El perseguir del cine

El automóvil gris (1919) de Enrique Rosas


Nov 10, 2019

TAMAÑO DE LETRA:

Esta película nace del crimen y está fascinada por él (la banda de criminales que se sirve de un automóvil gris para cometer fechorías está basada en un grupo criminal real que por 1915 asoló la Ciudad de México). Pero, a pesar del decidido recuento sensacionalista, hay una voluntad narrativa que ahonda hacia el interior del crimen mismo y que, sin acumular capas, más bien se adelanta hasta escenarios que al principio hubieran parecido improbables, invierte las coordenadas que caracterizan inicialmente a varios de sus personajes, deja que cada uno encuentre un propio destino y culmina en la huida eterna, remarcando así la irredenta naturaleza del crimen: su esencia es siempre una persecución, un pasaje, una serie acaso infinita de sucesiones que sólo culmina con la muerte o con la captura, las cuales, al prolongarse, prolongan la cinta misma. En sus casi cuatro horas de duración, El automóvil gris nunca pierde el vértigo del avance y sabe ejecutar una lógica de la acción que tiene que ver menos con el movimiento interno del cuadro y de sus cuerpos que con la progresión de hechos completos, bien delimitados, que se hilan siguiendo la lógica dialéctica del policía y el criminal, pero que eventualmente encuentran un camino distinto, el cual prácticamente abjura de la posibilidad de redimir el crimen y, con ello, pone en cuestión las bases mismas de su planteamiento. En este sentido, El automóvil gris no duda en anularse si eso le sirve para avanzar. Al final, matiza la tragedia social, asumida y expuesta casi con el ánimo didáctico de una tesis, con la pasión por la potencia de infinito de la que dispone la naturaleza serial del filme.

Los intertítulos son tan continuos, y algunos tan extensos, que hay un espíritu literario en el recuento de la trama. En contadas ocasiones, pareciera que las imágenes ilustran el texto y no al revés. A pesar de lo que podría pensarse, el texto no constriñe a la película; al contrario: la libera. No hay fuerte construcción visual entre los planos. El montaje es elemental y se basa más en la sucesión que en la simultaneidad. No hay ideas del espacio, del tiempo, de la atmósfera, del tono o de los personajes que tengan un correlato visual notorio. El plano y los cortes se rigen por el hecho: cada plano muestra un acontecimiento que sigue de uno anterior y que sirve para llevar al siguiente. Los hechos comienzan y concluyen. Sin intertítulos, varios de los senderos que toma la narración, especialmente en la tercera parte, habrían sido imposibles, pues no se dispone de herramientas visuales suficientes para tomarlos. Ello no implica necesariamente que el texto sirva de muleta, que sólo supla la falta de algo que, por la naturaleza visual del medio, se promete, pero no se entrega. Desde el comienzo, y en su momento más álgido, el filme no pierde la consciencia de que sus imágenes son menos importantes que los hechos que contienen. La famosa escena de fusilamientos (Enrique Rosas, el director, filmó los fusilamientos de la banda criminal real y, en la película, en vez de ver a los actores fingir la muerte de sus personajes, vemos las ejecuciones verdaderas) es menos una insistencia en el realismo y la veracidad de la imagen que una insistencia en la realidad de lo acontecido.

La sordidez de algunas de sus escenas (robos, asesinatos, tortura, secuestros, violaciones y otras tropelías) se despliega fría y ordenadamente, con un ánimo clínico, en la primera parte, que es un recuento de los crímenes de la banda. En este caso, nos encontramos frente a actos incuestionables de inhumanidad que la policía se encarga de detener y castigar en el resto de la película. La falta de equívocos, de matices, de duda, es lo que sostiene la densidad de los hechos en primer lugar. Su realidad no es la verosimilitud de la imagen (hay mucha exageración, mucho melodrama, a veces ridículo), sino lo incuestionable de su contenido, el cual, además, los intertítulos subrayan constantemente.

Debido a la poca interioridad conflictiva en los planos, la única manera en que se pone en cuestión el contenido de lo que muestra es la sucesión. La segunda parte responde previsiblemente a la primera ejecutando una persecución implacable sobre los criminales. Uno muere, otros escapan, capturan al resto. El cierre es más problemático y es donde se despliegan las mejores posibilidades de lo incuestionable de los hechos como forma cinematográfica. El desenlace se alarga. En vez de asistir a un juicio sumario, tan frío y efectivo como la violencia que los criminales desplegaron en el inicio, hay un largo tramo de persecución en el que la policía busca a uno de los ladrones, quien huyó a la casa de su familia en una pequeña localidad de Puebla. Hay una trama de sospecha, suposiciones y astucia que alarga todavía más la captura, y es la oportunidad para echar un vistazo a la casa del criminal, a su familia y a su miedo. Luego, cuando ya lo han capturado y está reunido con el resto del grupo a la espera de juicio, hay un breve episodio amoroso y festivo (uno de los criminales se casa). Para entonces ya no vemos a un grupo amorfo de malhechores; más bien son hombres alegres, llevados al mal camino por la inmadurez o la casualidad, poseedores de pasiones comunes y elementales. Cuando los condenan, la película incluso se aflige por su suerte. La calculada tesis de las dos primeras partes se ha invertido: la resolución deseada se lamenta. La ejecución, sin embargo, no se puede evitar. La gran flexibilidad de la lógica de sucesión ha permitido detalles completamente incompatibles con lo que se estableció al principio, lo cual hace de la contradicción un motivo longitudinal más que transversal. Cada nuevo episodio abona al total de los anteriores. Por ello, a mayor variación, mayor resonancia.

El verdadero motor de El automóvil gris es su extensión, la cual, sin perder la cualidad episódica, actúa sobre el eje del filme en vez de perderse en caminos profusos y triviales: nunca se olvida de sí misma, de la contradicción de la secuencialidad, de lo que está antes y lo que está después y la manera en que, aunque estén uno junto al otro, no se pueden tocar, pues su tensión constante es necesaria para que haya movimiento. La persecución es el motivo fundamental de este esquema. Y el cierre (la captura, escape y huida del jefe de la banda, el más malicioso y el menos resignado, figura maligna que parece no adecuarse a las pasiones comunes, como sí ocurre con sus compañeros, y más bien se empeña en no pagar los delitos que debe) es fascinante en este sentido. Ahí abundan escenas notables, como la lucha entre el jefe de la banda y un policía en lo alto de un muro de la prisión. La película se apasiona por este sujeto porque, aunque lo capturan, no se resigna, porque escapa para que lo persigan otra vez y de ello se pueden obtener planos notables. Cuando todo debería estar cerrado, se vuelven a abrir las puertas, parece que el filme podría seguir, que la persecución podría alargarse al infinito y que la película se regocijaría en ello.

Esta energía es casi amoral, o al menos de una perversidad muy distinta al sadismo moralista con el que se muestran los crímenes en la primera parte. Se goza no tanto quebrando la ley, sino escapando de ella. Hay una libertad realmente aventurera en el goce con el que El automóvil gris cuenta un poco más de lo que parece que se propone para divertir, para entretener, para fascinar. Este asombro es, antes que el asombro por el crimen, la crueldad o la violencia (que los hay, y de sobra), el asombro por el cine y su capacidad de mostrar e hilar hechos, para ir siempre detrás de una nueva escena, un nuevo plano y, sin embargo, no resignarse con el final. Lo importante es la búsqueda y la persecución.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
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