Museo: Extraviando la Historia


Sep 26, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

Los minutos libres son el polvo de oro del tiempo;
las porciones de vida más beneficiosas para el bien y el mal;
las brechas por donde entran las tentaciones.

Anónimo

La tenue oleada se desplaza, partida, ante el yate que, propulsado por una incesante máquina de vapor, avanza por las aguas caribeñas frente a la península yucateca. Los tripulantes vacacionistas están impresionados por la claridad del mar turquesa en el que pescan, nadan y amenizan el inicio de aquella primavera de 1895; destaca el dueño de la embarcación —cuyas letras laterales expresan su nombre de bautizo: Ituna— Allison V. Armour, millonario coleccionista proveniente de la ciudad de Chicago. Lo acompaña una comitiva del Columbian Museum of Chicago, el Princeton College y el Field Columbian Museum. La tripulación está desocupada de tareas científicas o arqueológicas, sólo se dedica a visitar las playas de arena blanca de la región sin internarse al continente: en la selva de Yucatán y Quintana Roo, se repliegan y planean su defensa guerrillera los Cruzoob, resabios de la Guerra de Castas decimonónica en Yucatán.

Los estadounidenses no se inmutan ante tal amenaza. Los acompaña y guía el aspirante a arqueólogo Edward Herbert Thompson, quien funge como promotor del viaje. Treintañero casi cuarentón, entusiasta de los mayas y desempleado tras perder su trabajo como cónsul de Yucatán apenas el año anterior, recurrió a sus contactos diplomáticos para hacerse de los 160 km2 que componen la hacienda Chichén Itzá, propiedad que incluye lo que hoy conocemos como las ruinas del mismo nombre y el cenote sagrado maya. Las ambiciones de Thompson con esta compra eran varias, aunque su visión mágica y su interés científico era comprobar mediante excavaciones la relación entre la cultura maya y la mítica Atlántida.

Thompson tenía un gran atractivo para Armour y la comitiva de los museos: había trasladado piezas al Museo Peabody de Boston, poseía un completo conocimiento de la geografía yucateca, el idioma español y el maya, y una completa disposición para vender toda pieza o escultura mesoamericana a las colecciones públicas y privadas estadounidenses, ya sea de manera legal o mediante el contrabando.

En ese momento de su vida, en el desempleo y con el apetito de convertir Chichén Itzá en una plantación de caña de azúcar, Thompson exponía en ese trayecto marítimo los motivos por los que inscribiría su nombre en letras de oro en el inventario de los museos más importantes de la costa este de Estados Unidos: la extracción de más de 30 mil piezas arqueológicas mesoamericanas, respaldada política y económicamente por instituciones públicas como el Museo Peabody y por coleccionistas privados como Armour, quienes, en ese abril de 1895, a bordo del Ituna, vieron a México como el ligeramente turbio y cristalino fondo marino de las costas de Yucatán y Quintana Roo, con sus riquezas expuestas a la vista, por las que sólo tenían que estirar la mano y tomar.[1]

México, 1985


Dos jóvenes —o, por lo menos, con apariencia juvenil— estudiantes de veterinaria circulan en un automóvil por las calles de Ciudad Satélite. Están dando la vuelta. Pasan por las mismas calles, como en círculo, y se preguntan por qué no hay una calle con el nombre de su profesión. No lo saben. Tampoco saben qué hacer y paran el automóvil. Ése es el momento en el que el conductor del carro sugiere: hay que chingarse algo.

Esta secuencia se ubica en el filme Museo (2018), de Alonso Ruizpalacios. Juan (Gael García Bernal) es el que maneja, Wilson (Leonardo Ortizgris) es su copiloto. Para este momento de la narración, ya sabemos qué fue lo que se chingaron. Ellos entrañan diferentes aspectos y roles en sus respectivas familias. Wilson es hijo único y se dedica a cuidar a su padre enfermo. Juan es el único hombre entre puras hermanas casadas, con sus respectivos esposos e hijos.

Ambos se nos presentan en pantalla por primera vez jugando a William Tell en la habitación de Juan, éste con un cubo de Rubik en su cabeza y Wilson con un arco y una flecha en las manos. Tras la partida de Wilson, Juan se dedica a jugar Space Invaders con unos niños en la sala de su casa. Físicamente, ambos estudiantes aparentan estar al inicio de sus treinta años, recurso que Ruizpalacios empleó también en Güeros (2018) para mostrar la inmadurez tardía, como la apología de Octavio Paz que compara al mexicano con el siempre infantil axolotl que habita en las aguas del lago de Texcoco: encerrado y preservando su inmadurez social, símbolo del miedo al cambio.

Sabemos que Juan se preserva inútil en la prolongada finalización de su tesis. Sumido en el tedio de la clase media mexicana, en su barrio creado en las orillas de la Ciudad de México, en la comodidad de un techo y comida sin esfuerzo alguno. Su fatalidad es que su padre es doctor y él, veterinario; que es Navidad y no cabe en el traje de Santa Claus del abuelo recién fallecido; que, en su trabajo de verano como ayudante de fotógrafo en el Museo de Antropología e Historia, quería estirar la mano y tocar una de las piezas por las que, él entiende, se construyó su país, así como Thompson y compañía lo hicieron noventa años antes. Pero le dijeron que no, las piezas no se tocan. Un personaje en soledad compartida con su mejor amigo, juntos admirando La Quebrada de Acapulco, los clavadistas en plena caída, el recurso del mexicano abstraído de su mundo material: refugiarse en el cosmos del horizonte natural.

A Juan lo vemos desde afuera, idealizado por la narración de Wilson, el narrador por cuyos ojos se filtra la memoria de lo sucedido aquella madrugada del 25 de diciembre de 1985, cuando burlaron la escasa seguridad de las salas de exposición maya, mexica y zapoteca del Museo de Antropología e Historia y hurtaron 120 piezas diversas de oro y jade. Así, la pantalla muestra un robo impensable, al estilo Rififi (Jules Dassin, 1955), el hurto del patrimonio cultural del país, un patrimonio que nadie más hubiera pensado en robar, porque el valor cultural de dichas piezas escapa ante los mexicanos, para cuyos ojos las piezas representan artesanías que abundan en los mercados turísticos.

Los dos amigos pasan a ser enemigos de su historia, donde sus aspiraciones rebasan sus limitantes. En su inmadurez, atentan contra la construcción histórica de México, cuestionan involuntariamente la validez de la representación material de las culturas antiguas para justificar un país. Porque, para ellos, la mexicanidad es un robo: el prólogo de la película muestra a Juan de niño siendo llevado a admirar la estructura de Tláloc; su padre le cuenta la historia del saqueo, de cómo la cabeza de una deidad mesoamericana fue arrancada de un pueblo en el estado de Puebla y llevada a la Ciudad de México para enriquecer las salas del Museo de Antropología. El robo como justificación de la supervivencia.

La nutrida relación del coleccionismo privado con el institucional no se omite de la película, que incorpora, en un plano del acuario de un coleccionista inglés, un mundo fabricado para que los peces naden a tan sólo metros del mar. Una suplencia visual de la contemplación del coleccionista, quien, de la tierra o el agua a sus vitrinas, otorga una significancia al objeto a partir de su propia historia, hecha para la admiración. Para el coleccionista privado, el arqueólogo y el museo son aliados en la tarea de proteger el patrimonio, aunque ello signifique aislarlo de su cultura y privar a sus herederos del derecho a esa admiración.

En un intento de explicar el presente, Museo estudia el pasado y las bases tan frágiles y volátiles en las que está construido un país. La Historia hurtada y México justificado por culturas antiguas, destruidas y sacrificadas para construir una idea de nación, porque no es suficiente tomar prestado cuando puedes tomar por la fuerza una mitología entera y construir con ella una identidad. Ésa es la idea heredada a los protagonistas, que viven en su propia construcción externa, en un barrio que quiere representar la posmodernidad alejada de los vicios tradicionales de la ciudad.

Juan y Wilson, Edward Thompson y México. Se aferran a un pasado que no fue de ellos, pero que sienten suyo porque no hay alternativa. Cuando no hay nada que hacer, la historia ajena permea en el tedio de la soledad y se refleja tenue como el agua de las costas de Yucatán: profusa y misteriosa.


FUENTES:
[1] Esta narración fue escrita con referencia a Guillermo Palacios, «El cónsul Thompson, los bostonians y la formación de la galaxia Chichén, 1893-1904» en Historia Mexicana, Colegio de México, Vol. 65, 2015, pp. 167-288. Otras fuentes al respecto del saqueo de Yucatán son Renato Ravelo, «1985: el año que no se perdió» en Arqueología Mexicana, 2005, pp. 70-71. O Amelia Tamburrino y Jaime Bali. Herencia recuperada. México D.F., Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1990.