La adopción fallida

Ema (2019) de Pablo Larraín

TAMAÑO DE LETRA:

La escena inicial de Ema (Pablo Larraín, 2019) es premonitoria. Allí observamos un Valparaíso vacío, de noche, perfectamente iluminado, donde se quema un semáforo. La cámara se aleja y vemos que la responsable fue una mujer armada con un lanzallamas. El gesto vacío de esta primera imagen será el fantasma de toda la película.

Ema y Gastón son pareja: ella, bailarina, y él, coreógrafo. Tuvieron que devolver a Polo, un niño colombiano que habían adoptado, porque quemó la cara de la hermana de Ema y casi prende fuego a su casa. La adopción fallida, que parece ser una temática importante en el filme, termina siendo un pie forzado, una excusa necesaria para iniciar el viaje emocional de Ema. La culpa y la sanción social por haber devuelto a Polo al Servicio Nacional de Menores (Sename) en Chile harán que pierda su trabajo en un colegio, la estabilidad en la compañía de danza y el equilibrio con Gastón. Atrapada, decide sublimar todo bailando antes de comenzar a ejecutar un plan bastante retorcido para recuperar a su hijo.

La cinta evita cualquier tipo de verosimilitud, pone a Ema a quemar su auto con un lanzallamas al costado de la Plaza Sotomayor solo para que venga el único bombero al que quiere ver. ¿Por qué? En Ema se ocultan constantemente los procesos racionales de los personajes, algo coherente con su énfasis en la simbiosis entre emoción y cuerpo, pero de paso hace que el plan macabro de su protagonista, sumamente calculado y ejecutado, sea un absurdo de tal magnitud que la película se ve obligada a subrayar sus obvias consecuencias. Un parche antes de la herida, esperable, porque se apunta todo el tiempo a que Ema terminará quemando todo Valparaíso con su lanzallamas.

Larraín ha hecho énfasis en que Ema es una manera de acercarse a la subjetividad de una generación nueva, diferente a la suya. Sin embargo, lo que propone es sumamente estereotipado. Se retrata a Ema y sus amigas como una tribu de mujeres que tienen prácticamente las mismas ideas y cuya diferenciación solo se da por su cuidado aspecto físico. Además, se subraya constantemente que tienen otra concepción del vínculo amoroso, donde la amistad también es parte del ámbito sexual. Esto se lleva al extremo de que toda interacción parece ser empujada a la hipersexualización del cuerpo. Incluso la vertiente discursiva sobre el reggaetón, si bien propone otra manera de concebir el lugar de la mujer respecto al deseo, rápidamente se lleva al plano sexual como su justificación última. Una de las amigas de Ema dice algo como: «Me gusta el reggaetón porque es rico y me calienta y siento que las otras personas también se calientan y todos están bailando como culean», como si la única forma de justificar el baile fuese su hipersexualización. Según Larraín, la generación millennial es «mucho más transparente, libre y pura»,[1] algo cuestionable teniendo en cuenta que es la generación del postureo virtual y el narcisismo de la imagen propia, los deudores del Crédito con Aval del Estado (CAE)[2] que además tienen altos índices de depresión y suicidio. El chileno aborda un sector social que, al contrario del suyo, otorga mayor importancia a la relación cuerpo-emoción, pero el absurdo y la caricaturización que realiza son completamente vacíos y panfletarios, una mezcla entre reduccionismos de la teoría de la performatividad y la intelectualidad de Instagram. La adopción fallida de Ema es la de Larraín respecto a algo que desconoce subjetivamente.

La clase se cuela en el habla. En una escena de El club (Pablo Larraín, 2015), el personaje de Alfredo Castro va a saludar a unos surfistas de Las Condes[3], interpretados por Diego Muñoz, Catalina Pulido y Gonzalo Valenzuela. Ellos comienzan a contar una historia clasista y la coronan exclamando: «la zorra», misma expresión que utiliza Ema para reírse de la esterilidad de Gastón. «La zorra», dicho con una leve te antes de la zeta, como solo la clase alta lo puede hacer. Esa naturalidad se pierde en el resto de los diálogos de Ema, los cuales, a pesar de tener chilenismos constantemente incorporados, nunca dejan de sonar forzados y robotizados, de la misma forma que el reggaetón (que también tiene detrás una aproximación de clase, algo que describe muy bien Héctor Oyarzún en su crítica[4]).

Real, la canción usada para los trailers que incluso tiene un video musical, aparece en Ema con un par de planos diferentes, pero con la misma puesta en escena que el video promocional. Esto es coherente con el tratamiento formal: toda la película, excepto por los últimos 20 minutos, parece un videoclip larguísimo. La música no cesa, los espacios están vacíos. Ema y su tribu pasean y bailan por Valparaíso en formación delta, un Valparaíso sin gente, estilizado e higienizado. La iluminación contribuye a este fenómeno de espectacularización de la imagen, en todos los interiores —y muchos exteriores— hay luces de colores diversos, algo que el videoclip reciente ha explotado hasta el cansancio. Es como si ninguna luz en Valparaíso fuese normal; tiene que ser azul, roja o verde, lo que produce inmediatamente una sensación de irrealidad, de fantasía, ficción pura y por tanto, mentira.

Al contrario de la visión edulcorada que tiene el director, pareciera que es la pérdida de sentido el elemento que comparten los millennials con la aproximación formal y narrativa de Ema; una correspondencia que tiene valor, pero que no parece intencional. Larraín no se hace cargo de sus temáticas, exuda a borbotones su liviandad ideológica y deja que sus prejuicios y estereotipos manden su labor. Quizás allí está lo millennial, de rebote, justamente a la vuelta del camino que se pensaba magistralmente recorrido.

En la búsqueda por no repetirse, el cineasta chileno ha intentado meterse en terrenos desconocidos. Hay una escena en la que Gastón se defiende frente a la compañía por el malestar generalizado; allí, una de las bailarinas, amiga de Ema, le reprocha que está replicando la ciudad que ven los turistas cuando llegan a Valparaíso, que no sabe lo que pasa en la calle, que debería salir a verlo fuera de su burbuja. El propio Larraín dijo que se identificaba generacionalmente con el personaje de Gastón, así que le podemos reprochar lo mismo.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2

FUENTES:
[1] Lorena Pejean, «Pablo Larraín, cineasta: El acto político más grande, es lo que decides hacer con tu cuerpo» en TheClinic.cl, 24-09-2019.
[2] Crédito bancario que endeuda a miles de estudiantes de Chile para tener acceso a la educación universitaria.
[3] Barrio acomodado de Santiago, Chile.
[4] Héctor Oyarzún, «Ema (01): Elogio de lo popular» en El Agente Cine, 04-11-2019.