Espacialidad y temporalidad del cine temprano en América Latina

Sobre la fascinación del cine y la suspensión de trabajo.[1]


Sep 26, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

No es la vida sino su sombra,
no es el movimiento sino
su espectro silencioso.

Máximo Gorki

La función del cine ha sido comprendida de manera preponderantemente visual, ya sea como registro de la vida de las élites en su periodo temprano, como pedagogía visual sobre las masas desde una visión gubernamental de las imágenes o como máquina de entretención desde la perspectiva industrial-comercial. Sin embargo, aquí propondremos pensar esta tecnología como si su naturaleza fuera antes que nada espacial y temporal; más allá del predominio de la pura mirada, las diversas relaciones de los cuerpos y sus sentidos en plenitud abren una dimensión espacio-temporal que excede las preguntas por sus funciones estrictamente visuales. Desde esta perspectiva, podemos repensar el fenómeno del cine temprano en América Latina al margen de la primacía visual atribuida a la objetividad del ojo mecánico, ya que, por el contrario, éste guardó una relación singular con una atmósfera invisible y nocturna donde los cuerpos anónimos encontraron su refugio alejados del orden de la dominación laboral, moral e identitaria.

La primera relación espacial del cine en América Latina fue su propagación por los rincones y recovecos urbanos, fundamentalmente en sus zonas marginales.[2] El cine abandonó rápidamente el centro de las metrópolis latinoamericanas y se instaló en las fronteras difusas de las ciudades en expansión. En 1924, el pintor y escritor chileno Juan Emar se lamentaba por las extensiones desmesuradas de la ciudad de Santiago: «Alguien me decía que en las calles santiaguinas no se puede ni pensar concentradamente, pues son tan largas, tan largas que hasta los pensamientos se escurren por ellas, como el agua por cañerías o canales, hacia los campos, hacia la inmensidad».[3] Pocas décadas antes de que el autor chileno redactara estas líneas en sus Escritos de arte, la ciudad era comprendida como el hogar de la racionalidad y el espacio propio de la civilización.[4] Sin embargo, para fines del siglo XIX y comienzos del XX, las principales ciudades del continente crecieron de manera desmesurada, tanto en sus dimensiones materiales como en el número de habitantes, así como también se multiplicaron los conflictos asociados a las nuevas formas de la vida urbana. Por este motivo, Julio Ramos se refirió a ellas como «catástrofe del significante»,[5] es decir, desde fines del siglo XIX, «la ciudad aparecerá ligada a la representación del desastre, de la catástrofe, como metáfora clave de la modernidad».[6]

Fue en medio de esta desarticulación de la comprensión totalizadora y racionalista de la ciudad, donde el cine se diseminó como una «epidemia» o un «flagelo», según las palabras de los críticos escandalizados de la época. Tal como escribió Joaquín Díaz Garcés (fundador de El Mercurio de Santiago, exalcalde capitalino y director de la Escuela de Bellas Artes de Santiago entre 1916 y 1919): «[M]e he podido dar cuenta de la rapidez con que ha invadido el territorio el flagelo del cinematógrafo. La ciudad queda vacía (…) [y] donde el cinematógrafo hace verdaderos estragos es por los campos. Hay extensiones despobladas donde no se ve otra cosa que un sauce llorón, un huaso a caballo y un cinematógrafo».[7] De este modo, la así llamada «epidemia»[8] del cine desorganizó el funcionamiento del cuerpo social. Su diseminación por el entramado complejo de las crecientes ciudades arrebató a los sujetos de los lugares y los tiempos donde estos «debían» estar según una estricta organización que sometía las vidas subalternas a la circularidad del tiempo de trabajo y el tiempo de descanso.

Ahora bien, teniendo presente esta idea sobre la propagación del cine por las ciudades, nos concentraremos a continuación en una noción más específica de su carácter espacial-temporal y nos referiremos al modo en que el cine produjo, antes que nada, una atmósfera. Esto quiere decir que, por un lado, la configuración de su espacialidad no dependió de un lugar específico, como lo eran el teatro para las artes dramáticas o el museo para las artes visuales tradicionales, y, por otro lado, su temporalidad no es mesurable a partir de la pura sucesión cronológica que mide los tiempos de producción, de consumo o de descanso. Estos territorios emergieron en barracas, cafés, prostíbulos o carpas, y, sumergidos en aquella atmósfera, los sujetos anónimos buscaron nuevas experiencias estéticas vinculadas a la fascinación y la transgresión.

1. Espacialidad del cine


En este punto, debemos clarificar la noción de espacialidad que estamos utilizando. Hemos dicho espacialidad del cine y no «espacios del cine» o «lugares del cine» por razones conceptuales precisas. En primer lugar, el cine temprano no produjo un lugar específico o autónomo como el museo o el teatro. Además, estos últimos tenían una función social y simbólica que consistía en producir la diferencia entre las así llamadas alta y baja culturas. Antes de la irrupción del cine, ninguna tecnología o producción cultural había golpeado de forma tan dura esa división elitista del arte, haciendo evidente su condición de impureza esencial. En segundo lugar, en términos filosóficos, podemos decir que la espacialidad del cine no es subsumible en la comprensión neutra y homogénea del concepto de «espacio», sea éste comprendido como res extensa, esto es, la extensión como sustancia y determinación ontológica del mundo (en términos cartesianos), o entendido como forma pura a priori de la sensibilidad del sujeto (en términos kantianos). La espacialidad que buscamos analizar no refiere a una cualidad secundaria respecto del espacio que la antecede de modo sustancial o trascendental. Por el contrario, ésta se refiere a una red de relaciones sensibles que posibilita la elaboración ulterior de cualquier noción conceptual del espacio o la determinación de un lugar específico de cine. En palabras más simples, la espacialidad del cine en este periodo temprano no preexistía a las relaciones y remisiones que se produjeron entre la tecnología, las miradas, las imágenes, los cuerpos, la oscuridad, la embriaguez y los deseos. Sin intenciones de abusar de los términos, lo que buscamos describir se aproxima más a lo que Martin Heidegger llamó «espacialidad intramundana»,[9] es decir, un estar en el mundo ocupándose de una «totalidad respeccional», pero este «estar-en» no quiere decir estar en alguna parte dentro del espacio, sino, más bien, es un habitar las relaciones mismas que componen el mundo (en este caso, la atmósfera del cine). En síntesis, se entiende que la espacialidad del cine no remite simplemente a un lugar físico ni tampoco a un espacio meramente abstracto, sino a la apertura de las relaciones entre la técnica y los cuerpos al interior de un tejido sensible. No se está en el espacio del cine, sino que se habita su espacialidad como una atmósfera en la que cada elemento, cada gesto, sonido o imagen tiene relación con todos los demás.

En nuestro análisis de la espacialidad, buscamos poner de relieve las relaciones mismas que el cine estableció con los cuerpos y sus sentidos (es decir, tanto con la visión como con los otros órganos sensoriales), pero también con el aparato psíquico de los espectadores (las fantasías, los deseos, las pulsiones). Por eso hemos dicho que la espacialidad del cine no correspondió a un espacio o a un lugar preexistente, sino a la emergencia de una atmósfera que, como un flujo invisible, involucró los cuerpos en su multiplicidad sensorial. Los griegos llamaron atmos a este vapor invisible que a la vez separa y une los cuerpos, y se relaciona también con el sánscrito atman, que significa respiración, aliento y sensación. El poeta, guionista y crítico húngaro Béla Balázs, en los años veinte del siglo pasado, describió esta atmósfera del siguiente modo: «La atmósfera es probablemente el alma de todo arte. Es el aire y el aroma que rodea a toda las figuras como una exhalación de las formas, creando un medio propio de un mundo propio».[10] Algunas líneas más adelante en su libro El hombre visible, Balázs se refiere a la especificidad del cine a diferencia de otras artes:

En el teatro existe una diferencia importante entre las personas parlantes y las cosas mudas. Viven en dimensiones diferentes. En el cine, esta importante diferencia desaparece. Allí las cosas no están tan postergadas y degradadas. En el mutismo compartido se vuelven casi homogéneas con el hombre (…) Al no hablar menos que las personas dicen tanto como ellas. Este es el enigma de aquella atmósfera especial del cine (…)[11]

Ya hemos mencionado que la atmósfera del cine prosperó en los márgenes de las ciudades en América Latina y estuvo vinculada a una búsqueda de transgresión. Así, por ejemplo, el guionista Norbert Jaques se topó con un filme pornográfico en un prostíbulo en la zona de Isla Maciel, Buenos Aires, y escribió lo siguiente: «las mujeres circulaban entre los huéspedes, la mayoría alemanes. Mientras tanto, por la pantalla desfilaban todas las formas de ‘amar’, ocasionalmente interrumpidas por lesbianas, pederastas, escenas masturbatorias, sádicos y masoquistas».[12] En América Latina, la atmósfera del cine temprano fue descrita en términos menos poéticos que los de Bálazs. Como podemos leer también en las palabras del empresario Augusto Pérez Ordenes, quien se refirió a los primeros años del cine en Chile haciendo hincapié en la dura condición atmosférica: «El buen público de ese tiempo, entusiasmado por la novedad de los ‘monos mágicos’, no sentía la dureza de los asientos, ni los ataques alevosos de las pulgas criadas en óptimas condiciones en la tierra suelta de la platea, no notaba el penoso trabajo de sus pulmones para absorber oxígeno de una atmósfera masticable».[13]

Los géneros literarios de la crónica y el relato tuvieron un rol fundamental en el acercamiento hacia aquellos espacios en los lindes de las ciudades donde prosperó la espacialidad del cine. En el libro Espectros de luz. Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana, la autora chilena Valeria de los Ríos menciona que «[e]l primer encuentro entre escritura y cine se produjo en el territorio de la crónica»;[14] para la autora, ambos son «productos y archivos de la modernidad»[15] y, como ha señalado Julio Ramos, los escritores se dirigieron hacia los límenes de la urbe para producir un nuevo tipo de saber: «En esos paseos el cronista emerge nuevamente como un productor de imágenes de la otredad, contribuyendo a elaborar un ‘saber’ sobre los modos de vida de las clases subalternas».[16] Una de las más vívidas descripciones de esta atmósfera la presenta en una crónica el periodista y escritor alemán Curt Moreck, quien visitó los cines pornográficos que proliferaban a comienzos del siglo XX en las zonas prostibularias de la ciudad de Rosario en Argentina:

En el cine hay una seductora y opresiva atmósfera. El silencio es tal que se puede oír caer un alfiler. Sólo se escucha la respiración jadeante de los espectadores, el mozo se cuela de vez en cuando en la habitación oscura y se puede oír como todos ellos, sin apartar la mirada del film, vierten en sus gargantas el alcohol. El jadeo lentamente se transforma en gemido y varias veces uno nota en el temblor de los bancos, un ruido inconfundible que es el que produce en los sentidos del espectador la combinación de la demoníaca bebida y lo que ven en la pantalla. En la película el estado de ánimo de los protagonistas se eleva. Las jóvenes comienzan a desnudarse y bailar sobre las mesas. A los muchachos les gusta. Y luego, poco a poco, después de muchos interludios, comienza la gran orgía, veinte primeros planos de veinte pares de miembros en una variedad de formas de unión física. (…) Todas las parejas cumplen con la tarea asignada no en forma aparente sino real y reconocible. (…) No existe aspecto del acto sexual entre hombres y mujeres que no se muestre en cámara lenta y con minuciosidad. Con el agotamiento de todos los actores, la película termina.[17]

Esta espacialidad no es, por lo tanto, una relación de continente a contenido donde existe un «lugar» que antecede a las obras y los espectadores que ingresan en él posteriormente. Por el contrario, si ponemos atención al relato de Moreck, vemos que la espacialidad del cine es, antes que nada, un tejido sensible que se genera a partir del encuentro entre una serie de elementos heterogéneos: las máquinas, las imágenes, los cuerpos, los deseos, la ingesta de alcohol, la oscuridad, la respiración jadeante, etcétera. El desfondamiento de la identidad y la embriaguez en esta atmósfera nocturna dio paso a la experiencia de la transgresión. Los seres anónimos que habitaron esta espacialidad son indeterminables a partir de una categoría social o antropológica. En este sentido, se pregunta Georges Didi-Huberman: «¿Cuál es entonces el ser colectivo resultante de ese encuentro, el ser social del cine?». Y enseguida responde: «Es imposible, sin duda alguna, deducir la idea de ello a partir tanto del mero casting (los actores convocados a la pantalla) como de la mera audiencia (ese ‘público’ cuya comunidad y soledad, en general, no logramos pensar). Es más bien el encuentro —ni la sola ‘representación’, por un lado, ni la sola ‘recepción’, por otro— el que haría posible una eventual construcción de esa idea».[18] Esta espacialidad sustrajo a estos sujetos del orden del poder que los disciplinaba entre el trabajo y el descanso, y los hizo parte de una experiencia inédita ante la fascinación del cine.

2. Temporalidad del cine


Ahora bien, la atmósfera del cine temprano no sólo implicó una espacialidad singular, sino también un tipo de experiencia temporal suspensiva que no respondió a la lógica lineal del tiempo que Walter Benjamin llamó «homogéneo y vacío».[19] Por el contrario, la temporalidad del cine estuvo vinculada a un tipo de suspensión provocada por la fascinación estética. Maurice Blanchot, en su texto Espacio literario, se refirió al vínculo entre fascinación estética y suspensión temporal y lo definió como el «tiempo de la ausencia de tiempo (…) sin presente, sin presencia».[20] El tiempo de la fascinación opera como un desfondamiento de la noción temporal que gobierna al sujeto organizado cronológicamente desde el presente. La idea de fascinación también remite al hechizo y al secuestro. El verbo «fascinar» proviene del latín fascinare (encantar, hechizar) y de ahí también se vincula con la raíz fascis, es decir, un haz o un manojo que se formaba en algunos hechizos para atar, atrapar o maniatar simbólicamente a la víctima.

La idea de hechizo y de secuestro están presentes en una famosa crónica de Máximo Gorki titulada Reino de las sombras, escrita en 1896 después de su primera visita al cine: «[El cine] hace pensar en los fantasmas, en los crueles y malditos hechiceros que sumergen en el sueño a ciudades enteras»[21] y más adelante agrega: «Esta vida gris y silenciosa termina por trastornarnos y oprimirnos; (…) Poco a poco uno olvida quien es, extrañas imágenes aparecen en la mente, la conciencia se nubla, se perturba…». Así, la temporalidad de la fascinación del cine deja al sujeto en un estado de expectación, en el olvido de sí mismo, sin presente y sin presencia.

En las crónicas latinoamericanas de la época, también se manifestó la idea de un «secuestro» del sujeto. El cronista mexicano José Juan Tablada utilizó la metáfora de una «atracción enceguecedora y quizás mortal»[22] en 1896. Así escribió el autor: «El cinematógrafo de Lumière señala con su columna de fuego el camino de la tierra de promisión; como mariposas en torno de su foco eléctrico vamos a dar a ese nuevo foco». Algunos años más tarde, otro cronista mexicano, Luis Gonzaga Urbina, se refirió al secuestro de los sujetos de las clases populares. En su crónica La vuelta del cinematógrafo, de 1906, marcaba distancia entre su condición intelectual y el «gentío pobre» de los «bajos fondos» que caracterizaban a los espectadores del cine. Estos últimos eran «atraídos», «seducidos» e «hipnotizados» y, como sonámbulos, eran transportados hacia «[a]quel blanco cuadrilátero, encerrado en toscas espigas de madera, [que] es para la masa popular la puerta del misterio, la boca del prodigio».[23]

3. La suspensión del trabajo


La configuración espacial y temporal del cine temprano, como hemos visto, sustrajo a los sujetos subalternos de los lugares y los tiempos asignados hegemónicamente para su existencia y los llevó hacia una atmósfera que, en sus primeros años en el continente, presentó serios problemas para la lógica del gobierno y su estructura de explotación laboral. Recordemos que Díaz Garcés acusaba al cine de ser un «flagelo» que hacía estragos porque los cuerpos ya no se encontraban donde debían estar, no se hallaban ni en las calles vacías ni se encontraban en los campos trabajando. En este mismo sentido, el crítico Georges Duhamel, citado por Benjamin en su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, hablaba con desprecio hacia el cine definiéndolo como «una manera de matar el tiempo propia de parias».[24] Lo que preocupaba a Duhamel no era otra cosa que el gasto improductivo de tiempo que el cine inducía sobre sus nuevos espectadores.

La estructura de gobierno en América Latina a fines del siglo XIX y comienzos del XX se sostenía en una clara división de los espacios y los tiempos determinados hegemónicamente sobre las clases subalternas. Esta estructura de dominación dividía la vida de las clases bajas entre el tiempo de trabajo y de descanso, y su existencia se desarrollaba en lugares específicos, alejados del mundo de las élites. La propagación del cine produjo una desorganización de esta tajante jerarquía que determinaba el cuerpo social introduciendo una espacialidad y una temporalidad inéditas que no correspondían al reparto tradicional de los tiempos y los espacios.[25]

En un contexto de masificación temprana cuando dos entradas al cine costaban menos que una botella de vino y donde, en algunos sectores de Santiago, emergieron tres cinematógrafos por cada cuadra, el cine efectivamente adquirió el carácter de una propagación epidémica, tal y como temían las élites gobernantes. Algunos sujetos asistían todos los días al cine y la mayoría de las familias, dos o tres veces a la semana. Como señala el mismo Jorge Iturriaga, las medidas gubernamentales que se adoptaron inicialmente fueron dirigidas hacia el control del tiempo de los trabajadores. Los esfuerzos por restringir e inmunizar la epidemia del cine vinieron de diversos bandos: desde grupos conservadores de la sociedad civil hasta la institucionalización y centralización de la censura mediante decretos municipales y leyes estatales.[26] Por un lado, se buscaba ejercer una censura moral de acuerdo con las temáticas que las élites consideraban peligrosas. Para la Liga de Damas Chilenas, por ejemplo, el peligro del cine se manifestaba como deformación del carácter y desobediencia, principalmente en el ámbito privado de la familia, la religión y la sexualidad: «Resumiendo, la presidenta de la Liga, Amalia Errázuriz calificó el cine como ‘escuela de vicios, criminalidades y anarquismo’.[27] Por otro lado, el temor al interior del aparato de gobierno se materializaba contra las cintas donde se engrandecía a los criminales. Así señalaba el senador liberal Gonzalo Bulnes en 1912:

He tenido oportunidad de asistir a uno que otro espectáculo de biógrafo y he visto las salas casi llenas exclusivamente de niños y de gente del pueblo. En ella casi siempre se desarrollan crímenes y delitos cuya ejecución se engrandece y rodea de cierta simpatía. De manera que los niños y demás espectadores asisten a una verdadera escuela del crimen. Estimo que esa es la preparación de los delitos y crímenes futuros (…).[28]

En esta búsqueda de control sobre la propagación del cine temprano, fue claro también el empeño por restituir la lógica tradicional del tiempo laboral. En la ciudad de Valparaíso, la municipalidad buscó insistentemente limitar el comienzo de las funciones a las ocho de la noche. De esta manera, buscaban restituir «los horarios tradicionales»[29] de aquel sistema policial que los gobernantes llamaban «las costumbres de los habitantes de esta laboriosa ciudad».[30] Sin embargo, estos esfuerzos de control, por algunos años, fueron sólo gotas en el desierto, ya que la propagación de esta tecnología por los márgenes de las ciudades fue incontenible. La apertura de la espacialidad y temporalidad del cine continuó sustrayendo los cuerpos del orden del poder que los disciplinaba entre el trabajo y el descanso, y los hizo parte de una experiencia inédita de fascinación.


FUENTES:
[1] Una versión abreviada de este artículo fue presentada por el autor el 1 de marzo de 2019 en la conferencia del posgrado en Literatura Comparada de la Universidad de California en Irvine (ICU).
[2] Jorge Iturriaga, La masificación del cine en Chile, 1907-1932. La configuración de una cultura plebeya, Santiago, LOM Ediciones, 2015, pp. 35-98.
[3] Juan Emar, Notas de Arte, Santiago, RIL, 2003, pp. 109-111. Citado en Jorge Iturriaga, op. cit., p. 60.
[4] Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2003, pp. 35-186.
[5] Ibíd., p. 156.
[6] Ídem.
[7] Joaquín Díaz Garcés, Páginas de Ángel Pino, Santiago, Ediciones de la revista Chilena, 1917, p. 310. Citado en Jorge Iturriaga, op. cit., p. 35.
[8] En las emergentes condiciones masivas del cine, éste fue rápidamente asociado con el problema de la insalubridad de sus espacios (carpas, barracas, prostíbulos) y con los posibles daños (al mismo tiempo fisiológicos y morales) que podía transmitir la nueva «epidemia» de imágenes y mensajes fuera de control. De esta manera, la censura operó principalmente bajo el imaginario higienista de la «epidemia»: «El jefe bacteriológico del Instituto de Higiene, Arturo Atria, consideraba en 1920 que el cinematógrafo era ‘causa predisponente o provocadora’ de la encefalitis letárgica (…), puesto que infringía ‘tensión’, ‘perturbaciones faciales’ y ‘oculares’ en los espectadores» (Revista Chilena de Higiene, tomo XXVI, Santiago, 1920, pp. 114-119, citado en Jorge Iturriaga, op. cit., p. 29). Así también, la Liga de las Damas Chilenas en 1912 expresaba el peligro de esta «epidemia» en su sentido moral: «Y como si no fuera ya bastante con estas representaciones en las noches, han dado ahora en repetirlas por las tardes, a horas de salida de colegios y clases, para que el joven o niño no se las pierda (…) y vaya también la niña con su amiga o con su amigo, sin que tal vez la madre sospeche adónde están; y ahí, en el biógrafo y en la tanda, formarán ellos el gusto, por lo fútil, lo grotesco y lo insano» (El Eco de la Liga de Damas Chilenas nº3, Santiago, 1912, p. 1, citado en Jorge Iturriaga, op. cit., p. 79).
[9] Véase el capítulo segundo «El estar-en-el-mundo en general como constitución fundamental del Dasein» y el capítulo tercero «La mundaneidad del mundo» de la primera parte de Martin Heidegger, Ser y tiempo, Jorge Eduardo Rivera (trad.), Santiago, Editorial Universitaria, 1997.
[10] Béla Balázs, El hombre visible, o la cultura del cine, Buenos Aires, Cuenco de plata, 2013, p. 34.
[11] Ibíd., p. 36.
[12] Citado en Andrea Cuarterolo, «Fantasías del nitrato. El cine pornográfico y erótico en la Argentina de principios del siglo XX» en Vivomatografía. Revista de estudios sobre precine y cine silente en Latinoamérica #1, 2015, p. 108.
[13] Cine Gaceta #8, Santiago, 1916, p.2. Citado en Jorge Iturriaga, op. cit., p. 64.
[14] Valeria de los Ríos, Espectros de luz. Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana, Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2011, p. 203.
[15] Ídem.
[16] Julio Ramos, op. cit., p. 175.
[17] Curt Moreck. «Rosario, Der Steppenhafen» en Leo Schidrowitz, Sittengeschichte der Kulturwelt und ihrer Entwicklung in Einzeldarstellungen, vol. 8: Sittengeschichte des Hafens und der Reise [Historia social del puerto y el viaje], Viena, Verlag für Kulturforschung, 1930, pp. 84-86. Citado por Andrea Cuarterolo, op. cit., pp. 113-114.
[18] Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Buenos Aires, Manantial, 2014, p. 151.
[19] Walter Benjamin, «Sobre el concepto de historia» en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Santiago, LOM Ediciones, 2009, pp. 37-85.
[20] Maurice Blanchot, El espacio literario, Madrid, Editorial Nacional, 2002, p. 26.
[21] Máximo Gorki, «El reino de las sombras», consultado el 26 de julio de 2019.
[22] Ángel Miquel, Los exaltados. Antología de escritos sobre cine en periódicos y revistas de la ciudad de México 1986-1929, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1992. Citado en Valeria de los Ríos, op. cit., p. 210.
[23] Ibíd. p. 212.
[24] Walter Benjamin, «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» en Estética de la imagen, Buenos Aires, La Marca Editora, 2015, p. 63. Nota al pie 57.
[25] A esta forma de división jerárquica de los espacios y los tiempos, Jacques Rancière la ha llamado «reparto de lo sensible». Véase El reparto de lo sensible. Estética y política, Santiago, LOM, 2009.
[26] Véase el capítulo II «Cercos y resistencias, 1914-1918» de Jorge Iturriaga, op. cit.
[27] Jorge Iturriaga, op. cit., p. 80.
[28] Sesión del 7 agosto de 1912. Boletín de Sesiones Ordinarias de la Cámara de Senadores, Santiago, 1912, p. 569. Citado en Jorge Iturriaga, op. cit., pp. 90-91. Nota al pie 226.
[29] Jorge Iturriaga, op. cit., p. 61.
[30] Ídem.