Los diálogos de las sombras

Vitalina Varela (2019) de Pedro Costa


Sep 9, 2019

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Quienes lamentan la pérdida del celuloide y arguyen que el digital nunca podría alcanzar la vivacidad de los colores logrados en las películas de Victor Fleming, la profundidad de los cielos y montañas de John Ford o la densidad de las sombras de Jacques Tourneur probablemente puedan cambiar de opinión cuando aprecien lo que el cineasta portugués Pedro Costa ha logrado alcanzar con la abrumadora Vitalina Varela (2019), una película que demuestra que el cine depende más de una alquimia de luces y sombras que del formato en el que es registrado.

Continuando con la exploración del duelo y la memoria de los sectores más azolados de la Portugal contemporánea, Costa mantiene dos diálogos de forma simultánea: uno con sus trabajos anteriores —particularmente el cortometraje Sweet Exorcism (2012) y el largometraje Caballo Dinero (Cavalho Dineiro, 2014) en su onírica sordidez y agobiante lucha con la penumbra— y otro con el cine de los grandes maestros que han moldeado su visión cinematográfica para llegar al punto más alto de condensación, un grado que rebasa lo material para entrar a una dimensión espiritual: la del milagro.

La película sigue el trayecto de Vitalina, de Cabo Verde a Lisboa, para acudir al funeral de su marido. Por retrasos burocráticos, llega días después, lo que la lleva a recibir espectrales presencias masculinas en su casa que se posan sobre ella como sombras langianas. La abrumada Vitalina encuentra consuelo en el duelo de un sacerdote (Ventura, el héroe de Costa) que se lamenta por la muerte de su fe, habitando espacios que son un reflejo fiel de sus estados internos: abandonados, en ruinas y cayéndose a pedazos.

En la que es quizá su película más oscura, Costa logra conjurar un espectro cromático tan amplio y rico como las paletas de Paul Cézanne o Pierre-Auguste Renoir, entendiendo que el color cinematográfico es resultado de una imperfección que existe entre la luz y la oscuridad, un fenómeno inusual que encuentra el asombro y la presencia de lo sublime en un modesto altar de flores y velas, un rosario o incluso un rábano. Costa sacraliza los objetos cotidianos con su cámara.

La presencia de Vitalina es profundamente terrenal pero etérea, de una mirada tan poderosa que es inmune a la penumbra que la ahoga durante la mayor parte de la película. «Quiero vivir una vida en sombras», dice ella, y desde su primera aparición, descendiendo de un avión, dicho deseo da la impresión de cumplirse en compensación por no haber presenciado el funeral de su marido, mientras que el sacerdote interpretado por Ventura, que únicamente tenía su fe, la pierde al mismo tiempo y al igual que Vitalina, sin haber estado presente en ese momento.

El crepúsculo parece perpetuo para ambos personajes, como héroes fordianos enfrentándose a un desolador reto: recuperar la fe y alimentar la esperanza en un ambiente pleno de hostilidad y carencia. La forma en la que Costa encuadra a sus héroes y los planos que compone son ejemplos irrefutables de esa postura ante el mundo.

La muerte es una protección del mundo en Vitalina Varela, una épica fílmica narrada en soliloquios que sigue la ruta de la oscuridad sabiendo que es la única forma de llegar a la luz, una luz necia que lucha por mantener a sus personajes con esperanza, así como trataba de mantener a Ventura cuerdo en Caballo Dinero. El sentido épico de la película, que Costa ambicionaba lograr teniendo en mente Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939), se hace patente cuando se ve por primera vez el cielo, un lugar por el que el sacerdote expresa temor, pero que a ojos de Costa reconcilia a Vitalina con el mundo, primero destruyendo su casa para que posteriormente pueda ser reconstruida como el hogar que su marido no pudo otorgarle, como en The Vanishing Virginian (1937), de Frank Borzage. Los personajes logran encontrar su humanidad a través del amor. El diálogo de las sombras se rompe con la luz.

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