El final de las vacaciones

De jueves a domingo (2012) de Dominga Sotomayor


Sep 17, 2019

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La definición de ocio suele aludir a un momento de descanso y distracción. Se puede visualizar como una pequeña viñeta de escape, un efímero instante donde el opresivo asimiento de la cotidianeidad es apaciguado y preocupaciones de otra índole toman su lugar. Sin el autoimpuesto régimen del pragmatismo como armazón, las personas quedan desprotegidas ante los impulsos de lo aspiracional.

Dentro de este complejo estado emocional es donde oscila la aún incipiente pero ya notable filmografía de la cineasta chilena Dominga Sotomayor. Tanto en sus trabajos cortos como en sus largometrajes, la cámara suele permanecer estática y los planos se desenvuelven sin urgencia. El lenguaje coexiste en complicidad con el aura desentendida que proyectan los personajes en su afán por encontrar dispersión. En su cine, el ocio trasciende su dimensión de esparcimiento para reflejar una capa más profunda de reflexión, un espacio psicológico donde se evaden los lineamientos de «los grandes argumentos» y las oportunidades para introspección nacen más bien de sutiles episodios de ruptura.

Cumpleaños, visitas donde familiares, veranos para andar en bicicleta. Éstas son las escenas formativas que en el universo de la directora sudamericana mejor vislumbran el crecimiento personal. Tan solo toma unos cuantos minutos de De jueves a domingo (2012) para quedar claro en ello. Desde el primer plano de esta ópera prima, la perspectiva queda cimentada. Se trata de una magistral toma estática de cuatro minutos de duración donde en primer plano está Lucía, la niña protagonista, tirada sobre la cama, mientras que detrás de ella la extensa profundidad de campo deja ver a sus padres cargar valijas en el maletero del auto. La callada respiración de la preadolescente y el retumbar descuidado del embalaje se entremezclan entre sí en armonía. Ambas realidades conviven dentro del mismo encuadre visual y sonoro, y aún así, la sensación de distanciamiento se vuelve lo más palpable de la secuencia.

Para Lucía y su hermano menor, Manuel, el viaje a la playa al que se aventuran representa una oportunidad de expandir su mundo de asombro e imaginación, pero, para sus padres, tales tiempos muertos más bien resaltan las dificultades que existen en sus ya de por sí fragmentadas dinámicas de interacción. El argumento se convierte entonces en un estira y encoge entre jóvenes que se aferran a mantener su añorada suspensión de incredulidad y adultos que con su torpeza afectiva atentan constantemente a romperla.

Sotomayor empatiza con la incomodidad y claustrofobia que sienten los niños en este escenario, por lo que equipara la mirada de su lente con la de ellos en el asiento trasero. Las imágenes de sus progenitores hablando vienen desde reflejos de retrovisores y medios perfiles tapados por los asientos. Es observar el mundo desde una posición de desventaja donde la información llega a medias y las decisiones son tomadas por otros. Ante tal panorama, el ocio se convierte en la tirita adhesiva que por un instante tapa la herida, pero que al quitarse trae consigo un nuevo ardor. Queda la ingenua esperanza de que el viaje nunca acabe y que el acechante espectro de finalidad no termine por asentarse. El goce del momento se vuelve circunstancial, ya que el verdadero deseo es no tener que lidiar con las implicaciones del camino de vuelta.

La principal virtud de De jueves a domingo yace en su compromiso por retratar de manera sentida y genuina toda esa incertidumbre y melancolía que se vive y no se verbaliza. Es el testamento fílmico de esa última mirada por la ventana luego de un viaje del que sabemos que ya nada va a ser igual.

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