilová, las nociones cuya significación perdieron vigencia fueron la sexualidad y la feminidad, cuestionamientos que encontraron un momento histórico fértil en los sesenta, pues la discusión en torno a la independencia de la condición humana de los cánones sociales sobre el trabajo, el matrimonio y las formas de gobierno se había colocado en el foco de atención. Como lo menciona Hannah Arendt en su obra On Revolution, «The very idea of equality as we understand it was utterly unknown prior to the modern age»;[2] bajo la luz de la revolución cultural, el concepto de «equidad» como lo menciona la autora cobra un sentido menos material, y puede entenderse, más bien, como una búsqueda de equidad espiritual donde alcanzar un nivel de satisfacción personal fuera accesible para todos.

Es a partir de estas disertaciones que la revolución gestada en Las margaritas tiene oportunidad de germinar: las protagonistas deciden buscar la libertad a través de la degeneración, de la cual, según ellas, nadie está exento, y prefieren divertirse con la idea en lugar de acongojarse ante ésta. Desde la segunda secuencia de la cinta ―la del restaurante y el imparable apetito― la postura es muy clara: el uso autónomo del cuerpo como pendón, mecanismo e instrumento de guerra.

¿Cuál es el método para lograr una revolución sin iniciar una guerra? ¿De qué manera se pueden provocar cambios profundos en las súperestructuras que componen la sociedad si no es mediante la violencia? De manera teórica, podría generarse una rotación pacífica: buscar la emancipación a través de mecanismos delicados y dóciles, pero, para el par de margaritas de Chytilová, no había opción. Sus figuras esbeltas y sus finos rostros no podían contener más la velada represión, su apetito decidió por ellas: su cuerpo sería su estandarte, uno que no conocería límites, vergüenza o recato.

A partir de ese mantra comienza a configurarse el sendero por donde avanza su lucha, una que no se conducía con armas ni pelotones, pues, como lo propone Arendt: «In contrast to revolution, the aim of war was only in rare cases bound up with the notion of freedom»,[3] sino que osaba violentar ciertos aspectos morales que se acentuaban cuando una jovencita los violaba, como correr por una pradera ignorando la manera en que se alzan sus vestidos de la parte de atrás. Para ellas, la apropiación de su cuerpo ―alejándolo de la sexualización y acercándolo al libre jugueteo y experimentación― era su manera de alcanzar eso que anhelan: la libertad.

Usar libertad como concepto en toda la extensión de la palabra es más peligroso que andar por la vida con el vestido alzado: la defensa de una ideología puede comenzar una guerra donde se ponga en peligro la vida y el bienestar de un grupo, un territorio e incluso de una sociedad; mientras tanto, la decisión de un par de chicas de caminar mostrando partes de su cuerpo puede provocar mucho disgusto, rabia o indignación y mancillar los valores preponderantes en su entorno; sin embargo, es innegable que esta guerra parece implotar, más que explotar. Si no se clarifica qué clase de libertad buscaban las margaritas, se podría inferir que necesitaban terminar con un estado de esclavitud que subyugaba en su totalidad su libre albedrío, no desentenderse de las buenas costumbres o las etiquetas formales. A su manera, estas chicas declararon una revolución ―silenciosa, íntima y disimulada si se compara con lo apabullante, monumental e ineludible de las grandes guerras― ante el sometimiento del escarnio público que no les impedía vivir, pero sí alcanzar la plenitud.

En la escena inicial, observamos el baño de sol de las chicas que se encuentran sentadas mirando hacia la cámara, en la charla en donde ambas deciden convertirse en pervertidas. Una de ellas toma una corona de flores y la coloca en su cabeza: «como virgen», dice mientras ríen, haciendo evidente una nueva clase de virginidad, una que resulta accesoria. Esta secuencia comparte ciertos vasos comunicantes con un fragmento de El ruido y la furia (The Sound and the Fury, 1929), de William Faulkner, donde padre e hijo conversan con cierto pesar acerca de la «virginidad» perdida, robada, usurpada de la única hija de la familia; en esta conversación, el padre le confiesa a su primogénito que el concepto de virginidad es una creación de los hombres para nombrar algo que les avergüenza poseer. Regresando a Las margaritas, se hace alusión a un estado virginal que reside sólo en la mente y que, por lo tanto, se puede quitar y poner a voluntad, alejándose así de aquellos cánones rancios y rebasados.

La exploración formal de Chytilová se acompasa con la discursiva y enfatiza que, aunque no se trate de una guerra con bombas y cañones, tiene un anclaje en lo violento. El estilo experimental de la cinta, tanto en la narrativa como en los recursos formales, es agresivo para el espectador: la historia no se desarrolla de manera lineal ni convencional; las situaciones saltan temporal y espacialmente (en una elipsis, las chicas pasan de estar saltando en la cama de su habitación a caer en una pradera); los diálogos se desarrollan a través de conceptos vinculados a su contexto social, como la revolución cultural que se gestaba en el país, y las escenas se construyen a través de alegorías visuales (mientras escuchan una llamada telefónica donde un hombre le confiesa su amor a una de las margaritas, ellas cortan y rompen pepinillos, salchichas y otros alimentos con forma fálica) a través de la comicidad y la burla.

Esta transgresión cinematográfica funciona bajo los mismos códigos que la vida: si algo irrumpe la paz, no hay manera en la que aquello que fue trasgredido permanezca igual. A través de dos niveles (el diegético y el contextual), esto adquiere claridad: por un lado, en las escenas finales, las protagonistas han comprendido: «Seremos diligentes y buenas; cuando limpiemos todo, seremos felices», haciendo alusión al desastre que habían generado durante toda la película, moral y materialmente. Para enmendar estas irrupciones, se disponen a ordenar y limpiar la basura generada al comer sin parar; sin embargo, un candelabro les cae encima, simbolizando que no existe una revolución sin consecuencias. Fuera de la diégesis, Las margaritas fue prohibida en Checoslovaquia por su abundante representación lasciva e inmoral, y a su directora le fue prohibido seguir realizando obras audiovisuales en su país por casi una década.

En ese sentido, y a diferencia de otras guerras, las margaritas no buscaban conquistar su entorno ni expandirse en éste, sólo deseaban encontrar un lugar sin desplazar a nadie. En un diálogo, se alude este tema cuando una de las chicas le menciona a la otra: «No tienes domicilio registrado, no tienes trabajo: sería muy difícil probar tu existencia». Ella, en vez de negarlo o buscar adherirse a esas exigencias, prefiere abrazar esa idea a lo largo de la cinta. La situación concluye cuando, en una de las escenas culminantes, toma consciencia de su existencia al notar la basura que ha dejado atrás después de devorar las mazorcas que robó de un granjero, como si el desorden, la perversión y la destrucción fueran las únicas formas de saberse alguien en el mundo.

Habría que aceptar que la guerra no es un camino, es un ciclo interminable, pero también irrepetible: ninguna revolución es igual a otra. En ésta, la de la década de los sesenta, la forma de imprimir violencia era a través de los jeans, el rock, las drogas, los métodos anticonceptivos y el ateísmo. La negación de los cánones representaba una nueva vuelta en el ciclo de las revoluciones: «The notion that the course of history suddenly begins anew, with an entirely new story, a story never known or told before is about to unfold».[4]

Aunque las margaritas no sean capaces de emanciparse de los preceptos de la época anterior ―donde la mujer buscaba ser validada a través de otras miradas (evidente cuando ambas se lamentan que el granjero al que robaron las mazorcas ni siquiera las miró)―, la huella que se crea a través de su imparable alboroto, la apropiación de su cuerpo, la caricaturización de la libertad sexual y el cuestionamiento de su propia existencia es una enseñanza de liberación y, al mismo tiempo, una mofa hacia los estragos de su época, donde las guerras con cañones, soldados y cientos de muertos no irritaban a su entorno de la misma manera que una mujer tomando anticonceptivos. El epílogo de la cinta lo deja muy claro: «Dedicamos esta película a los que se indignan tan sólo por ensaladitas pisoteadas».


FUENTES:
[1] Eric Hobsbawm. Historia del siglo XX: 1914-1991, México, Crítica, 2014.
[2] Hannah Arendt, On Revolution, Inglaterra, Penguin Books, quinta edición, 1990, p. 40.
[3] Ibíd., p. 12.
[4] Ibíd. p. 28.