La ciudad y los perros


May 18, 2020

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Una ciudad sin perros


En un muy breve ensayo de su libro Otros colores, el escritor turco Orhan Pamuk[1] menciona que las apariciones de perros agresivos en sus novelas tienen su origen en distintos episodios biográficos donde ha tenido problemas con jaurías en su natal Estambul. En el capítulo «Yo, el perro» de Me llamo rojo, Pamuk escribe desde el punto de vista de un perro que goza con el miedo de sus posibles víctimas y la posibilidad de morderlas. Según el escritor, esta imagen belicosa de la especie canina constituye una especie de «venganza poética» contra sus agresores de la vida real, como ya había hecho antes al hacer retratos negativos de los banqueros, los hermanos mayores y los hombres llamados Hasan.

Sin embargo, en oposición a lo que plantea el propio escritor, no toda presencia perruna en su obra significa maldad. En otro ensayo de la misma compilación, se describe un encuentro amable entre su hija y otro perro. En cierta forma, si Pamuk ha puesto su ciudad como centro de su literatura, la presencia canina se vuelve un elemento ineludible. Al enumerar las distintas tradiciones de su cultura en Estambul, el turco concluye que la gran cantidad de perros callejeros bien podría ser la más longeva de estas, y la que tiene más posibilidades de sobrevivir.

De manera similar, cuando el escritor chileno Manuel Rojas describe el largo segmento ocurrido en Valparaíso en Hijo de ladrón, las apariciones caninas empiezan a volverse comunes. Ya sea por su presencia material (perros vivos y muertos, excrementos, pulgas) o metafórica («perro» aparece repetidamente como un insulto, especialmente proferido por las autoridades), lo perruno se inscribe en el ambiente porteño. Se trata de una ciudad que, al igual que Estambul, sostiene una relación de larga data con los perros callejeros, por lo que es difícil imaginarla sin estos.

En comparación, si pensamos en el terreno del cine, las postales urbanas de Ya no basta con rezar (Aldo Francia, 1972), Amelia Lópes O’Neill (Valeria Sarmiento, 1990) o Ema (Pablo Larraín, 2019) carecen de la presencia canina en pantalla. Si bien se trata de tres ejemplos de épocas y estilos diversos, los tres Valparaísos imaginarios de estas películas podrían compartir la ausencia de perros como primer signo de la ficción, como prueba de que aconteció un rodaje en el que se cortaron las calles, impidiendo que la presencia perruna entre a cuadro. Por otro lado, si en una película como Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969) entra un perro a cuadro en la primera escena en que los niños bajan desde el cerro al plan, es justamente porque el estilo de rodaje buscaba un retrato «real» de las calles de la ciudad, como bien indicaba su impronta neorrealista.

Ha nacido una estrella


Como menciona Valeria de los Ríos en relación a los animales no humanos en El hombre, cuando es hombre (Valeria Sarmiento, 1982), la figura del animal ha sido problemática dentro de la modernidad.[2] El establecimiento de diferencias ontológicas entre humanos y animales sirvió para designar un orden al ideal civilizatorio, como una forma de identificar lo «salvaje» como un rasgo a superar. Según Rosi Braidotti, la identificación de lo animal servía de herramienta para delimitar distinciones entre el «sujeto ideal» y la alteridad: «Esta normatividad morfológica fue inherentemente antropocéntrica, de género y racial. Lo cual confirma el sujeto dominante tanto en lo que incluye como sus características principales como en lo que excluye como lo otro».[3]

Bajo esta lógica, la figura del animal también fue excluida del centro de las primeras representaciones cinematográficas. Siguiendo a Comolli, la historia del cine se compone tanto de los elementos que se inscriben dentro del cuadro como de aquellos elementos que quedan fuera de este. Incluso la aparición temprana de algunos animales en pantalla responde a la misma lógica de la diferencia.

Una película como The Boxing Cats (William Heise y William Kennedy Dickson, 1894), donde dos gatos pelean en un ring, funciona como gag cómico justamente por representar a sus animales protagónicos realizando una actividad humana, la del boxeo. En Le petite fille et son chat (Louis Lumière, 1899), el gato aparece en relación a su dueña, como gato doméstico. Ejemplos más extremos, como el de Electrocuting an Elephant (Edwin S. Porter y James Blair Smith, 1903), presentan la vida animal como «materia viviente» dispuesta al avance humano y científico.

Al caracterizar al simio en el cine, Beate Ochsner[4] menciona que este posee un lugar especial como marca de la división entre naturaleza y cultura debido a su condición de antecedente evolutivo, lo que podría explicar su presencia preponderante dentro de los animales en pantalla. El perro, por su parte, también tendría un lugar especial dentro de estas representaciones. Si bien el perro no comparte este signo de recordatorio evolutivo, también posee un sitio liminal debido a su larga relación doméstica con la especie humana. El perro es el animal doméstico más recurrente en la mitología desde la antigüedad, por lo general bajo la figura del «guardián», simbolizando fidelidad y obediencia.

Rescued By Rover, Cecil Hepworth y Lewin Fitzhamon, 1905.

Por esta razón, el perro es uno de los primeros animales que tuvo la capacidad de colarse dentro del cuadro. Si bien no se encuentra dentro de los sujetos considerados en su título, el perro que corre hacia afuera es parte de la famosa estampida en Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir (La sortie des ouvriers des usines Lumière à Lyon Monplaisir, Louis Lumière, 1895). No podemos saber con exactitud si el perro pertenece al hombre que vemos jugando con este en el centro, pero sí podemos suponer que la presencia de un perro en una fábrica sería menos extraña que la de otros animales gracias a su condición de «amigo del hombre».

Sin embargo, más que aquel perro intruso en la fábrica, el perro Blair sería el que establecería más adelante la relación más común de los perros con el cine. En Rescued By Rover (Cecil Hepworth y Lewin Fitzhamon, 1905), el perro Rover (interpretado por el perro Blair de la familia Hepworth) rescata a una niña pequeña de las manos de una mujer harapienta de aspecto «salvaje». Al igual que el perro que rescata a la protagonista de ser asesinada en Sunrise (F. W. Murnau, 1927), Blair atraviesa ríos y calles para poder salvar a la pequeña. El éxito de la película no solo llevó a Blair a protagonizar otras obras, también lo convirtió en el primer perro que pudo entrar al star system.

Como plantea Nicole Shukin,[5] las películas de ficción que incluyen animales necesitan de los «cuerpos obedientes» de sus protagonistas humanos y de sus contrapartes no humanas para funcionar. Por esta razón, la facilidad del adiestramiento canino permite que este principio actúe de manera más eficaz que con otros animales en el terreno de la «actuación» animal. Algunos años después del estrellato de Blair, fenómenos como el de Rin Tin Tin confirmaron el potencial de obediencia actoral que poseía la especie canina por sobre otras. Películas como El gran rugido (Roar, Noel Marshall, 1981) y sus cerca de 70 miembros del equipo gravemente lastimados durante el rodaje son testimonio del peligro de trabajar con animales más difícilmente adiestrables, como es el caso de los múltiples leones que aparecen en la película.

En cierto sentido, esta condición del perro como compañía humana controlada lo ha llevado a ser a menudo símbolo de humanidad. Filke, el pequeño perro compañero de Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952), funciona como un refugio para el sufrimiento del viejo Umberto, algo que ocurre también con los perros que acompañan a los personajes solitarios de Aki Kaurismäki. La lealtad perruna se erige, nuevamente, como la característica principal de la especie, siempre en relación al humano. Pero, si bien el retrato del perro doméstico ha sido el preponderante, el hogar no es el único espacio habitable para los canes.

Coloquio de perros


En contraste, el perro callejero sería incapaz de ajustarse al cuerpo obediente que demandan las ficciones con animales no humanos. Por lo mismo, el concepto de «perro callejero» que da título a las películas de Akira Kurosawa (El perro rabioso [Nora inu, 1949]) y Tsai Ming-Liang (Stray Dogs [Jiao you, 2013]) sirve meramente como metáfora sobre sus protagonistas humanos. A su vez, las múltiples jaurías callejeras que irrumpen en Hagen y yo (Fehér isten, Kornél Mundruczó, 2014) son en realidad, como es fácil de suponer, una mezcla entre multitudes de perros adiestrados y efectos especiales. La presencia del perro callejero representa, para la ficción tradicional, una posible pérdida del control y, por lo mismo, se convierte en un sujeto indeseable dentro de la pantalla.

Por lo tanto, la aparición del perro callejero en el cine es casi siempre un efecto accidental. Uno de los planos generales de Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, Roberto Rossellini, 1945) en que un perro entra y sale de cuadro ha sido utilizado como ejemplo de la apertura del neorrealismo hacia el accidente y la cruza entre ficción y documental. Todavía resulta, por la razones mencionadas anteriormente, difícil de imaginar una ficción tradicional donde los perros callejeros adquieran un papel predominante. Sin embargo, el año pasado, se estrenaron dos documentales que tuvieron de protagonistas a una dupla canina. Los reyes (2019), de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, y Space Dogs (2019), de Elsa Kremser y Levin Peter, pertenecen a esas curiosas coincidencias cinematográficas en que dos películas realizadas en paralelo y en latitudes diferentes (Chile y Rusia, respectivamente) se asemejan en aspectos centrales.

Los reyes es una película que, como ha notado Pablo Corro,[6] se puede entender como una profundización de un elemento ya explorado dentro del cine de Perut y Osnovikoff. La «frialdad» de la cámara de la pareja ha ido tomando de a poco un camino más estático y lejano que el de películas como Un hombre aparte (2001). Dentro de esa evolución, el interés por las figuras animales también se ha vuelto cada vez más relevante. A propósito de esta relación, Corro cita en su texto una declaración de Bettina Perut en que esta dice que en Welcome to New York (2006), su intención era «exponer a la gente como los animales que son».

De cierta forma, la distancia antropológica que mantiene la dupla frente a los sujetos registrados en Estados Unidos no se diferencia en su retrato de animales humanos y no humanos. Wolfgang Ernst[7] indica que la cámara es un aparato que posee una «mirada fría», por lo que presta el mismo nivel de atención a cualquier elemento que se ponga frente a esta. Por lo tanto, la jerarquía de la atención del espectador está condicionada culturalmente. Este principio es el que aprovecha la pareja al observar con la misma estrategia formal el comportamiento de unas ranas y unos manifestantes o de unas ratas saliendo de una alcantarilla y unos jugadores de ajedrez.

La escena de las ratas, justamente, sorprende por la manera en que estas parecen funcionar a través de una vida paralela a la humana en las calles de Nueva York. Moviéndose entre los recolectores de basura nocturnos, las ratas de la película esperan sigilosamente los momentos más adecuados para salir a recolectar objetos a la superficie. La cámara es capaz de revelar esta vida invisible al encuadrarla, poniendo en el centro a un animal que merodea permanentemente entre los miembros de la vida humana neoyorquina, pero que ha sido casi siempre invisible al retrato cinematográfico.

Posteriormente, en Noticias (2009) y, sobre todo, en Surire (2015), la presencia animal empieza a tener un rol más importante que el de servir como punto de comparación al comportamiento humano. Los flamencos y el perro coprotagonista de Surire sirven como muestra de la coexistencia animal en el terreno del desierto de Surire, forma de vida amenazada constantemente por la sombra del neoextractivismo durante la película. Es en esta obra donde se podría afirmar que la presencia animal toma un lugar más allá de la metáfora en torno al humano, desencajando de a poco el antropocentrismo de la película en sus largos planos retratando la vida no humana.

Por su parte, Los reyes se plantea como una película con dos protagonistas caninos específicos. Si las películas de corte antropológico de la pareja tenían protagonistas corales (incluso en el caso de la anciana y el perro, protagonistas relativos de Surire), en este caso el retrato está centrado completamente en Chola y Fútbol, dos perros callejeros del Parque de los Reyes, ubicado en la ciudad de Santiago. En realidad, quizás el término «callejero» no se ajusta con exactitud a los perros, quienes residen de forma permanente en las dependencias del parque público.

Como ocurría con las ratas neoyorquinas, la pareja canina representa otra forma de vida invisible dentro del parque. Perut y Osnovikoff contaban que el protagonismo de Chola y Fútbol fue un descubrimiento accidental, ya que la vida en las pistas de skate iba a ser el centro del documental en primer lugar. Este doble interés podría explicar el tratamiento sonoro de la película, casi siempre asincrónico en relación a lo que hacen los perros y los diálogos que se escuchan.

Space Dogs, Elsa Kremser y Levin Peter, 2019.
Los reyes, Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2019.

Esto permite que, en varias escenas, el relato de Los reyes obedezca a esta duplicidad narrativa. En paralelo al comportamiento cotidiano de Chola y Fútbol, la película integra diversos diálogos de un grupo de skaters que frecuenta el parque. Por un lado, la vida de los perros obedece por lo general a acciones primordiales como la del alimento o el dormir, mientras que las anécdotas de los jóvenes incluyen el uso de drogas, los problemas familiares y una serie de conflictos cargados culturalmente en la esfera humana. El contraste provoca que, por momentos, algunos de los diálogos puedan ser interpretados en relación a los perros, como también pueden ir por vías paralelas en otras escenas.

Por su parte, la pareja (a veces también un trío o un cuarteto) de Space Dogs encaja más adecuadamente con el concepto de «callejera». A diferencia de la cámara fija empleada por Perut y Osnovikoff, Kremser y Peter se dedican a seguir el movimiento permanente de sus protagonistas. Si Chola y Fútbol gozan de una relativa estabilidad geográfica, los perros sin nombre de Space Dogs deambulan sin destino fijo por las calles de Moscú, componiendo una especie de road movie a cuatro patas.

Si bien la voz humana también tiene un lugar importante en la película, esta pertenece a un orden distinto al del registro de los skaters que realiza la pareja chilena. Space Dogs se encuentra narrada por Aleksey Serebryakov, actor famoso por su papel protagónico en Leviatán (Leviafan, Andrey Zvyagintsev, 2014). La elección no es casual, ya que la tesitura de la voz de Serebryakov se ajusta perfectamente a lo que se espera de la voz narradora no perteneciente a un personaje, a menudo denominada «la voz de dios». El relato consiste, en sus pasajes menos poéticos, de relatos de distintos experimentos realizados con animales como prueba para la carrera espacial que enfrentó a Estados Unidos y la Unión Soviética. En un comienzo, la conexión de este relato con los perros que estamos siguiendo es relativa, solo vinculable por tratarse de descripciones en torno a una misma especie.

Posteriormente, los planos dejan de enfocar a los perros para seguir a un mono utilizado como atracción en fiestas privadas. Si bien el plano podría servir como muestra de la crueldad hacia el mono de parte del humano, la centralidad del mono en cada plano hace más difícil que esta escena se reduzca a la función expositiva. Incluso cuando el mono y su dueño aparecen dentro del mismo plano, el punto de vista se ajusta al tamaño y ángulo del primate antes que al del humano. A su vez, la voz de Serebryakov empieza a describir la muerte de un mono utilizado como prueba espacial en Estados Unidos. De a poco, la película pareciera emparentar a los animales que vemos pantalla con sus ancestros sacrificados en pro del avance de la carrera espacial.

Si en Los reyes la película se encarga de montar una serie de rituales caninos para constituir una especie de rutina de la pareja canina, en Space Dogs la serie de acciones de sus protagonistas parece más errática y difícil de asociar al comportamiento humano. Si bien los perros de Los reyes se meten elementos a la boca que un humano evitaría, la fijación oral canina todavía tiene puntos de comparación con nuestro comportamiento. Los perros de Space Dogs, en cambio, muerden luces de autos, matan gatos, aúllan junto a las bocinas y se mueven a través de la ciudad sin rumbo fijo.

La escena del asesinato del gato —la más polémica y discutida de la película— marca un quiebre con la imagen dulce que proyectamos en los perros en un comienzo. Se trata de un plano largo donde se describen todas las acciones involucradas en la caza y muerte del felino. Si la longitud del plano podría sugerir una búsqueda del shock por parte de Kremser y Peter en una primera lectura (en el cine en que vi la película, alguien gritó «¡Crueldad animal!», ante lo que se podría preguntar: ¿de parte de quién? ¿De los perros? ¿De los cineastas que no cortan?), en las escenas siguientes se constituye como un evento que podría tener una interpretación ordinaria de parte de sus protagonistas perrunos.

Más adelante, Space Dogs introduce imágenes de archivo de experimentos realizados a perros en la Unión Soviética, incluyendo a Laika, la más famosa víctima de la búsqueda por el conocimiento científico-espacial. Los experimentos sorprenden por su frontalidad y la ausencia de explicaciones. En vez de entregar una explicación del objetivo de las pruebas, la narración apenas entrega datos sobre el destino de los animales utilizados en estas. En consecuencia, la densidad de las imágenes en presente aumenta, haciendo más difícil de soportar las imágenes de un mono vestido con pañales y sombrero de fiesta en escenas posteriores.

André Bazin alguna vez propuso que «en la pantalla, el hombre deja de ser el foco del drama para convertirse (eventualmente) en el centro del Universo».[8] ¿Puede una película tener un punto de vista por fuera del antropomorfismo? ¿Puede una película ser capaz de mirar con ojos de un perro? Más que una pregunta por la focalización del relato, Space Dogs y Los reyes parecieran abrir una búsqueda por la interpretación por fuera del entendimiento humano. En ambas películas, el cuerpo no obediente de los perros es tratado por las parejas de cineastas, ya sea a ras de suelo o desde la distancia positivista de Perut y Osnovikoff, como una forma de ceder parte de la estructura y escritura de la película a sus protagonistas. Si bien esta es una búsqueda que se ha hecho corriente en el documental contemporáneo, todavía quedan vías para pensar qué sucede cuando este proceso se comparte con animales no humanos.


FUENTES:
[1] Orhan Pamuk, «Sueños de poeta, colmillos de perro», en Otros Colores, Barcelona, Random House Mondadori, 2008, pp. 62-63.
[2] Valeria de los Ríos, «Presencia animal en El hombre cuando es hombre de Valeria Sarmiento» en Nomadías. El cine de Marilú Mallet, Valeria Sarmiento y Angelina Vázquez, Santiago, Ediciones Metales Pesados, 2016, pp. 113-132.
[3] Rosi Braidotti, «Animals, Anomalies, and Inorganic Others. De-oedipalizing the Animal Other» en PMLA, 124.2, 2009, 526-32.
[4] Beate Ochsner, «Experimentos en el cine o el simio cinematográfico como cuasi-objeto» en Bifurcaciones de lo sensible. Cine, arte y nuevos medios, Valparaíso, RIL Editores, 2018.
[5] Nicole Shukin, Animal Capital: Rendering Life in Biopolitical Times, Minnesota, University of Minnesota Press, 2009.
[6] Pablo Corro, «Los reyes. La máquina de los perros» en La Fuga, 2020. Disponible en línea.
[7] Wolfgang Ernst, Digital Memory and the Archive, Minnesota, University of Minnesota Press, 2012.
[8] André Bazin, «Teatro y cine» en ¿Qué es el cine?, Madrid, RIALP, 2006.