Cartas de Berlín

El revolucionario es un hombre condenado

TAMAÑO DE LETRA:

El intercambio epistolar que presentamos a continuación entre Adina Glickstein, artista multidisciplinaria, y Rodrigo Garay Ysita, coeditor de Correspondencias. Cine y pensamiento, ocurrió durante la edición 70 del Festival Internacional de Cine de Berlín y fue escrito como parte del taller de crítica de Berlinale Talents. Su versión original en inglés puede leerse en el blog de Talent Press o en el sitio oficial de la FIPRESCI. Con el permiso de Adina, Rodrigo tradujo las cartas para este dossier de la revista.

Rodrigo—

La función de Eldridge Cleaver, Black Panther (William Klein, 1970, proyectada como parte del 50 aniversario del Forum de la Berlinale) que tuvimos por la mañana me dejó intranquila, agitada por la persistencia de precisamente los mismos problemas que las Panteras Negras combatieron hace medio siglo. Las imágenes de archivo diseminadas a lo largo del filme de Klein resaltan la brutalidad de la policía, los disturbios de la Convención Nacional Demócrata de 1968 y la violencia del Imperio Estadounidense en su intervención en Vietnam. El cambio principal, me parece, es la convicción, claridad y resolución con la que Cleaver abordaba de frente estos problemas latentes, identificándolos con naturalidad y con una insolente desenvoltura que pocos se atreverían a adoptar ahora. Su ordenanza de «Maten a los cerdos» se escucha sobre metraje verité de su exilio en Argelia con absoluta confianza, una apreciación lúcida de las injusticias que continúan 50 años después.

«El revolucionario es un hombre condenado», dice un panfleto de la Primera Internacional citando a Sergey Nechayev que, descubrimos en la cinta, fue reeditado por las Panteras Negras. La revolución condenada es una línea conectora entre las dos películas que vimos juntos, Eldridge Cleaver, Black Panther y Orphea (2020), de Alexander Kluge y Khavn, las cuales, de otro modo, no podrían ser más dispares. Cleaver me convenció de la utilidad —la necesidad, de hecho— de la violencia revolucionaria, y me hizo sonreír cada vez que un close-up se asentaba en la mano de Cleaver mientras agarraba el reluciente cuchillo que compró «para los amigos en Babilonia».

Orphea, proyectada en la sección Encounters del festival, no apoya la violencia tanto como la ejecuta. Densas acumulaciones de material encontrado insertadas entre actuaciones desatadas, el equipo técnico asomándose detrás de los fondos de pantalla verde, intertítulos desordenados y multicolores empalmados entre interludios destellantes de videos musicales y fragmentos de poesía de Khavn escritos en tipografía chorreante como fluido corporal. La única palabra que se me ocurre para describir esto es semioblitz, un término adecuadamente violento (tomado de Mark Fisher, pero popularizado por la Unidad de Investigación de Cultura Cibernética) para el asalto sensorial de todos estos estímulos. Mientras la cinta de Klein ofrecía un suave retrato —promocional o propagandístico, pero premonitorio indudablemente—, el mensaje de Kluge y Khavn —si es que hay uno— se transmite con un fervor lunático.

Esto es lo que logré sacarle a Orphea: los riffs de pantalla verde y las imágenes de archivo de la Unión Soviética defendiendo el cosmismo —la filosofía comunista de inmortalidad para todos— ilustran la misión que tiene el personaje titular de revivir a su amante perdido desde el inframundo. La muerte, plantea Kluge, es la frustración sexual definitiva; eso es lo que la hace fundamentalmente reprobable. Para modernizar el mito, Kluge toma imágenes contemporáneas de lo que es perder la vida, tres o cuatro videos formados a la vez en un fondo negro. Las cosas empiezan a ponerse reaccionarias con la inserción de una fotografía infame, inmediatamente reconocible en el momento en que mi presión arterial se dispara: un niño migrante ahogado, arrojado por la marea a la costa. Una tragedia instrumentalizada para incitar. Ciertamente, este momento es provocativo, pero ¿al servicio de qué? Su pretensión no me queda clara.

Dos filmes, dos rumbos dispares hacia la provocación. El retrato que Klein hace de Cleaver es un duro manifiesto que esboza textualmente los diez puntos del programa de las Panteras y que posiciona a Cleaver, seductor, en el centro de todo. Aunque él se burla abiertamente de la fijación institucional por los líderes carismáticos y singulares, Cleaver está presentado explícitamente como uno —quizás como un guiño a la sátira del espectáculo que lanzó la carrera de Klein—. Tal vez Kluge comparte este astuto reconocimiento y trabajó una intensa parodia del entorno mediático que lo rodea, pero se estanca por la ausencia de un movimiento que lo propulse y se vuelve partidario acrítico de la falta de orientación política que, hoy, solamente sirve para reforzar las injusticias que declara observar.

Me despido, en solidaridad.

Adina.

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Orphea, Alexander Kluge y Khavn, 2020.

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Querida Adina—

Me alegra que ambos podamos coincidir en la ironía del retrato que hizo William Klein de Eldridge Cleaver como un líder seductor y asertivo. La cualidad táctil de las secuencias verité choca de manera maravillosa con la observación autoconsciente y la abrupta tipografía de la propaganda brechtiana, tanto teórica como materialmente: la personalidad magnética de Cleaver es innegable y, cuando uno dedica tanto tiempo ininterrumpido y espacio a cuadro a su sensual elocuencia (seamos honestos, el plano introductorio donde Cleaver está explicando su situación en Argelia es un close-up increíble), se vuelve incuestionable también. Al menos para el público más receptivo y crédulo.

Yo desconfío de las figuras políticas por naturaleza, y creo que esta película manda advertencias irónicas de la facultad mesiánica del vocero de las Panteras Negras todo el tiempo (¿te acuerdas de cuando Cleaver está tomado de las manos de los vietnamitas, todo vestido de blanco?). Al respecto, no puedo evitar recomendarte An Injury to One (2002), de Travis Wilkerson, por cómo refleja (y cuestiona) la obra de Santiago Álvarez, el legendario propagandista cubano. En nuestros tiempos de inbound marketing y alimentación ideológica masiva y subrepticia, tal vez la contundencia del agitprop podría ayudar a producir un entendimiento inesperado del lenguaje audiovisual que nos rodea.

Tu cándida postura sobre la necesidad de acción política también me recuerda a lo que me contaste el otro día sobre la brutalidad policiaca contra los vagabundos del metro de Nueva York. En la Ciudad de México, de donde yo vengo, la clase trabajadora también le tiene miedo a la policía, pero, al mismo tiempo, el espíritu del himno infame de N.W.A. «Fuck tha Police» es más un eslogan que podrías imprimir en tazas y playeras, despojándolo de significado.

Supongo que, de alguna manera, esto lleva el punto de vuelta a Orphea, para mi sorpresa. Pantallas verdes, sátira política, ópera, revaluaciones con perspectiva de género del mythos y ethos griegos… cuando están ensamblados de forma tan ruidosa como la de Kluge y Khavn, no parecen decir ya nada. ¿Al servicio de qué, preguntas? Al servicio de una descarga inmediata de emoción, me atrevo a pensar. Al servicio de lo nulo. Esta mezcolanza arbitraria podría funcionar perfectamente tanto en los rincones oscuros de una galería subterránea de Wedding como en la bonita tote bag en la que nos llevaremos los souvenirs de la Berlinale a casa: un objeto para exhibir o para guardar en un armario, para encontrarlo un día como recuerdo de cosas perdidas y felices días de lluvia berlinesa. Mis memorias vinculadas a esta película serán eventualmente más significativas que la película misma.

Amablemente,

Rodrigo.