Reclusión

Las facultades (2019) de Eloísa Solaas


Mar 17, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Cuando su maestro le pregunta por el concepto de «realismo» de André Bazin, una estudiante de cine en Buenos Aires falla en su intento de responder, traicionada por los nervios. La secuencia, que precede al título inicial de Las facultades (2019), finaliza así, con la doble función que la cineasta argentina Eloísa Solaas propone sobre el título de su ópera prima: en principio, «las facultades» son espacios de aprendizaje, arenas de práctica (el consultorio, la corte, el jardín botánico, etc.) en donde la transmisión del conocimiento puede adquirir lo mismo una belleza secreta en los momentos de su realización más lúcida que una plena distorsión de su propósito al ser regida por las exigencias de un sistema económico; en segundo plano, «las facultades» serán aquellas que, cada vez más a la deriva, se pondrán a prueba al interior de estos espacios.

Solaas registra lugares entrelazados por el ruido, la tranquilidad y un cierto misterio de vida universitaria. Si toda imagen en el cine representa una segunda naturaleza respecto de la materia que registra[1], aquí existe la intención inicial de que tal naturaleza conserve cierta neutralidad: el campo visual y sonoro mantienen siempre un grado de nitidez cercano a un estilo de representación estandarizado con el que muchas producciones documentales contemporáneas pretenden mostrar fielmente el mundo, retratando así espacios universitarios donde ocurren simulaciones de algo que existe en el exterior (en lo coloquialmente llamado «el mundo real»). La cámara representa para estos una segunda simulación: las cualidades materiales de la imagen y el sonido encuentran una correspondencia respecto de las falsas realidades que registran, sean ya los modelos anatómicos que revisa un alumno de medicina o el ensayo de juicio que se lleva a cabo en una corte para estudiantes de Derecho.

¿Cómo escapar de un abismo al interior de otro? En el grueso de las historias que Solaas retrata, los protagonistas parecen vivir en perpetuo desborde: paralelamente a la cercanía de sus exámenes, el repertorio de gestos físicos de los alumnos se limita exponencialmente a manos, miradas y voces nerviosas, sin excluir algunos llantos. Son instantes aislados dentro de este ritmo donde suceden rupturas en dirección a nuevas maneras de entender el aprendizaje, de volver a configurar su realidad. Uno de los espacios que la directora explora en esta cartografía cinematográfica de la educación resulta excepcional: se trata de una cárcel en Buenos Aires donde observamos a un estudiante recluso. En principio, conocemos su condición de encierro gracias a algunas conversaciones que mantiene con la maestra y un compañero, y en las que describe sociológicamente varios fenómenos que ha vivido en prisión. Estas escenas, filmadas lejos del vaivén universitario en el que se desarrolla el grueso de la película y en las que el silencio de esta lejanía envuelve todas las acciones, recuerdan un deslumbrante momento de Belfast, Maine (1999) en el que Frederick Wiseman registra la inusual belleza de una clase de literatura en la que un grupo de niños escuchan, en absoluto silencio y asombro, a su profesor hablar sobre la obra de Herman Melville. Si algo intuimos de instantes así, es precisamente que cualquier película que problematice la educación no debería nunca de aislar su potencial emotivo en favor de ángulos estadistas o sociológicos. Sólo a través de los momentos que Solaas registra en la cárcel, junto a otros singulares que ocurren en la ciudad universitaria (tal es el caso de las discusiones teológicas que mantienen dos estudiantes de filosofía), la película revela por sí misma ciertas facultades emocionales a través de las cuales merecería ser experimentada. ¿Debería una película sobre el conocimiento hacer algo más que ofrecer ciertos instrumentos para su adquisición?

Alejándose por instantes del transcurso estético predominante de la película, ciertos planos logran crear vínculos emocionales distintos con aquello que se filma: el juicio llevado a cabo por estudiantes de Derecho concluye con la sentencia a prisión de un sujeto imaginario; inmediatamente después, tras ver algunos planos que describen una cárcel que durante la película no ha funcionado como tal, encontramos al estudiante de sociología esperando su liberación al interior de una celda. La cámara fija lo observa desde el exterior; sólo hasta que los guardias abren la puerta, el plano rompe su congelamiento con un movimiento brusco para luego seguir su camino por las afueras de la prisión. ¿Haría falta subrayar su nueva libertad con esto? Sabemos que quien está siendo filmado ha gozado irónicamente de una libertad espiritual e intelectual de la que muchos de los estudiantes en la universidad parecieran estar cada vez más lejos. Desde este punto, el movimiento de cámara del que hablamos funcionaría como un innecesario subrayado de lo obvio. Sin embargo, hay una secuencia posterior que confronta este plano a modo de comparación y lo redirecciona: a partir de la música de Maurice Ravel que interpreta en off un alumno de piano, Solaas monta una serie de planos en los que cientos de estudiantes cruzan los corredores universitarios en todas direcciones, enfocando y desenfocando los cuerpos y rostros de los estudiantes, para crear una multitud estudiantil amorfa y desfigurar toda noción espacial de los lugares por los que transita. L a directora logra reunir en este montaje un absoluto laberinto de la histeria estudiantil, un delirio que la melodía de Ravel acentúa cada vez más y que vuelve legítimo preguntarse si la ficticia sentencia a prisión no se ha materializado en las aulas universitarias.

Como si la secuencia recién descrita hubiera sido una exhaustiva búsqueda por encontrar al músico y terminar así con el off sonoro, la cámara finalmente muestra al joven pianista interpretando las últimas notas de la melodía. No sería muy arriesgado pensar que, a gran escala, la película ha hecho exactamente lo mismo, que, no comprendiendo de antemano ni los espacios ni la vida de los estudiantes, ha escapado por instantes de cierto off cotidiano, avistado fugazmente algunas verdades y luego regresado a retejer el camino entre tales verdades y todo lo que se tenía por habitual. Así, durante los últimos segundos del filme, un profesor de economía narra a su auditorio los procesos mediante los que se establecieron los actuales modelos económicos. Estas ideas, explica, son increíblemente nuevas, siendo así que una ilusoria inalterabilidad y cierta convicción en su defensa las hacen aparentar tener falsos siglos de existencia. Nuevamente hay un silencio y la película corta al exterior del aula: ¿hace cuánto tiempo nuestra realidad no es otra?

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FUENTES:
[1] Gilles Deleuze, «Optimismo, pesimismo y viaje (Carta a Serge Daney)», en Serge Daney: Ciné Journal Vol. I (1981-1982), Cahiers du Cinéma, 1998. Francia. p. 9-25.