Hacia el cine de Yasuzō Masumura


Sep 26, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

¿Quién osaría a decir hoy que el cine japonés de la época de los estudios no constituye, después de la estadounidense, la filmografía nacional más completa, bella y estimulante de toda la historia del cine? Si acaso existe tal individuo, es quizá porque no ha tenido frente a sus ojos a la tragedia humana contenida en el vaivén de un largo plano secuencia de Kenji Mizoguchi, la sensación de la simpleza del mundo devorada por el tiempo en un detalle de Yasujirō Ozu o la contradicción sufrimiento-valentía que nos hace a todos humanos reflejada tan sólo en el rostro de Hideko Takamine cuando es filmado por Mikio Naruse. Si las vio y mantiene su terquedad, es entonces porque no vio la ligereza trágica de las películas de Hiroshi Shimizu o el pasado histórico como obsesión emocional en aquellas de Keisuke Kinoshita o el pesimismo concreto y a la vez trascendental de las escasas tres obras que dejó Sadao Yamanake.

De cualquier modo, en México y gracias a la Fundación Japón, los únicos aún preocupados por exhibir anualmente lo mejor de su cine en copias dignas, de 35 mm, y en una Cineteca Nacional más preocupada por llenar butacas con éxitos de multiplex que en comprometerse con la misión del patrimonio histórico del cine (¡qué esperanzas de comparar a nuestra moderna, impresionante pero poco fértil Cineteca con las viejas pero deslumbrantes instituciones análogas en Lisboa o París), los cinéfilos capitalinos hemos podido encontrarnos cara a cara con el esplendor de un cine cuya inventiva no tuvo —ni tendrá— parangón alguno en ninguna otra latitud. Este año fue el turno de Yasuzō Masumura, un cineasta aún poco valorado en Occidente, con excepción de diversos textos de la época y recientes, como siempre en revistas francesas, y algunas defensas provenientes de la pluma del crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum. Sobra decir que en nuestro país este autor era prácticamente desconocido.

No son de mucho interés los detalles biográficos de ningún cineasta si se quiere hablar con verdad sobre su obra, así que diremos únicamente lo que ya se sabe: Masumura estudió cine casi por azar en Italia y regresó a Japón para ser asistente en las producciones de Mizoguchi, Daisuke Itō y Kon Ichikawa, hasta que en Daiei le ofrecieron la oportunidad de dirigir su primera película hacia 1957. Para este año, el cine japonés había cambiado mucho. Mizoguchi estaba muerto, Ozu era considerado anticuado, igual que probablemente lo era Naruse. Un grupo de jóvenes, entonces, repitió la misma historia francesa de todas partes: salidos de universidades, los nuevos cineastas se reunieron en torno a revistas de cine para discutir y escribir cómo debía ser el nuevo cine, para romper (o extender) una tradición que ya no se correspondía al estado de cosas actual. Tras su etapa de críticos y teóricos, tomaron las cámaras. Oshima, Hani y Masumura estuvieron a la cabeza de esta renovación, conocida como la nuberu bagu, pero a diferencia de la francesa y de muchas otras «nuevas olas», los cineastas rebeldes en Japón —con excepción de algunos pocos, sobre todo documentalistas— trabajaron dentro de los mismos sistemas de estudio donde habían filmado aquellos maestros de los que buscaban distanciarse. Masumura filmó para Daiei alrededor de sesenta largometrajes, de entre los cuales, al igual que cualquier artesano de estudio, la gran mayoría fueron obras hechas por encargo, en contra de su voluntad y sus intereses artísticos.

Pasa por ello, como en muchos casos del Hollywood clásico, que cuando se habla de los cineastas japoneses de esta era —con las excepciones de grandes demiurgos como Ozu, Mizoguchi o Akira Kurosawa— es difícil atribuir rasgos que unifiquen fácilmente toda una filmografía, así como extraer de las distintas iteraciones de un temperamento algo que se acerque a un estilo; a veces es incluso complejo y tramposo achacar «visiones del mundo» a los entramados de estos trabajos. La cuestión con Masumura es que, si bien presenta marcadas coincidencias temáticas, éstas nunca parecen querer probar un mismo punto, sino sus distintas aristas y posibilidades. Por consiguiente, sus procedimientos cinematográficos mutan constantemente. En el intento de no caer en la tentación de reducir el intrincado abanico de soluciones y experimentos que constituyen su obra, ni de repetir los hallazgos de mejores plumas respecto a sus preocupaciones temáticas, presentamos un esbozo de acceso al universo formal —que evidentemente no podrá estar desligado completamente del universo temático— de Masumura, aproximación inicial a la comprensión de su singularidad como cineasta[1] en el panorama del cine japonés y, sobre todo, en el amplio espectro del cine mundial y de su historia. Sin olvidar que, al menos en México, quedan por descubrir más de cuarenta películas de su autoría.

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En uno de los mejores textos en Occidente sobre el cine de Masumura, Shigehiko Hasumi y Rosenbaum remarcaban como rasgo característico el antisentimentalismo que rige casi todos sus dramas.[2] La reticencia al paroxismo no era algo nuevo en el cine japonés, pero en la obra de Masumura toma nuevos matices: incluso la entonación de los diálogos se hace toda sobre una misma línea. No es la radicalización brechtiana que veríamos más adelante en el cine europeo, pues, aunque parezca alcanzar efectos similares —dirigir la atención del espectador lejos de los actores, no sólo hacia el motif del filme sino también hacia los otros aspectos de la puesta en escena que contribuyen a la construcción emocional de la situación en la que se encuentran los personajes—, está más cerca del antidrama de Howard Hawks o de algunas películas de Henry King (Almas en la hoguera [Twelve O’Clock High, 1949] o Fiebre de sangre [The Gunfighter, 1950], por ejemplo), aun si las inspiraciones extranjeras de Masumura provenían más de los neorrealistas italianos que de los grandes artesanos de Hollywood.

Este experimento antisentimental comienza a todo galope desde La joven de azul (Aozora musume, 1957), una cinta a la que volveremos más adelante, pero donde Ayako Wakao, quien interpreta a la cenicienta nipona Yuko, permanece impasible, portando casi la misma expresión durante todo el metraje aun cuando enfrentada a situaciones tan adversas como cuando le confiesa finalmente a su padre enfermo que lo terrible de la situación familiar suya y de los que la rodean no es sino resultado de su incapacidad humana. Al drenar el clímax de todo atisbo de fácil sentimentalismo, Masumura no solamente subvierte a su modo el género melodramático, sino que también vira el foco de atención hacia el argumento que quiere probar, la crítica del sistema de valores familiares patriarcales de la sociedad japonesa tradicional. El director se servirá de este método de aquí en adelante para expandir los alcances discursivos de sus relatos. En El hombre del viento cortante (Karakkaze yarō, 1960), lo utilizará para neutralizar las atrocidades cometidas por unos yakuzas torpes y juguetones que de alguna manera predicen a los de Takeshi Kitano, y en Escuela de espías Nakano (Rikugun Nakano gakko, 1966), una de sus cintas más implacablemente frías, la desdramatización rayará en los límites de la abyección, al tratarse de un filme sobre un hombre que se torna despiadado por las incomprensibles e inhumanas exigencias del ejército imperial.

Pero en el cine de Masumura, como pasa con la mayoría de los grandes artesanos, nada es sistema, y su hallazgo de neutralidad irá adquiriendo distintos matices en cada película subsecuente. De mayor calibre y alcance es su uso en Confesiones de una esposa (Tsuma wa kokuhaku suru, 1961), una de las obras más célebres de Masumura, donde Wakao, en una actuación de emotividad sublime, carga con todo el drama a cuestas al enfrentarse a un mundo —masculino— incapaz de sentir empatía y pasión, es decir, amor verdadero. El cineasta exige de todos los personajes secundarios —incluido el hombre del que la protagonista se enamora perdidamente— una entereza casi modélica, y el hallado contraste de tonos actorales sirve para enrarecer el drama —efecto acentuado por una elección musical de violines cacofónicos que dislocan aún más lo visionado— y colocar al espectador en una situación ambigua —no hay en su cine identificación que no sea problemática— así como para reforzar la aguda crítica del filme, temática recurrente en toda la obra de Masumura: los hombres son despreciables opresores del sexo opuesto y, en gran medida, los culpables del estado actual del mundo, porque tienen miedo a decidir, actuar o sentir.

Esta voluntad crítica que comparte con su generación salta a la vista una y otra vez en su filmografía. Los dos alpinistas que protagonizan El precipicio (Hyoheki, 1958), emprenden el viaje a la montaña en busca de una muerte sobre la que no tengan que decidir, huyendo cobardemente del amor —o desamor— de una mujer que, callada y tímida, se erige en realidad firme como una inmensa montaña de carne, hueso y sentimientos. En El hombre del viento cortante, el yakuza cobarde interpretado por Yukio Mishima es también incapaz de decidirse a dejar la cómoda vida criminal para ser padre, vive la vida a la merced del viento y, cuando finalmente parece haber tomado las riendas de su existir —Masumura es un gran pesimista— es asesinado a balazos en una exquisita y tragicómica secuencia que nada pide a las famosas cintas yakuza de Seijun Suzuki.

A la férrea convicción de minar las bases del sistema patriarcal se traslapa otra dimensión crítica que pone en la mira la cosmogonía capitalista, venida de Occidente, en términos humanos y populares —Masumura, a pesar de haber estudiado filosofía, no hace un cine intelectual como el de sus colegas Nagisa Oshima o Yoshishige Yoshida—, traducible en vanidad. Estandartes de dicha tendencia son Con el permiso de mi esposo (Otto ga mita ‘Onna no kobako’ yori, 1964), mitad agudísima crítica al mundo empresarial, mitad pasional relato de amor fatal, o La esposa de Seisaku (Seisaku no tsuma, 1965), una de sus más grandes obras, en gran parte un despiadado análisis a una absurda idea de honor que carcomía a la provincia japonesa durante la primera mitad del siglo XX. El cinismo inherente a cualquier actitud decididamente crítica debería poder encontrar un punto de equilibrio con cierto candor proveniente de la mirada —que no necesariamente equivale a empatía— o cierta consecuencia asumida por parte del cineasta, y es este balance el que está presente entre sus películas más bellas y singulares. La esposa de Seisaku, por ejemplo, es una cinta de una crueldad transparente que, sin embargo, se contrasta con diversas secuencias de posesión amorosa filmadas desde —como todas las escenas de sexo en su cine— el absoluto deseo y la completa fascinación, y por una conclusión que por sentida, pasional y dramática resignifica todo el sufrimiento mizoguchiano que vimos a lo largo de la duración del metraje hasta ese momento, tragedia además dinamizada por una puesta en escena parca, flanqueada por ascéticas composiciones en blanco y negro. En Con el permiso de mi esposo, lo que parece ser una continuación de los hallazgos de Jean Grémillon en Lumière d’été (1943) respecto al amor como objeto a poseer, equiparable al valor de cambio capitalista, termina por transformarse en un sentido retrato de la imposibilidad de un amor verdadero, que, por subversivo, ha destruido todo a su paso y es en esencia incompatible con el mundo contemporáneo: cabría resaltar que Masumura fue también un gran investigador de las distintas aristas del fenómeno amoroso. En los indelebles momentos finales de dicha cinta el cineasta deja atrás las ataduras del cinismo para seguir a los personajes hasta los últimos momentos, para subyugarse a ellos, ya enloquecidos por la emoción. Con cámara a ras de suelo, el filme concluye mirando a los personajes tendidos, ensangrentados, viviendo literal y metafóricamente la plenitud de su pasión.

El efecto de la desdramatización no termina ahí, pues también es éste el que permite acercarnos a los otros acentos de su puesta en escena, en relieve a través del desvío de atención sentimental emanado por el estoicismo deliberado de los actores. Tal es el caso de su atípico método para establecer escenas. Como lo hizo notar en su momento Bernard Eisenschitz, es a través del découpage que Masumura introduce la discontinuidad en narraciones aparentemente clásicas: no hay en su cine ningún campo-contracampo y, en su lugar, aparece una supresión total de cualquier punto de vista.[3] Ningún plano se repite y cada ángulo de cámara es siempre nuevo, revelación que dota a sus películas de una cadencia narrativa en exponencial crecimiento, como por una aceleración generada por la misma acumulación de ángulos y puntos de vista que no pertenecen sino al propio cineasta. Uno de los ejemplos más notorios de esta tendencia se encuentra en El hombre del viento cortante. Visiblemente muy poco interesado en los dilemas del submundo yakuza, el relato se traduce, por vía de la indiferencia y el juego, en una cinta que parece existir sólo por el simple goce de ser narrada, de ser cine. Consecuentemente, el escondite del protagonista es ni más ni menos que una sala de cine en donde se exhiben películas estadounidenses, lugar perfecto para el origen de una ficción que se contenta con ser sólo eso y que nos extiende esa alegría por vía de un montaje concebido desde el movimiento puro. En El hombre del viento cortante, cada corte es literalmente un movimiento, pues el ángulo desde donde miramos la escena solamente cambia cuando uno de los personajes realiza un movimiento brusco. Masumura halló un montaje concebido no desde la mirada de los personajes, sino desde sus cuerpos, y que se irá desarrollando a lo largo de su obra para desprenderse incluso de éstos y sólo responder al mandato simple de un espectador-cineasta deseoso de observar la situación con ojos frescos que le revelen a cada momento nuevos aspectos de la relación entre un mundo siempre literal, ya dado, que niega poder mangonearse bajo la proyección de un deseo (una subjetividad), y unos personajes que intentan a toda costa integrarse o deslindarse de él (o, como en El ángel rojo [Akai tenshi, 1966], ambas al mismo tiempo).

Desde La joven de azul, apenas su segundo filme, es posible notar lo que será otra de los vectores que rigen la exploración cinematográfica de Masumura: el color. No en vano, desde el título mismo, la cinta parece querer dirigir nuestra atención hacia un pigmento, y al verla encontraremos las primeras escenas en la filmografía de Masumura donde las relaciones cromáticas no tienen un carácter exclusivamente plástico, sino que potencian el efecto emocional: sirven de tildes, comas, puntos y aparte (o puntos finales) para los argumentos presentados rabiosamente por la vorágine de formas que componen una puesta en escena furiosa.

Así, en ésta, su primera película en color, las gamas chirriantes parecen ejercer sobre los personajes y sobre las situaciones una opresión particular. El hogar de pesadilla a donde la provinciana Yuko (Wakao) llegará tras su primera peregrinación a Tokio, comandado por una insoportable madrasta y sus sirkianos engendros, está repleto de colores ruidosos. Aquí, los planos claustrofóbicos, frenéticos y repletos de acentos visuales hasta el tope son de una belleza cromática tal que no sólo distraen, sino que incluso irritan. Yuko buscará desembarazarse de estos colores y, cuando lo haga, habrá cambiado, estará plena. Pero antes de la felicidad —que en Masumura nunca es del todo alegre—, jugará al ping-pong tras servir a los invitados de sus hermanastros unos refrescos de naranja cuyo brillo insoportable parece inundar todo el raudo plano secuencia. Dejará la bandeja con los refrescos a un lado y se quita el impuesto delantal de mucama para, por fin en colores neutros, dar una lección moral y deportiva. Más adelante, bailará con su padre —el finalmente revelado perfecto inútil— en un tugurio nocturno y aquí será el tinte de la luz el que guíe, dirija la escena: los rojos, violetas, amarillos o azules irán cambiando según la necesidad emotiva de un plano secuencia que, si bien carente de la ambición y el patetismo, recuerda a su gran maestro de la Daiei, Kenji Mizoguchi. Todo para que Yuko llegue, en fin, al mismo monte sobre el que había iniciado la película, desde donde había vislumbrado aquel cielo azul que tanto le había pesado hasta entonces y del cual finalmente podrá desistir. Se despedirá de este cielo, de su color y de la carga emocional de no saber si tiene madre, de un antiguo y tormentoso amor, y todo lo hará envuelta en el vestido que compró durante una de las escenas más felices, una prenda blanca con rosas, que quizá no emane pasión alguna, mas sí vasta serenidad.

Las exploraciones cromáticas de Masumura seguirán su evolución natural y encontrarán variaciones en las composiciones verdes y apagadas de la trágica El precipicio, en los escarlatas pasionales de Con el permiso de mi esposo, y en los tonos carnosos que inundan la sensual Esvástica / La diosa de la piedad (Manji, 1964), para finalmente llegar a su punto más radical en Tatuaje (Irezumi, 1966), de entre sus cintas, la más temerariamente abstracta, indiferente y, por ende, moderna.

No parece casualidad que la cinta de Masumura más comprometida con los efectos que la plástica del cine puede ejercer sobre la puesta en escena parta precisamente de una obra pictórica, cuyo lienzo, adecuadamente para un cineasta tan interesado en lo carnal, sea la misma piel. Adaptar a Jun’ichirō Tanizaki no era algo nuevo para Masumura: lo había hecho ya en Esvástica y lo volvió a hacer para Chijin no ai (1967). Pero lo que diferencia abismalmente a Tatuaje, por lo menos de la primera (puesto que no he visto la cinta de 1967), es que le importa muy poco Tanizaki. La grávida presencia del escritor y de su universo hacía de Esvástica una cinta demasiado verborrágica, cuyo intento de trasladarnos al mundo de ambiguas subjetividades y polifonías narrativas característico de quien publicara la novela en 1930 terminaba acercando demasiado al filme hacia un terreno alegórico muy poco fértil. En Tatuaje no solamente hay poco cuidado de transmitir fielmente la anécdota, sino incluso una expresa intención de vaciar al relato de todo lastre semántico. Si Édouard Manet fue el primer pintor insolentemente moderno por vaciar a las situaciones que pintaba de cualquier significado para convertirlas únicamente en juegos de luz, color y trazo (y por medio de este juego encontrar el camino para volver a estas situaciones), Masumura bien podría ser el primer cineasta japonés en hacer una película absolutamente moderna, que reniega de todo anclaje extracinematográfico, que «destruye el texto, haciendo que su significado no esté en el texto, sino precisamente en su destrucción».[4]

En Tatuaje ya no sólo no existe sospecha de sentimentalismo alguno, sino que tampoco hay siquiera intento de construcción: el relato empieza en frenesí y bajo el mismo ánimo nos presenta personajes que son instinto puro, violencia y fisicidad correspondidas con el áspero y abrupto trabajo de un découpage que se estrella y choca con la misma violencia: cada corte no es ya un movimiento, sino un golpe. Masumura se regocija en esta manera íntegramente física de filmar las batallas, tanto corporales como emocionales. En sus momentos más álgidos, se abstrae por completo de cualquier retórica para volverse pura forma: línea, movimiento, color. El filme nos hipnotiza por este movimiento interno no solamente dictado por el montaje sino, como en la obra de un pintor, por las relaciones internas entre los trazos. Ya no le interesa avanzar emocionalmente el relato —plenamente desdramatizado y antisentimental debido también a la distancia que permite su carácter histórico— solamente por medio de su característico sistema de montaje, en Tatuaje, la articulación del color es la que dicta las jerarquías y las direcciones de todo lo circundante. Masumura trabaja el encuadre anamórfico con el ojo de un pintor moderno: deja aparentemente vacío un extremo de la composición en 16:9 no solamente para resaltar lo que sucede en su otra parte —entiéndase la situación dramática siempre compuesta, en su interior, en 4:3—, sino también para potenciarlo, dirigirlo y, finalmente, transformarlo. A estos espacios vacíos los llenan líneas, figuras y, sobre todo, colores que actúan sobre la situación en sintonía o contraste. Y esta exploración profunda llega incluso a idear momentos donde el color reinante de la composición es modificado por desde el interior de la situación dramática: un hombre le levanta el kimono azul a la protagonista para develar en su interior otra tela de color rojo, lo que, al alterar radicalmente el tono reinante de la escena, la hace avanzar narrativa, atmosférica y emocionalmente sin necesidad de diálogos explicativos ni cortes. El color narra.

El filme termina con la destrucción de la propia imagen que generó inicialmente la ficción. Tras el asesinato que da fin a la película, hay un desvanecimiento a negro sobre el rostro de la mujer. Al no haber más tatuaje, no hay más colores, ni relato, ni tampoco mujer. Es claro que el cine narrativo no puede darse el lujo de entregarse por completo a la abstracción hedonista, y Masumura, por más moderno que haya sido, lo sabía.Tatuaje es también, encima del retrato de una araña dibujada con tinta negra y roja sobre una piel muy blanca, la historia de una mujer en guerra —claro que habría de escribirse otro texto sobre la polisemia de la guerra en la obra de Masumura— con todos los hombres. (Y en eso se parece a la célebre El ángel rojo). «Las relaciones entre hombres y mujeres son como una lucha a muerte», dicen en algún momento del filme. Tatuaje pone de manifiesto la misma condensación respecto a la convicción que habíamos experimentado anteriormente con algunas de las películas femeninas más grandes de Mizoguchi, aquellas que aseguraban por medio de sus portentosas narrativas una certeza análoga. Si bien es otro «cineasta de la lucha de los sexos»,[5] lo que hace a Masumura moderno frente a Mizoguchi, Sternberg o Hawks es que, como Manet respecto a Goya, logra el mismo cometido, mismo esplendor, «no a través del exceso sino de la ausencia». Ausencia de sentimiento, de continuidad, de significados, de retórica. Presencia de cine.


FUENTES:
[1] Una problematización fascinante de Masumura en cuanto que autor, entre otras cosas, se encuentra en: Sylvie Pierre, «Japon/castration», en Cahiers du Cinéma #224, octubre de 1970.
[2] Jonathan Rosenbaum y Hasumi Shigehiko, «Dialogue Between Shigehiko Hasumi and Jonathan Rosenbaum on Howard Hawks and Yasuzō Masumura (Tokyo, 3 December 1999)» en Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin (eds.), Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia, Londres, British Film Institute, 2003.
[3] Bernard Eisenschitz, «Bouge boucherie» en Cahiers du Cinéma #212, mayo de 1969.
[4] Georges Bataille, Manet. A Biographical and Critical Study, Lausanne, Editions d’Art Albert Skira, 1955.
[5] Sylvie Pierre, op. cit.