Dolencias
Rizi (2020) de Tsai Ming-Liang
Perturbador: atravesarle la cara al retratado con alguna diagonal de la decoración o con el borde mismo del encuadre. De manera simbólica, se le está cortando la cabeza. «Perder la cabeza» o «no tener cabeza para algo», según las simpáticas conferencias festivaleras de Lucrecia Martel[1], es consecuencia de un suceso violento después del cual uno queda, por así decirlo, fuera de sí. Trastocado.
La directora argentina ha desarrollado esta idea como estándar para delimitar a sus personajes, sobre todo a la burguesita de La mujer sin cabeza (2008). En el plano más sintético de ese thriller mental, el rostro de Verónica está tan orillado a la izquierda y tan cerca del cuadro que no se le ve el tope de la testa. Está de perfil, sonriente y confiada, manejando su coche en la carretera. Pronto, se agacha para recoger algo del piso —mostrando así su desastrosa cabellera rubia— y, por la sacudida tremenda que da el auto inmediatamente, suponemos que ha atropellado algo (o a alguien). Verónica frena, el plano de perfil no cambia salvo por la sonrisa, que se cayó en la zarandeada. Después de un momento de suspenso, la mujer sigue su marcha, sin asomarse por la ventana, bajarse del coche ni nada de eso. El plano no cambia: la acompaña un angustioso rato en su huída. El encuadre le corta la cara a una potencial homicida.
El plano inicial de Rizi (Tsai Ming-Liang, 2020) —una observación parsimoniosa de infinita paciencia y conmiseración— sugiere con un detalle semejante que su protagonista está trastocado. Sentado en el interior de su casa, Lee Kang-Sheng mira la lluvia con el semblante triste mientras un reflejo de la ventana, una línea delgada y brillante, le atraviesa la frente y parte la imagen de un lado a otro. Un quebranto de ser humano.
Ese vector luminoso podrá ser estático y ajeno a la corporalidad inmediata del actor, podrá ser una simple seña relacionada a la composición de una de varias escenas meramente contemplativas, pero Rizi no tardará demasiado en convertirse en un relato (minimalista, pero suficientemente narrativo al fin) que comunica el terror secreto de su personaje a través de la piel —el pedazo de individuo más próximo que puede haber entre extraños—, y ahí es donde no tiene nada de estática ni de ajena. La cara cortada sólo era una advertencia de lo que se hará explícito más tarde en un par de secuencias que muestran toda una gama de placeres y dolencias en una misma espalda vulnerada.
En la primera, el triste Kang está tumbado bocabajo en la camilla de un consultorio de mierda, padeciendo una sesión de acupuntura con agujas al rojo vivo y láminas metálicas sobrepuestas en la parte superior de la espalda y los hombros. Parece una forma rústica de tortura más que una curación. Aquí nos enteramos que tiene un dolor crónico en el cuello, uno de los motivos autobiográficos de las películas de Tsai Ming-Liang y su actor de cabecera. Cuando el terapeuta termina de quitar las agujas, descubre la carne: un verdadero lienzo de violetas, verdes y amarillos tan matizados que cada tono debe tener un nombre propio que no conozco, el hematoma hecho nebulosa de un gas cósmico de tristeza, de maltrato o de malas decisiones, un sedimento muscular añejo de mal funcionamiento y cansancio. El hombre está tan acabado que hasta sus intentos de alivio lo lastiman.
La segunda secuencia es donde se encuentra con Non, un joven sexoservidor al que también observamos en la primera mitad del filme y que parecía no tener conexión alguna con el héroe de Tsai Ming-Liang hasta que aparecen los dos desnudos en el mismo cuarto de hotel. Los dedos de Non son la antítesis de las agujas; no son instrumentos, sino extensiones de unas ganas intensas de tocar al otro. Son pequeños diplomáticos negociando términos entre naciones silenciosas. Lo que hacen en la espalda de Kang es bastante impresionante, pues la estimulan al mismo tiempo que la definen, la curan de sus tensiones y le dan lugar. El masaje termina con un intercambio de gratitud sin palabras: Non penetra a Kang, Kang le regala una caja de música a Non.
En los momentos donde ambos están juntos después de esa clase magistral para masajistas, no hay diagonales intrusas en el rostro de nadie. El cuarto de hotel y el restaurante de fideos que visitan saliendo son cuadros espaciosos que parecen ensancharse por la presencia compartida de dos hombres solitarios. Kang ya no luce tan incompleto. Non habrá tenido el encuentro por dinero, pero a la cajita musical la guarda consigo, y la escucha absorto a solas, donde nadie lo ve.