Espacios de vida

Entrevista a Julián Hernández


May 18, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

A principio de febrero de este año, en medio de la promoción por el estreno en la Ciudad de México de su quinto largometraje, Rencor tatuado (2019), Julián Hernández impartió una clase magistral en la Filmoteca UNAM en torno a la dirección de actores para cine. Luego de una larga charla con el público, platicamos, en medio del barullo de las salas del Centro Cultural Universitario en un día agitado, sobre algunas de las películas que lo han marcado, sus influencias y las razones por las que los espacios citadinos en sus películas son tan importantes.

A propósito de algunas cosas que platicabas recién en tu clase magistral, quisiera comenzar preguntándote sobre tu trabajo con los actores. En una entrevista reciente decías que, hasta esta película, Rencor tatuado, no habías trabajado tanto con personajes, sino con «fuerzas de la naturaleza». Me pareció interesante que lo definieras así porque es claro que, al menos en tus primeras tres películas largas y en muchos de tus cortometrajes, la psicología de tus protagonistas no está tan definida como su relación con la cámara. ¿Qué te interesa de esa diferencia, de pasar de manejar «fuerzas de la naturaleza» a personajes más definidos dramáticamente?

En realidad no es que haya dado un salto de uno a otro, siempre había intentado hacer películas con personajes más complejos. No creo que los personajes de mis películas anteriores no lo fueran, pero sí que respondían a necesidades que tenía en esos periodos —de formación y aprendizaje—, y que conforman esas tres primeras películas. Hacer películas no es tan sencillo, aunque uno tenga interés. Luego del estreno de Rabioso sol, rabioso cielo, en 2009, pensé en dar un giro: aspiraba a que mis siguientes películas tuvieran la posibilidad de acceder a un público más amplio que el de mis largometrajes anteriores, y quería hacerlo para demostrarme a mí mismo que podía. Además, soy un tipo que siempre anda en busca de aprender y experimentar cosas nuevas; creo que mis películas son eso: el trabajo de un tipo que intenta experimentar y probar cosas nuevas en cada una y que no se ha quedado —y espero no quedarme— en lo que va asegurando. No me quedé en el plano secuencia de El cielo dividido [2006] ni en la fragmentación de Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor [2003]; intento darle la vuelta al asunto y probar nuevas cosas en cada película.

En ese sentido, ¿cambió tu relación con los actores en el set?

Cambió en el sentido de que, por primera vez, tenía un guion muy poderoso en términos de la acción contenida en el texto, algo que no ocurrió en las películas anteriores porque mis propósitos eran otros (aprender a contar una película basándome en el poder de la imagen y de los elementos que la conforman, como el audio, la escenografía, etc.). Para esta película quería sumar, además, el poder del texto, algo que había descartado en mis trabajos anteriores porque yo escribía mis guiones y no creo tener la capacidad de escribir diálogos de ese calibre. Ni siquiera buenos diálogos, vamos. Escribía palabras y frases cortas que no eran realmente significativas, pero siempre quise llegar al momento en el que pudiera tener un texto con esa calidad. Cuando solo era espectador de cine, pensaba que las películas mexicanas de los años cuarenta tenían la suerte de contar con los mejores dialoguistas que ha tenido el cine mexicano nunca: Pedro de Urdimalas, Ismael Rodríguez, Luis Spota y José Revueltas, por ejemplo, fueron dialoguistas increíbles. Yo quería esa calidad en el texto y con Malú [Huacuja del Toro], la guionista de Rencor tatuado, la encontré. En esta película, el reto para mí era trabajar con estos dos elementos: la acción contenida en el texto, algo nuevo para mí, y lograr un equilibrio con la imagen —que creía ya manejaba— y, por supuesto, con los actores. Creo que esa es la principal diferencia de esta película con las anteriores.

Seguramente esto te lo han repetido bastante, pero es cierto que tu cine tiene una marcada preocupación formal, desde siempre. Incluso tus cortometrajes son muy valiosos por eso. Y, además, tus influencias son, de alguna manera, muy transparentes, las dejas ver en los diálogos, retomas algunos recursos de grandes cineastas europeos como Robert Bresson, Rainer Werner Fassbinder o Jean Vigo, por ejemplo, y también de cineastas de la época de oro del cine mexicano. ¿Cómo logras que todas estas influencias de un cine anterior correspondan con la realidad mexicana de tus protagonistas?

Nunca me he propuesto hacer una cita como tal… No es que vea el plano de un realizador y piense «Voy a reproducir esa secuencia en mis películas». De alguna forma, pienso que las referencias e influencias han pasado a formar parte de mí y se trasparentan por esa razón. De pronto, en alguna película, descubro algo que se le quedó grabado al Julián-espectador y que, de algún modo, lo está reproduciendo o modificando o haciendo suyo para su película, sin que me lo haya propuesto. Me pasó con Hubo un tiempo en que los sueños dieron paso a largas noches de insomnio [2000], había visto Los olvidados [Luis Buñuel, 1950] hacía mucho, cuando era joven, en la televisión. Tiempo después de haber terminado mi película, me di cuenta que la secuencia en la que matan a Roberto Cobo era muy parecida a la secuencia en la que Roberto Cobo mata al personaje llamado Julián (¡además!) en Los olvidados. No lo hice de manera deliberada, sino que eso lo tenía ya adentro. Además, la locación se parecía y, al montar la escena, salió. De las influencias más conscientes que tengo —conscientes sin que las tenga apuntadas en una libreta, en forma de lista para irlas utilizando, quiero decir—, son las del nuevo cine alemán: El pan de los años mozos [Das Brot der frühen Jahre, Herbert Vesely, 1962], de las películas de Edgar Reitz y de Eberhard Fechner, de Volker Schlöndorff, Rosa von Praunheim, Helma Sanders-Brahms, de Werner Schroeter y Fassbinder, por supuesto, y que vi en un momento en el que estaba hambriento de cine. Todas están ahí, conviviendo y, de pronto, pareciera que encuentran su momento y van saliendo. Es lo que me ocurre en todas las películas. En Rencor tatuado, por ejemplo, están los planos holandeses, que conscientemente había dejado de lado porque en la escuela me decían que eran planos «feos» y que no se debían utilizar, y que yo vi utilizados de una manera magistral en una película alemana. En los años sesenta, hubo una época de libertad en la Alemania federal, en el bloque soviético, y se hicieron películas muy interesantes. En algún momento llegaron a México dentro de un ciclo llamado «Las películas prohibidas de la DEFA», entre ellas El cielo divido [Der geteilte Himmel, 1964], de Konrad Wolf; El conejo soy yo [Das Kaninchen bin ich,1965], de Kurt Maetzig; Camino de piedras [Spur der stein, 1966], de Frank Beyer; Berlín a la vuelta [Berlin um die Ecke, 1965], de Gerhard Klein. Había una que estaba filmada casi por completo en planos holandeses. El año pasado, que volví a verla en DVD, me di cuenta que los planos holandeses en Rencor tatuado son heredados de aquella película. Me pasa lo mismo con el cine de Chano Urueta o con el uso de espejos en las películas de Roberto Gavaldón o de Fassbinder. Hay muchas referencias que no intento negar, pero tampoco lo hago a propósito.

Algo interesante de tu cine es que, a diferencia del grueso del cine nacional, cuyas narrativas se concentran en zonas turísticas —un fenómeno que seguramente ocurre también en otros países—, tus películas no se quedan en las zonas bonitas de la Ciudad de México; se trasladan a las periferias, pero manteniéndose en el espacio público: en el tianguis, en los puentes peatonales, en los bares e incluso en la universidad… ¿Cuál es tu interés por los espacios citadinos?

Para mí, la ciudad siempre ha sido un personaje, no solo un telón de fondo. Tal vez el origen esté en aquellas primeras películas que vi de Pier Paolo Pasolini, Acattone [1961] y Mamma Roma [1962], en las que él utiliza la ciudad como un telón por el que se desplazan los personajes y se desarrolla la acción. Eso me gustaba mucho. También me gustaba ese aspecto en las películas de Gilberto Gazcón e Ismael Rodríguez, por supuesto, aunque, en algunas, esos exteriores eran filmados en foro. Para los años noventa, cuando yo estudiaba —egresé en 1995 del CUEC [Centro Universitario de Estudios Cinematográficos]—, la producción de cine mexicano era verdaderamente minúscula y las películas que se hacían estaban todas ubicadas en cierto sector. Las películas de los setenta y ochenta eran un poco más variadas en términos de los personajes y los sectores sociales que representaban y ponían en la pantalla, pero, para los noventa, eso había desaparecido junto con el cine. El cine que nosotros veíamos —al menos el que yo vi cuando estaba en la escuela y el poco cine que se hacía cuando egresé—, había olvidado por completo a esa ciudad que sí habían retratado otros cineastas de décadas pasadas. Entonces me parecía importante, en primer lugar, porque yo provenía de ese sector social. Yo había vivido en la zona pobre de Santa Fe y, más tarde, cuando entré al CCH [Colegio de Ciencias y Humanidades] y durante mi estancia en el CUEC, el espacio por el que me movía era el Centro Histórico de la Ciudad, el metro Oceanía, Ciudad Azteca, que eran lugares que yo no veía en el cine. Eran espacios que me interesaba retratar porque eran mis espacios de vida, los que yo conocía, con los que había crecido y que no estaban en el cine. No era un desafío, era más un interés por decir: «Aquí hay una realidad, que por ahora ha estado olvidada en nuestro cine». Era un propósito deliberado, sin duda. Y cuando digo que para mí la ciudad siempre es un personaje más, me refiero a que siempre está diciendo cosas aparte de reflejar el entorno social y enmarcar la época. Siempre hay detalles que utilizo. Elijo las locaciones porque son representativas en muchos sentidos, como el metro, por ejemplo, porque cuando era muy joven me parecía que el metro era un espacio que la comunidad homosexual se había apropiado, un lugar de encuentro seguro —en algún sentido—, libre de prejuicios, etc. Por eso quise filmar mi primera película en el metro (Mil nubes de paz…) y por esa razón he regresado varias veces a esa locación.

Rencor tatuado pareciera un quiebre en tu filmografía en muchos sentidos, no solo porque trabajas con un guion escrito por otra persona o porque abordas de lleno el cine de género, también porque ciertos temas como el cuerpo, el amor y la ternura, que abordaste en largometrajes anteriores, están aquí, pero obedecen a otro orden, funcionando hacia otro lugar… o el plano holandés, que es un elemento nuevo. ¿Qué buscas con todos estos cambios?

Me interesaba tener la posibilidad de probar nuevas cosas. Ya lo dije antes: para mí, hacer una nueva película significa una cantidad de oportunidades en todos los aspectos: de trabajar con nuevos actores; de buscar una nueva manera de ver, como suelo decir; de descubrir si hay nuevas maneras de encuadrar o de colocar la cámara que digan lo que necesito sin que sea precisamente un recurso utilizado con frecuencia —es decir, una manera académica de hacerlo. Para mí, es fundamental que la cámara sea el vehículo a través del cual el director cuenta la película y que no sea una cámara supeditada a los actores, sino a la trama. En esta película, además, quería tener la oportunidad de probar un guion que no era mío, en el que la acción estuviera contenida en el texto, cosa que no ocurría para nada en mis películas anteriores, en las que, incluso, no había, textos.

Así es que me doy la oportunidad de seguir probando cosas, aunque puedan salirme mal. En esta película hay muchas cosas que están mal, que veo y me digo: «¡Híjole, ¿por qué lo hice así?». Por ejemplo, en una de las primeras escenas, hay un plano circular donde Aída Cisneros [Diana Lein], la protagonista, recibe a Laura [Mónica del Carmen], una mujer que aparentemente busca su ayuda, pero en realidad intenta ponerle una trampa. Yo tenía diseñado el plano: había evaluado dónde iban los textos y lo que haría con la cámara en cada uno de ellos y con el movimiento de los actores. Lo monté y de pronto me di cuenta que el plano, tal y como lo había imaginado en términos de acción, en relación con los actores, no funcionaba. Era muy largo contra el texto que ellas decían y, para hacerlo como lo pensé, tendría que modificar el ritmo que ya estaba impreso en el texto, que había puesto Malú desde el momento en que escribió el guion. Me encontré con una dificultad que intenté resolver con una mayor velocidad en el dolly, pero que no se logró porque resultaba muy difícil para el fotógrafo. Ahora lo veo y pienso: «Debí haber hecho algo…», modificarlo de alguna manera para lograr lo que quería sin tener que vivir pensando que está mal. Son cosas que uno puede dejar o quitar en el montaje y a mí me pareció que podía dejarlo y vivir con eso como un recordatorio de que estoy aprendiendo y que para eso funciona el cine. No busco hacer obras perfectas. Tengo en mente aquello que decía Roberto Rossellini: «El cine es como la vida, que a veces va lenta, a veces de prisa, no está llena de momentos culminantes y, a veces, es incluso aburrida».

Por último, a partir de esto, ¿no consideras que el carácter más narrativo de Rencor tatuado juegue en contra de la experiencia, que tal vez demerite las cualidades cinematográficas de la cámara que sueles trabajar?

Creo que no, en este caso no. Tengo que decir que, después de Rencor tatuado, tuve oportunidad de filmar otra película, La diosa del asfalto, también con un guion que no es de mi autoría, muy poderoso (pero más relajado en la exactitud con la que deben decirse los diálogos). En ninguna de estas películas sacrifiqué el poder de la cámara en pos de la narrativa, y me preocupé por poner muchos elementos que no se ven en una primera revisión; son cosas que pueden redescubrirse con segundas vistas. En ese sentido, creo que el carácter narrativo no juega en contra de nada y espero no perder esa capacidad de seguir experimentando. Sin duda llegará un momento en el que pueda ser mucho más justo mi engranaje entre la imagen y el texto —espero y aspiro a eso—. Gavaldón lo lograba… lograba tener un guion muy poderoso con una construcción del plano que le ajustaba perfecto y que estaba diciendo cosas por su cuenta, como en La otra [1946], una de sus películas tempranas. Aspiro a llegar a eso. Hay una serie de cosas en torno a la construcción de la atmósfera que eran muy importantes para mí en mis películas anteriores, como en Rabioso sol, rabioso cielo, por ejemplo, donde la atmósfera por la cual se desplazaban los personajes narraba cosas cuando esas «fuerzas de la naturaleza» entraban en conflicto. Creo que con Rencor tatuado tal vez logré ir un poco más allá y ser más breve, no en términos de duración, sino en cuanto a la descripción que me interesaba hacer de los espacios y los estados de ánimo. Pienso que me funcionó para decir: «Creo que puedo ir más adelante».