El deseo de la ciudad

Algunas notas sobre fugas, derivas y Wim Wenders


May 18, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

I


El cine es el mejor espejo para las ciudades del siglo XX
y para los personajes que viven en ellas.
Las películas son, más que cualquier otro arte,
documentos históricos de nuestro tiempo.

Wim Wenders

Las imágenes visuales y sonoras que proceden de la ciudad son paralelas al proyecto moderno del progreso. Aun cuando ya contaba con precedentes en la Edad Media o el Renacimiento, épocas en que el término aludía a un espacio amurallado que poseía su propia catedral, cuyo valor de uso era exaltado por los comerciantes al realzar su belleza y enaltecer sus monumentos,[1] la ciudad florece a la par de la industrialización, la civilización y el desarrollo técnico. Tema de la colección de poemas Las flores del mal (1857), de Charles Baudelaire, en la que somos partícipes de la calle, las fiestas populares, los bailes y las verbenas como motivos de experiencia de lo moderno y lo cotidiano, lo eterno y lo pasado; también fue inspiración de la pintura moderna, principalmente de Édouard Manet, quien, con El bebedor de ajenjo (1858-1859), La cantante callejera (1863) o Bar en el Folies-Bergère (1882), extrajo ese sentido poético histórico de la vida parisina al plasmar diferentes gestos de la modernidad por medio de figuras transitorias que exhiben la fugacidad de la belleza, el deseo de lo infinito y el pasar del tiempo.

No obstante, la ciudad será visible y audible gracias al cine. Hacia finales del siglo XIX, ciudad y cine son dos fenómenos culturales que crecen paralelos. Ciudad y cine son dos fenómenos sensibles que hacen visible lo que antes parecía invisible. Ciudad y cine responden a un orden que rompe el sentido habitual de las cosas, pero romper el sentido entraña una violencia para la percepción. Un desafío en el que participan la imaginación, la sensibilidad y el pensamiento.

Ya Walter Benjamin anunciaba ese desafío que lanzaba la figura de la ciudad. Desafío válido no solo para la vista, sino para el resto de los sentidos. En su Libro de los pasajes, Benjamin retrata los fenómenos sociales del mundo moderno: la arquitectura de Georges-Eugène Haussmann, la publicidad, la figura del flâneur que recorre calles y barrios parisinos, pero también los escaparates, las mercancías de novedad que estos exhiben, la incorporación de nuevos materiales como el hierro y el cristal esbozarán los rasgos de la vida moderna. Benjamin advertía esa conmoción que el cine causará a la experiencia. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, este filósofo exhibió el efecto de la reproducción de las imágenes como un fenómeno histórico, pero además como una revolución y una actualización del arte que dará lugar a otras expresiones que modificarán la estructura perceptiva.

Comparada con la imitación, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se ha impuesto intermitentemente a lo largo de la historia con largos intervalos, pero con intensidad creciente. Con el grabado en madera, la gráfica se volvió por primera vez reproducible técnicamente; lo fue por largo tiempo antes de que la escritura llegará a serlo también gracias a la imprenta. Son conocidas las enormes transformaciones que la imprenta, la reproducción técnica de la escritura, ha suscitado en la literatura. Y ellas son tan sólo un caso especial, sin duda particularmente importante, de un fenómeno que se considera aquí a escala histórica universal.[2]

Por medio de la técnica, el cine crea a la ciudad. Pero también la ciudad dota al cine de imágenes inéditas, imprevistas y, de cierta manera, misteriosas, como las que liberan las vanguardias, particularmente con el cine-ojo de Dziga Vértov. El cine de Vértov buscó la esencia profunda tanto de las máquinas como de las cosas. A través de un montaje que organiza el mundo visible, Vértov revelará la dinámica geometría de la ciudad, las propiedades de la materia y el ritmo interior de cada cosa: «Me acerco y me alejo, me deslizo por debajo, salto por encima de ellos, avanzo junto al hocico de un caballo al galope, me sumerjo a toda marcha en el interior de la muchedumbre».[3] Los documentales Cine-ojo: la vida al imprevisto (Kinoglaz, 1924) y El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929) son registros urbanos de la vida tal cual es. En estos filmes, la belleza, los procesos químicos, el ritmo de las máquinas y de los hombres dejan de ser personajes para convertirse en figuras estéticas que transforman las cualidades medibles del espacio en un campo de intensidades y cualidades. Con una fuerte influencia del documental de la Primera Guerra Mundial, el cine-ojo de Vértov será el punto de partida para explorar el caos que da forma a la ciudad y su innegable relación con el devenir de las máquinas. De una forma totalmente diferente a la del ojo humano, este autor introducirá al espectador en una nueva percepción del mundo que implicará construirlo, habitarlo y pensarlo en convergencia con la vitalidad de lo orgánico y lo artificial de lo maquinal.

El hombre de la cámara, al lado de filmes como París que duerme (Paris qui dort, 1924), de René Clair, Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Sinfonie der Großstadt, 1927), de Walter Ruttmann, o Lluvia (Regen, 1929), de Joris Ivens, forma parte de las denominadas «sinfonías de la ciudad». Esta situación documental que surge de la poesía de la vida abrirá un umbral entre la percepción natural y la percepción técnica, dejando entrever una diferencia de naturaleza que refleja tanto estados de lo vivo como estados de las máquinas. Lo macro y lo micro de la percepción se transformará en tránsitos donde adquirirán sentidos totalmente nuevos los dogmas, las reglas y certezas de la vida. La verdad se tornará falsedad y lo falso adquirirá una potencia de la que surgirán posibilidades para orientarse en el mundo. Ecos que reverberarán en la potencia creativa de movimientos singulares como el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague o el nuevo cine alemán. A propósito de este último, centremos la discusión en un autor que plasma cada pensamiento, cada sentimiento, cada día y cada vida con la sencillez y la gracia de la libre participación de los seres y las cosas. En una especie de laboratorio que experimenta y explora la vida en la ciudad, Wim Wenders expresa imágenes carentes de objetividad. Sin coaccionar al espectador y sin imponer una visión fija, deja que las cosas acontezcan por sí mismas. Con el eco de las imágenes de Yasujirō Ozu, ante la lente las montañas, las nubes, un puente, una calle o incluso la fachada de una casa imprimen su singular ritmo en el espacio. Su vibración afecta tanto la manera en que se mueve como el modo en que circula la vida en la ciudad. Cada cosa afecta y tiene la capacidad de ser afectada. El encuentro con lo otro provoca sensaciones, estados de ánimo y emociones que concentran lo heterogéneo. Para Wenders, las ciudades no son sistemas cerrados, sino abiertos. Al igual que para el filósofo Henri Lefebvre, la ciudad es un tejido urbano que enuncia conflictos y tensiones.[4] Un organismo que propicia, vive y se alimenta del encuentro y la participación de diferentes instintos e intensidades. Para Wenders: «El cine pertenece a la ciudad y refleja su esencia».[5]

Desde este panorama resulta cautivador explorar las inesperadas derivas que Wenders suscita al deambular por distintas ciudades. Variados paisajes urbanos en coincidencia con zonas rurales, fronteras, cruces de autopistas o el desierto participan en la vibración de la trilogía de las road movies: Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso movimiento (Falsche Bewegung, 1975), En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), convirtiéndose en eco del deseo en el elogio sobre Berlín, que bellamente se hace visible tanto en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987) como en ¡Tan lejos, tan cerca! (In weiter Ferne, so nah!, 1993).

Alicia en las ciudades (Alice in den Städten), Wim Wenders, 1974.
Falso movimiento (Falsche Bewegung), Wim Wenders, 1975.

II


Sí, seguro, como cualquier lenguaje, o como una poesía o un cuadro.
Siempre se aspira a un sistema cerrado,
pero lo excitante nace precisamente de las fugas, de la pérdida repentina del control.
Cuando las cosas se suceden sin fisuras, queda poco espacio para la experiencia.

Wim Wenders

 

Las situaciones escapan a la planeación, parecen no ser pensadas. Aun cuando los personajes quisieran algo distinto, es el deseo de la ciudad el que los conduce por la rítmica comunitaria. Las series de road movies exhiben esa intensa pasión de improvisar, intensidad que deja abierta la posibilidad para una nueva ocurrencia, un encuentro inesperado, el acontecer de una experiencia inédita. En Alicia en las ciudades, la improvisación desencadenará la coincidencia entre Alicia y Félix. El ritmo de lo fortuito pausará su recorrido y se convertirá en deriva constante. Ante la inminente huelga de aerolíneas, Alicia y Félix se conocerán en un aeropuerto de Estados Unidos, viajarán juntos a Ámsterdam, cruzarán la frontera a Alemania y recorrerán la cuenca del Ruhr con la esperanza de encontrar a la abuela de Alicia. Esperanza de búsquedas y encuentros que delineará los rasgos más dulces de una amistad fortuita. Alicia en las ciudades cartografía la intensidad de diferentes atmósferas que reflejan y contrastan distintos modos de devenir en la ciudad. La imagen de la ciudad se funde con la de los habitantes; la manera en que se visualizan es fuente indudable de sus diferentes estancias, pero cada estancia exigirá elegir un punto de vista. Civilizada y ordenada, Nueva York retrata la vida publica de una intensa actualidad cuya consecuencia inevitable es vivir el estado mas condensado de lo inhumano. En el aeropuerto o en el hotel, los personajes son presas de imágenes televisivas cuya proximidad a la vez enuncia la distancia con el mundo. La imposibilidad de tener una relación directa con la realidad. Reverberando las palabras de Guy Debord, Alicia en las ciudades hace visible cómo las imágenes ya no muestran, sino venden. «Y, al igual que el mundo iconográfico que nos rodea se vuelve cada vez más cacofónico, disonante, ruidoso, multiforme y ostentoso, las ciudades se tornan más complicadas, discordes, estridentes, intrincadas y abrumadoras», expresa Wenders.[6]

La búsqueda de inspiración y el encuentro de lo inesperado serán las figuras estelares de Falso movimiento. Con un guion inspirado en una obra de Johann Wolfgang von Goethe, el escenario de este filme será Alemania; las figuras que esculpirán el tiempo y el espacio serán un escritor, una acróbata callejera, una actriz, un suicida y un poeta: mezcla de intensidades de la que surgirá un encuentro inevitable. Por medio de yuxtaposiciones y divagaciones, estas singularidades explorarán un lugar con posibilidades inimaginables. Además, la música y el cine se entrecruzarán al recorrer un camino incierto con múltiples aristas que conducirá al espectador a la realización de la propia creatividad. Falso movimiento no explora la ciudad como un tema de mesura. Desear la ciudad entraña desvíos y derivas por sus calles y barrios. Desear la ciudad es cuestión de vivacidad y avidez.

En el curso del tiempo (In Lauf der Zeit), Wim Wenders, 1976.
El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin), Wim Wenders, 1987.

Lo imprevisto anula cualquier programa. Incluso aquellos que llevan la impronta de la muerte. En el curso del tiempo registra la inesperada coincidencia que surge en medio de un fallido suicidio. Tal es el caso del encuentro entre Bruno y Robert, contingencia que se tornará tangencia de un recorrido por la frontera que divide Alemania del Este y Alemania Occidental. Tangencia que culminará en una íntima reflexión acerca de la vida, el amor y la amistad. A bordo de un viejo camión de mudanza que a la vez es taller ambulante de reparación de proyectores de cine, Bruno, un proyeccionista, y Robert, un pediatra, serán presas del curso del tiempo. En el perpetuum mobile, recuerdos y memorias los llevarán a confrontar aspectos latentes de su pasado. Situaciones se harán presentes provocando interés, como el encuentro de Robert con un enigmático personaje que acaba de perder a su esposa; placer, como la relación que surgirá entre Bruno y la cajera del cine, o dolor, como el reencuentro entre Robert y su padre. Por medio de imágenes nostálgicas que desprenden una rara sensación de premonición y congoja de lo extraño y lo ineluctable, En el curso del tiempo exhibe un modo de vida y a la vez un modo de hacer cine que cada vez se diluye más. La decadencia y la agonía se apoderan no solo del cine, también de las ciudades, extrayendo de ambas su vitalidad.

Siguiendo el rock o el blues, el juego y el ocio, las road movies de Wenders plasman la peculiar alegría de la vitalidad urbana. En estos filmes, la orquesta ciudadana se construye de autos, trenes y aviones cuya cualidad innegable es la velocidad. Para Alicia, los viajes en tren, barco, auto o avión se convierten en experiencias que entremezclan el impulso técnico, la vitalidad de los sentidos y la memoria histórica. Diferentes artefactos mecánicos transforman la medida temporal de los trayectos. Ante la velocidad del trayecto, las cualidades sensibles de los espacios y las cosas se visualizan de manera distinta. Ante la ventana del tren, Alicia observa cómo las figuras se disuelven en fragmentos irreconocibles. Al conducir el auto, sin rumbo determinado, Félix observa cómo los brillantes rótulos de hoteles resplandecen en la noche, como si fueran cometas que acabaran de caer del cielo. Desde el avión, la ciudad entra en el paisaje como si se hubiera abierto una puerta repentinamente.

III


Las ciudades no narran historias pero pueden decir algo sobre la HISTORIA.
Las ciudades llevan su historia consigo y pueden mostrarla u ocultarla.
Pueden abrir los ojos, como las películas, o pueden cerrarlos.
Pueden decir cosas o alimentar la fantasía.

Wim Wenders

 

Las imágenes y la ciudad cambian simultáneamente. El cine no narra historias: dice algo de la historia, escribe una historia propia. El cine convierte en pensamientos lo que da forma a la experiencia intensiva de la ciudad. El cine de Wenders es un documento histórico que registra diversas transformaciones sufridas por el entorno urbano: el cambio de urbes apacibles en espacios bulliciosos abarrotados por millones de habitantes, los desastres de la guerra mundial, el desarrollo de rascacielos a la par de formaciones de barrios. La ciudad esconde centenares de imágenes. Un escondite de momentos históricos, de conocimientos y palabras que no sabemos ni cómo cobran visibilidad. No solo por el objeto presente, sino porque, sin saberlo, el objeto es un fragmento de la ciudad y también un fragmento de nosotros mismos que guarda impresiones temporales y espaciales. Tanto El cielo sobre Berlín como ¡Tan cerca, tan lejos! retratan la división, antes o después, de una ciudad en dos bandos: Oriente y Occidente. Una división que, más que leyes y censuras, plasma diferentes identidades de la existencia.

Berlín es una ciudad desértica. «Berlín es una ciudad única en el sentido de que fue terriblemente destruida durante la guerra y esta destrucción ha continuado después con la división de la ciudad»,[7] apuntó Wenders al evocar esos vacíos en las ciudades que reflejan las heridas de la destrucción, pero que, a través de la lente, se convierten en registros singulares de su propia historia. «Berlín tiene distintas caras».[8] Su imagen solitaria se exhibe en la vida de grupos y personas que llevan consigo la impronta de la nostalgia y el inconsolable sinsentido, efecto de la vida moderna y el progreso. Pero la ciudad no es solo eso y Wenders lo sabe perfectamente: «El urbanismo, por definición, aspira a una cierta homogeneidad, pero la ciudad, para mí, es todo lo contrario. La ciudad se define por sus contrastes, la ciudad aspira a explotar».[9] En la distancia del urbanismo planificador, del bullicio y la masificación, el flujo de la ciudad conducirá a este autor por lugares vacíos y puntos salvajes de los que nacerá la repentina pérdida de control.

El trajín de la calle, el roce delicado con los aromas, el deleite de los sabores, al igual que las sensaciones de frío y calor, invitan a descubrir la ciudad de otra manera. Explosiones y contrastes de intensidades son imanes que atraen a los ángeles a ser algo más que simples observadores. La heterogeneidad es lo que los impulsará a convertirse en figuras sensibles del mundo. Son el deseo y el amor los que comulgan en estas dos odiseas por Berlín. Es el curso de sus intensidades lo que provocará la conversión de Damiel y Cassiel.

¡Tan lejos, tan cerca! (In weiter Ferne, so nah!), Wim Wenders, 1993.

En El cielo sobre Berlín, un transcurso pasional, que une el inclemente frío del invierno, el amargo sabor del café, el olor del cigarrillo y la calidez de la sangre, dará certeza a Damiel de estar inmerso en esa auténtica experiencia llamada vida. La caricia de los encuentros y las mezclas que se suscitan espontáneamente en la ciudad anunciarán que se ha cumplido su anhelado sueño de ser humano. Pero florecer desde la sensación próxima de los seres y las cosas tendrá como consecuencia inevitable un estado de embriaguez similar al amor. Las calles habitadas así, con la intensidad del amor y el deseo, crecen hasta la dimensión sensible en que se tornan paisajes. De manera similar a las primeras impresiones de un niño, cada momento para Damiel descubre una nueva cualidad del mundo. Cada paso construye la fantasía de un transcurso pasional que contradice la verdad que se observaba desde las alturas. Mirar a Marion, la bella trapecista a la que visita todas noches en el circo, en la distancia de sus pensamientos, ya no será solo cuestión de una experiencia óptica, sino más bien una experiencia táctil que hace visible y tangible una serie de afectos que involucran a todo el cuerpo. Rodeados por la armonía que surge del sonido, sumergidos en una atmósfera musical impregnada del lirismo oscuro y erótico de Nick Cave, Damiel y Marion se encontrarán azarosamente. Además de ser audible y visible, ella es ahora tangible. Damiel ha anhelado no solo escuchar sus pensamientos, sino también tocarla, olerla, sentirla en su variedad sensible. El estado amoroso en el que el lenguaje se desvanece para dar lugar al sentido.

Pero intervenir en lo imprevisto tiene su precio. Incluso para los ángeles, no hay excepción a la regla que valga. En ¡Tan cerca, tan lejos!, Cassius, al ver que una niña peligra caer de un balcón, interferirá en el curso de los acontecimientos, la salvará de morir y, como consecuencia, se transformará en humano. A diferencia de Damiel, Cassius experimenta el lado cruel y despiadado de la ciudad. La ciudad huye, se enmascara, conspira hasta dejarlo agotado. Ante la mirada del ángel caído, Berlín se presenta como un laberinto que lo enreda en la trama de lo extraño y lo desconocido. Calles lejanas se reúnen, se aparecen de manera muy diferente en el transcurso peatonal. Para Cassius, desde las alturas, en las cúpulas, el vuelo de las aves le hará olvidar la necesidad que impone el ritmo de la ciudad. La cercanía del cielo le recordará la libertad que ha perdido, pero también le hará incomprensible la manera en que los humanos llevan a cabo su existencia. La ciudad le muestra la entrañable relación entre el poder y el dinero, el odio y la muerte, como los continuos encuentros que tendrá con Emit, una figura que revelará a Cassius esos otros matices que también caracterizan la vida en la ciudad y que puede llevar, incluso a un ángel, a un final eclipsante.

A través de su obra, Wim Wenders nos adentra no en una ciudad, no en una película, sino en una imagen del mundo caracterizada por rostros, gestos y frases que, al encontrarse, describen la poesía de lo imprevisto. Una imagen irrepetible en donde todo es posible, ya que las fugas trazan el trayecto de algo completamente singular. Más que narrar una historia, Wenders transita el camino de una intensidad cuyo curso es marcado por las infinitas derivas que el deseo le presenta.


FUENTES:
[1] Henri Lefebvre, El derecho a la ciudad, Barcelona, Ediciones Península, 1978, p. 65.
[2] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, México, Itaca, 2003, p. 39.
[3] Dziga Vértov, El cine ojo, Madrid, Editorial Fundamentos, 1974, p. 27.
[4] Henri Lefebvre, op.cit., p. 17.
[5] Wim Wenders, El acto de ver, Barcelona, Paidós, 2005, p. 115.
[6] Ibíd., p. 119.
[7] Ibíd., p.122.
[8] Idem.
[9] Ibíd., p. 142.