Viacrucis nacional: la soledad patológica de Luis Alcoriza
Una vez leí que los mexicanos éramos paganos
porque en estas fechas santas,
en lugar de quedarnos en nuestras casas a meditar,
nos venimos a Acapulco, a las playas a echar relajo,
¿pero sabes por qué lo hacemos?
Porque es la mejor manera de sufrir lo que pasó
el señor Jesucristo en el calvario.
¡Puro viacrucis! ¡Salud, güero!
La consciencia del ser
Decía Octavio Paz,[1] y decía bien, que todas las personas atravesamos un momento destellante de lucidez intrínseca durante la adolescencia, donde afloran los sentimientos de confrontación interna y queda al descubierto nuestra existencia inevitable y, también, nuestra soledad. De este periodo de autocontemplación lúcida y solitaria deriva la adquisición de una inédita consciencia de nuestro ser.
Para México como país independiente, según el propio Paz, ese momento se ubica en la postrimería del ajetreo revolucionario de principios del siglo XX. Sin embargo, si nos referimos a la cinematografía nacional, es preciso subrayar a los años setenta como el inicio del pensamiento de nosotros mismos. México venía de un convulso cierre de decenio, tras los acontecimientos de octubre del 68, pero es justo aquí donde, más allá del apoyo echeverrista a la industria cinematográfica y la apertura del propio gremio a nuevos talentos, permean los ecos del mayo francés y las ideas europeizantes de libertad en los jóvenes mexicanos. Entre ellos, los cineastas.
Precedido por trabajos de Juan Ibáñez, Carlos Taboada o del Luis Buñuel más corrosivo, el cine mexicano de los setenta comenzó a cuestionarse los valores morales y estéticos de la comedia ranchera de la Época de Oro e inicia una emancipación de este ideario con base en historias que voltean la mirada al ecosistema urbano.
Luis Alcoriza fue uno de los realizadores más destacados de estos años y, según Jorge Ayala Blanco, «inaugura en el cine mexicano las primeras tentativas de un realismo citadino. Analiza la ciudad desde dentro, abarcándola con los ojos despectivos y conocedores de quien vive en ella y no necesita denigrarla para que no lo ahogue».[2] El primero de enero de 1970, Alcoriza ya presumía la autoría y coautoría de 55 guiones —entre los que destacan Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1960) y El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959)— y la realización de diez largometrajes.
Fue la insurrección tema seminal de la primera mitad de su filmografía: el hombre contra el clero (Tlayucan [1962]), el hombre contra el status quo (Los jóvenes [1961] y Tiburoneros [1963]) o el hombre contra la injusticia (Tarahumara [1965]); sus personajes se encuentran en permanente inconformidad con su ambiente. El director de origen español (después nacionalizado mexicano) les dio la posibilidad de la subversión y es precisamente esto lo que cohíbe la soledad en su cine. Nos encontramos con rebeldes, con anárquicos, pero no con solitarios.
En 1972, sin embargo, se estrenó Mecánica nacional, hito de la cinematografía mexicana, donde Alcoriza subvirtió la dinámica social de sus protagonistas, volviéndolos entes homogéneos que se han mimetizado con su ambiente. Aquí ya no hay rebeldía, ya no hay acción subversiva, ya no hay trabajo, obligaciones ni luchas internas: únicamente el denso y conformista tiempo de ocio que puede dar pie a la soledad y a la consciencia del ser, pero ¿es este ocio siquiera real?
El ocio, una ilusión
Decía Octavio Paz, y decía bien, que «apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo»,[3] razón por la cual el ensayista se atreve a señalar al periodo posrevolucionario, alejado ya de los sangrientos tumbos bélicos, como el momento en que la sociedad mexicana se cubrió con un halo de tranquilidad y relajación, a través del cual accedió a la reflexión de su propia identidad, invariablemente suspendida entre raíces indígenas y supuestos europeos.
Luis Alcoriza, no obstante, con Mecánica nacional y con Semana santa en Acapulco (1981), dos obras que se insertan en lo más mordaz de su carrera como realizador, propuso un estudio del mexicano (específicamente del capitalino) con base en una serie de situaciones tragicómicas que resultan en una contradicción de lo que dijo el Premio Nobel de literatura.
En Mecánica nacional, una familia se dispone a salir a una carrera automovilística, un merecido momento de asueto para la agotadora rutina del día a día. Los primeros segundos del metraje exaltan la representación del macho mexicano en la figura de su protagonista Eufemio (Manuel Fábregas), patriarca que se devanea por el espacio nalgueando a Chabela (Lucha Villa), su esposa, y supervisando al resto de la familia como el empleador a sus empleados. El macho es el eje central de la cinta, pues cada personaje masculino a cuadro está impregnado con las características canónicas que, por otro lado, ya advertía Paz: «el ideal de la ‘hombría’ consiste en no ‘rajarse’ nunca. Los que se ‘abren’ son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, ‘agacharse’, pero no ‘rajarse’, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad».[4] El macho no se raja, el macho coge.
En medio de un caótico embotellamiento vial —de paso sea mencionado, ocasionado por ellos mismos—, los machos se insultan, se enfrentan casi por mandato divino que les obliga a demostrar su hombría (su validez social) mediante la agresión al otro. Aquí sucede una especie de milagro mexicano. Así, de la nada, los machos, impedidos para seguir su camino por el infranqueable tráfico, dejan de lado sus agresiones (o al menos las disimulan) y, con la apetitosa promesa de comida, alcohol y mujeres, se disponen a armar la pachanga en medio de un lote baldío. El tiempo de ocio se ha materializado por una falsa solidaridad, una falsa hospitalidad y cordialidad.
Alcoriza filmó dos Méxicos, en apariencia lejanos entre sí, pero muy parecidos en realidad; uno donde la simple mirada basta para retarse a golpes, donde desenfundar una pistola por prácticamente nada es lo cotidiano, donde «ser vivillo» es el epítome de la sociedad, donde cualquier pretexto es bueno para manosear a la mujer ajena y lo correcto es que el macho salga con su amante mientras la esposa está «donde debe», «cuidando a sus hijos en casa como una santa». Es el viejo México, el de la obsesión malsana de los hombres por la carne femenina (y si es del otro, pues qué mejor) y la complicidad estoica de las mujeres hacia una dinámica misógina y de doble moral. El otro México, el joven, centrado en una liberación hedonista de raíces vanguardistas europeas y norteamericanas, pero que aquí llega ya muy diluida, sin la fuerza ideológica necesaria para originar un cambio paradigmático. Al final, ambos estratos terminan por adolecer del mismo ideario machista y de la misma obsesión sexual que condiciona todos los comportamientos posteriores.
Con sus personajes, idénticos todos, fabricados en serie por el contexto al que se deben, Alcoriza demostró un dominio de la caracterización. Mediante la exageración de rasgos distintivos y situaciones inverosímiles, edificó una representación alegórica que nos descubre en una intimidad real y evidencia lo peor de nosotros.
Nueve años más tarde, Alcoriza entregó un segundo volumen de su tragicomedia mexicana: Semana santa en Acapulco (con Viacrucis nacional como título alternativo) es una especie de revisión, una actualización con el mismo carácter antropológico de Mecánica nacional, pero con otros personajes, otras situaciones, el mismo objetivo y, desafortunadamente, los mismos resultados. Como la carrera de autos, ahora el destino es Acapulco, visita forzosa para millones de mexicanos al año, sobre todo, en la Semana Santa. Formalmente no hay una diferencia marcada. Ambas obras se sujetan a la escandalosa cámara en mano y a la constante descripción del espacio; el director filmó carreteras, casetas, asfalto y todo lo citadino como si de los grandilocuentes cerros y pueblitos de la comedia ranchera se tratase. Mecánica nacional y Semana santa en Acapulco también coinciden en el diálogo y la hipérbole como hilos conductores, sólo que, en la segunda, Alcoriza se volvió más evidente, más grotesco en la exageración para desenterrar la condición mexicana subyacente.
Los obstáculos para El Chato (David Reynoso) y Chabela (Lucha Villa con el mismo nombre otra vez, en el papel de esposa abnegada otra vez), matrimonio protagonista de la cinta, comienzan desde el mismo trayecto: su camioneta, que el mecánico de confianza ya había reparado, queda parada en medio de la carretera, humeante, inservible. El viacrucis, sin embargo, no ha hecho nada más que comenzar.
El retraso en la carretera que los deja sin reservación en el hotel, pues ésta fue vendida al mejor postor por el gerente sinvergüenza; la intoxicación de Yoli (Tere Velázquez), comadre de Chabela, por ingerir mariscos carísimos en mal estado, y la constante discriminación de los mexicanos a sus propios compatriotas por preferir los dólares a los pesos, señal inequívoca de la inminente entrada de la globalización neoliberal al país (algo que ya se venía señalando tibiamente en Mecánica nacional), son sólo tres ejemplos de las desgracias tragicómicas que nuestros héroes atraviesan en su penoso intento de divertimento. Pese a la sucesión interminable de incidentes, la película procura no recurrir al gag melodramático fácil; todas estas situaciones desafortunadas son producto de las decisiones del protagonista, no El Chato ni Eufemio, el verdadero protagonista de ambas cintas: la sociedad mexicana.
La mezquindad de esta sociedad hacia sus congéneres culmina un drama puro, que tendrá su escenario más nítido en ambos desenlaces. Eufemio experimenta la peor tragedia que le pueda suceder a un mexicano: es engañado por la esposa (seducida por otro macho), su hija es deshonrada (por acostarse con el hijo de su compadre) y su madre muere (por congestión estomacal). En un destacado montaje paralelo, Alcoriza alterna los rezos del velorio a campo abierto con la crónica televisiva de la carrera automovilística. Aquí presenciamos lo ridículamente efímera que es la empatía nacional, apócrifa, inexistente: todos, algunos más disimuladamente que otros, incluso el propio Eufemio, abandonan el cuerpo de la anciana para ir a ver el resultado de la competencia. En un plano general aterradoramente cómico, vemos al cadáver quedarse solo en el espacio. El Chato, por otro lado, en sus incontrolables deseos de sexo extramarital, termina de perderlo todo con unas prostitutas ventajosas y regresa derrotado a la capital con su familia, sólo para descubrir que durante las vacaciones les han robado su casa.
El mexicano es un ser paradójico. Alcoriza observa bien la capacidad que tenemos para organizar un minuto de silencio en pleno tráfico infernal y, a la vez, chingarnos, jodernos y abandonarnos en seguida. La cultura de la cogedera, justificada históricamente con el somero «el que no tranza no avanza», es un andamiaje muy afianzado en el que hombres, mujeres, niños, ancianos y adolescentes se mueven como peces en un estanque, buscando siempre la manera de sacar ventaja a la mala de su prójimo.
Nada cambió nueve años después, al menos no para bien. Durante este collage de situaciones inverosímiles, como Sísifos modernos obligados por una realidad irrevocable, estamos condenados a nunca descansar ni tener espacio para el ocio, a permanentemente estar trabajando en cogernos al otro y cuidarnos de que éste no nos coja.
La soledad patológica
Es cierto, después de la Revolución vino un periodo de tranquilidad para la sociedad mexicana. No obstante, es Octavio Paz mismo quien afirma vehemente que la mal llamada revolución, rácana de ideología y visión a futuro, fue poco más que una lucha encarnizada entre objetivos personales y sórdidos; la promesa inasible de un cambio improbable.[5]
Aprendimos demasiado rápido a cogernos entre nosotros, una tarea de tiempo completo que nos condena al trabajo eterno, al ocio quimérico, a la falta de reflexión y, por lo tanto, a la falta de consciencia de nuestro ser. Absurda y paradójicamente, sí estamos solos, pero no se trata de una soledad orgánica, naciente de la lucidez intrínseca. Se trata de una soledad patológica, fruto amargo de un paradigma de positividad. Nos hemos dejado arrastrar por una globalización homogeneizante e individualista que nos exige, mediante la presión social del éxito, metas utópicas e inalcanzables. Hemos sido convertidos en verdugos y víctimas al mismo tiempo, sobreexplotándonos constantemente hasta que aparecen la frustración, el reproche y la depresión como síntomas palpables del nulo espacio para la contemplación y la abstracción; no así para el cansancio y el aislamiento que crecen desmesuradamente y «destruyen toda comunidad, toda cercanía»,[6] insertándonos en un recóndito abismo de soledad anómala.
El mexicano, a 47 años del estreno de Mecánica nacional y 38 del de Semana santa en Acapulco, sigue siendo un ser cansado, atareado, impedido socialmente para vivir el tiempo de ocio, carente de una consciencia de su ser y, sobre todo, solo, profunda y patológicamente solo.
Cine aventajado
«Creo que siempre fue el arte el arma con la cual el hombre se defendía de aquellas cosas materiales que amenazaban con devorar su espíritu»,[7] mantenía el cineasta y pensador ruso Andrey Tarkovski.
Como sociedad, asistimos a una encrucijada laberíntica que, al menos por ahora, parece imposible de franquear. Yacemos inconscientes y conformes en el suelo de nuestra propia ruindad. Nuestro cine, al contrario, es un cine muy aventajado que en la década de los setenta comenzó a fijarse en aspectos sociales y políticos que desmitificaron el ideario de lo mexicano impuesto en la Época de Oro. Jaime Humberto Hermosillo, Arturo Ripstein, Felipe Cazals, Jorge Fons, José Estrada, Luis Alcoriza; ya no hay en ellos una exaltación al macho y sus conductas, sino una ridiculización.
Nuestro cine, incansable reflejo de su realidad, arte panóptico que lo mira y lo registra todo, a pesar de perder su orgullosa cualidad de inutilidad, sigue hoy en día por el sendero de la observación y la deconstrucción, optando por historias que intentan permutar la mirada elitista y hegemónica histórica, por una de minorías, de problemáticas reales, de horizontalidad consciente y comprometida. Y nuestros cineastas, como científicos sociales, acumulan en sus películas el registro impasible de anomalías que, una vez sean suficientes, quizá germinen en el grueso de la sociedad una inquietud, un gusanito, el tibio despertar de la reflexión y, con suerte, con mucha suerte, la anhelada revolución paradigmática.
FUENTES:
[1] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 1.
[2] Jorge Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano, Ciudad de México, Grijalbo, 1993, p. 139.
[3] Octavio Paz, op. cit.
[4] Octavio Paz, op. cit., p. 10.
[5] Octavio Paz, op. cit., pp. 59-61.
[6] Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Barcelona, Herder, 2012, p. 46.
[7] Andrey Tarkovski, Esculpir el tiempo, México, UNAM, 2009, p. 257.