Una voz hecha de luz, sonido y movimiento
Pirotecnia (2019) de Federico Atehortúa
Nunca entendí la cámara como un fusil.
Existen otras maneras de hacer cine
político con una fuerte
carga ideológica.
Jean-Luc Godard, Historia(s) del cine
Pirotecnia (Federico Atehortúa, 2019) es un punto de encuentro con anécdotas de los primeros pasos del cine en el territorio colombiano. Las tesis del documental pueden sintetizarse en tres preguntas: ¿de qué manera ayuda la producción de imágenes a la violencia de Estado?, ¿cómo combatir el mutismo de los cuerpos colectivos frente a los discursos de poder? y ¿cuál es la ética que dirige los medios masivos de comunicación? Una tríada que sirve de coordenada para plantear una ambigüedad de doble filo en el registro cinematográfico: «Todo documento de cultura es un documento de barbarie», como decía Walter Benjamin en su Tesis de filosofía de la historia.[1] En Pirotecnia, la ambigüedad está presente en el hecho de configurar discursos nacionales a partir de la representación de hechos históricos. En otras palabras, cómo se sirve un Estado represor de los mecanismos ficcionales y de representación visual.
Hay accidentes que, conectados al ámbito artístico, tocan fibras sociales para explicar cómo se producen imágenes y de qué manera ayudan a reconstruir voces perdidas entre la violencia. En la película, dicho accidente es el mutismo que padece la madre del director y cómo esto se liga con el cine colombiano. A partir de rituales cotidianos, se lanzan hipótesis para reflexionar sobre la historia cultural y estética de Colombia: los registros visuales ayudan a concientizar al mismo tiempo que perpetúan un discurso de represión. En esa ambigüedad, el documental trabaja para rescatar la voz de un silencio que no solo es el de su madre, sino el de una sociedad anestesiada por el exceso de imágenes.
Un día, la madre de Federico Atehortúa dejó de hablar. Esto obedece a una organización psíquica que no puede descifrar ningún médico. Su padecimiento sirve para explorar un archipiélago de resistencia a través de imágenes-recuerdos en un presente hecho película. La ausencia funciona para repensar de qué manera la ficción no es un ámbito privilegiado del arte. Hay algo más que un drama familiar, es la historia colectiva vista con un filtro de micropolítica, de una persona que pierde la palabra y de las imágenes que toman posición en el cuerpo social al enfrentarlo a los proyectos de nación. Las anécdotas abundan y cada una de ellas está al servicio de un mutismo del que sabemos cada vez más, pero sin una conclusión exitosa para resolver su misterio.
Una de las anécdotas cifradas entre la ficción y la verosimilitud: a principio del siglo XX, las películas de Thomas Alva Edison recreaban episodios de ejecuciones famosas. Por ejemplo, la ejecución del anarquista polaco Leon Czołgosz, condenado a muerte por el asesinato del presidente de Estados Unidos William McKinley, el 6 de septiembre de 1901. El objetivo de Edison era promover la silla eléctrica para convertirla en el método de ejecución generalizado en el país. A conciencia de cómo sus inventos no eran neutrales, de la misma forma en que la electricidad se podía convertir en un instrumento para matar, el cinematógrafo y las imágenes podían desatar energías muy útiles en función de un proyecto de nación.
¿De qué manera se sirve un estado represor de un artefacto de ficción? Para concretar la denuncia, las hipótesis de la película recuerdan los hechos de la guerrilla en Colombia y cómo miles de jóvenes inocentes fueron capturados y trasladados a distintas zonas del país para matarlos. Luego, a los cadáveres se les viste de guerrilleros para presentarlos ante la prensa como victorias militares, falsificaciones sistemáticas que piden a gritos más imágenes de guerrilleros muertos. Más noticias visuales, menos crítica; más infectar el imaginario social y menos apertura sensitiva. En poco tiempo, la imagen se propaga por todas las pantallas del país, invade la imaginación pública y se exige su producción. La ficción no es exclusiva del ámbito artístico.
A partir de estas y otras anécdotas, el documental empieza a dilatar los grados de ficción y verosimilitud de una Colombia histórica para pensar en las imágenes y su naturaleza. «No hay diferencia entre una imagen de alguien que sufre y alguien que finge sufrir». Para encontrar la verdad, la imagen no es el lugar indicado. Sin duda, el camino de montaje lleva al director al encuentro con otra cara de la verdad, desde su dimensión sensitiva, donde los estímulos e imágenes conforman grados de ficción para construir, ahora sí, una verdad hecha de piezas de rompecabezas, como si existiera una voz callada, pero aún con presencia. Una palabra en acción.
Pirotecnia trabaja con las representaciones de la violencia a partir de un accidente familiar. El modo en que elegimos qué ver y cómo nos hacemos cargo de eso que vemos arrebata la certeza de las imágenes que son enviadas al espectador desde los medios de comunicación. Una de las virtudes de la película es dirigir sus premisas a cualquier espectador, tanto el de cine que viaja y atraviesa geografías, como el de televisión, pasivo y de carácter encerrado, como decía Serge Daney.
En la reflexión, hay un cine aún por construir. Las preguntas indagan en la sensibilidad como el motor de las ideas implicadas en el registro social, al tiempo que muestran una forma de intensificar la duración de nuestras sensaciones individuales traducidas a nivel colectivo. Así, la voz de su madre está conducida por una película que registra el carácter ficcional de los mitos nacionales y sus conductas represoras. No sabemos con certeza por qué dejó de hablar, pero sí reconocemos cómo se ve una voz en su ausencia a través de Pirotecnia: un artefacto de luz, sonido y movimiento.
FUENTES:
[1] Walter Benjamin, Tesis VII, en Tesis de filosofía de la historia, El cuenco de la Plata, Buenos Aires, p.63.