¡Qué verde era mi valle!: La encarnación de la nostalgia


May 18, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

El comienzo es la prefiguración de un abandono. Mientras las manos de Huw Morgan disponen sus objetos personales dentro de una manta que le servirá para llevárselos consigo cuando deje la pequeña población donde nació y creció, su voz nos explica que su valle ha muerto, pues todo el verdor ha sido consumido por la oscuridad del carbón, sus amigos han desaparecido y la belleza de lo que amó solo existe en el recuerdo. El encuadre se mueve a la ventana, desde donde se ve a unas ancianas caminar por la calle de tierra. Otra mujer vieja espera en la puerta de una casa y mira el cielo como si en él pudiera leer toda su esperanza. La pequeña comunidad tiene una disposición espacial compacta: hay una calle principal que desciende de la colina en cuya cima la mina alza sus estructuras de madera y metal; a la izquierda de la calle, varias casas sencillas se escalonan con orden. Huw insiste en que la realidad de su pueblo es otra. No la que vemos, sino la que le ofrece la memoria. Su deseo es devolver a las casas, al sendero, a las cercas y a las paredes de piedra desigual un espíritu ajeno al de la decadencia del ahora, lo cual se asume ya desde el principio como un fracaso. El mundo se descompone inevitablemente y tarde o temprano llegaremos al punto desde donde Huw habla y distiende su abandono. La pasión que alimenta su recuerdo nace de una contemplación del paisaje humano que constata un exceso en la materialidad misma de los edificios de la comunidad, cuya permanencia los condena a durar más que los individuos que les dieron vida: hay pasiones que marcan las paredes, hay palabras que todavía se escuchan en el rechinar de la madera. Es imposible ver las almas de los muertos en las casas donde su existencia tuvo lugar y no añorar otro tiempo, a la vez que se confirma la distancia que nos aleja de este en la cualidad envejecida de los edificios.

¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, John Ford, 1941) condensa la nostalgia en el lugar donde la vida discurre. La cualidad espacial de lo habitado ordena un pequeño mapa de sentimientos, conflictos y deseos A diferencia de las grandes ciudades, donde hasta el edificio más capaz de contener y ordenar la vida de cientos de personas tiene una cualidad impersonal, la aldea de Ford es una síntesis vertical de la vida de los mineros. Más que una organización, es un organismo, y su aliento demarca una geografía emocional que se dispersa hasta desgarrarse. La historia de una familia y una comunidad que no pueden conservarse a sí mismas señala un trasfondo económico de decadencia, pero también, por la manera en que enfatiza la cualidad emocional de la materia habitada por el ser humano, asume la fatalidad como destino de lo concreto, cuya duración se nutre de su inherente desgaste y de su eventual insignificancia. Su única redención es el espíritu, cuya máxima expresión es un fervor subjetivo que añora otro mundo, quizá sin razón, pero con fe, la cual es suficiente para que algo tenga origen. Ahí está Huw pidiendo con toda su alma que la realidad más real sea la de su niñez, cuando su valle era todavía verdor.

La caracterización de los espacios es inseparable de los personajes. Sus dramas discurren en un escenario que transmuta su presencia en cada nuevo episodio que acoge. Sin embargo, no hay desdoblamiento espacial debido a que Ford no varía mucho las perspectivas de los lugares filmados. Las escaleras que descienden de la iglesia al camino principal aparecen siempre desde ángulos familiares y los diversos sucesos que acontecen en ellas dan cuenta de una plasticidad social y emocional que nace de esta univocidad material. El lugar no se fragmenta. Persevera en su rigor inmóvil para desbordar otros ámbitos. La piedra reposa en su serena indiferencia y las palabras, las miradas y el canto se apoderan de su geometría. A pesar de la claridad espacial y lógica de sus planos, Ford nunca es frío ni distante. Acomete la naturalidad del espacio con la facilidad de quien sabe descubrir la armonía simple de un ser que forma parte de algo que lo trasciende a la vez que permanece concreto en su presencia.

Así sucede con las escaleras mencionadas, que aparecen por vez primera cuando Huw, de niño, va a la tienda después de que su padre le da una moneda. Para llegar a la tienda, pasa frente a las escaleras en el momento en que suenan las campanas de la iglesia. Huw se quita la gorra y rinde sus respetos. Compra dulces en la tienda y de regreso ve por primera vez a Bronwyn, la prometida de su hermano mayor, Ivor, bajando por las escaleras. El muchacho se detiene, embelesado, se quita la gorra y la contempla. Ella apenas lo nota, continúa su camino, sale de cuadro y Huw la ve alejarse. El plano registra su sorpresa de pies a cabeza, mientras a su lado se alzan las escaleras, ocupando buena parte del encuadre. En su callada enormidad, indiferente a las pasiones infantiles de un niño enamorado, las escaleras dejan sentir un peso etéreo y denso, casi imposible de describir con palabras, menos aún con la indulgente narración con la que el Huw adulto describe la inocencia con que lo cautivó la belleza de Bronwyn. Y, sin embargo, habla: su voz es una plegaria que busca revivir el pasado por medio de la palabra. Pero Ford abre otra realidad, aquella simple y cotidiana que es la presencia de unas escaleras y que cifra el momento exacto que vale la pena volver a actualizar en la memoria. La ironía trágica consiste en que las palabras de Huw, la narración en off, nunca podrá dirigirse a la materialidad que nutre a las personas de su pasado, quienes son el objeto de su inquisición. Esto no se debe a que la materia sea incapaz de formar un lenguaje que produzca sentido, sino que sus signos son indistinguibles de su presencia concreta y solo a ella remiten. El solipsismo consecuente se evade por medio de la indistinción que hace Ford entre el espacio y el drama de los personajes, quienes, además, son menos dialógicos que existenciales: no son piezas cuya agónica oposición va descubriendo el meollo del problema, sino que su mera presencia individual es conflictiva porque el mundo que habitan se les opone, los estimula, provoca su padecimiento o exalta su deseo. Su expresividad nace de ahí: la interioridad es siempre la exteriorización de su contacto con un mundo que nunca les cede un dominio completo al no servirles de fondo inerte. Hay una contradicción dinámica entre el espacio y el personaje que, en lugar de oponerlos, los funde y coloca el conflicto en el seno mismo de cada uno. Mientras los personajes hablan, miran y se mueven, los espacios perseveran en sí mismos, y dicho silencio es más elocuente que cualquier simbolismo. Su presencia es ser, su lenguaje es tiempo (el cual no necesariamente es duración).

Después de que Bronwyn llega a casa de Huw y se presenta con la familia, asistimos a su boda, oficiada por el recién llegado pastor Gruffydd, cuya mirada desde el púlpito se cruza con la de Angharad Morgan, quien no le quita los ojos de encima. Él, aunque maravillado, no la mira con igual certeza. Cuando los novios y la familia bajan por las escaleras en dirección a su casa, el pastor arroja un ingente puñado de arroz a la espalda de Angharad, quien se da la vuelta, molesta. El pastor ríe y ella, al percatarse de que es él, le devuelve una risa satisfecha. Las escaleras, que no tienen una presencia visual tan poderosa como en el plano de Huw y Bronwyn, se sienten en la inclinación del ángulo del cuadro y en la verticalidad del movimiento. Además, en sus bordes, los mineros se unen de las manos y cantan mientras dejan que pasen los protagonistas de la celebración frente a ellos. Las escaleras, además de guardar el peso del amor de Huw, ahora son el escenario que dispone un orden comunal de festejo y la antesala de otro amor, menos inocente y más profundo, conformado por dos personajes cuya distancia (él, arriba de las escaleras, cerca de la iglesia; ella, abajo, cerca de la familia y el matrimonio) es desde el comienzo insalvable.

¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.

Varias escenas después, las escaleras serán el escenario donde los mineros se reúnen a ensayar el canto que interpretarán frente a la reina Isabel. La noche es sombría y la música celebratoria contrasta con la realidad miserable de los mineros, quienes deben migrar de su tierra y alejarse de su familia porque sus salarios son bajos y hay insuficientes puestos laborales. Al mismo tiempo que el coro formado en las escaleras alza su voz al cielo oscuro, por el fondo, dos hijos de la familia Morgan emprenden su viaje a América habiendo sido despedidos de la mina. Las contradicciones se suman, el tiempo pasa, las familias mutan y las escaleras siguen ahí, testigas de los pesares y sosteniendo la manifestación más espiritual con su inmutable indiferencia. Al final, cuando todo ha sucedido y el cambio es absoluto, Huw revive los espacios de su comunidad y las escaleras vuelven a aparecer, repitiendo la escena del joven Huw y Bronwyn. Esta repetición actualiza la imagen del pasado a la vez que evoca el futuro desde donde se recuerda. Pasado, presente y futuro se funden en la presencia del mundo y sus personajes en la imagen. El lenguaje sentimental que comunica todo el peso de la nostalgia no es solo la narración del Huw adulto, sino principalmente los planos que abren la presencia material de los edificios a una permanencia viva, cuyas vibraciones riman con el espíritu humano a la vez que este tiembla ante el mutismo de la materia y constata que solo en ella puede encontrar el punto de partida necesario para alcanzar la redención de lo valioso de sí. La lucha de Ford es la del alma que busca su salvación en el cielo sin reducir la materia a una mera negatividad o ausencia. La trascendencia y la reconciliación nunca reniegan de las potencias materiales del tiempo, por ello, su sino es trágico. Esta paradoja constituye una forma de amor que responde antes a la presencia que a la pasión, el placer o el deseo.

Las miradas, ese vector por excelencia en el cine, son en ¡Qué verde era mi valle! una afirmación más que un reto, una ligazón más que una distancia. No atacan ni se defienden: contemplan la presencia y la asumen. Hay una impotencia brutal y un desprendimiento libre en todas ellas. Al dejarse maravillar por lo que tienen delante antes que constituirse como signo de una dirección, las miradas de los personajes revelan su ser como un cúmulo de soledad: para deleitarse y dejarse afectar por la presencia del mundo, antes hay que guardar una separación, la cual, una vez establecida, quizá no pueda salvarse nunca.

La mirada más notoria es la del propio Huw, quien posee un par de ojos enormes, siempre absortos y cuya fijeza reafirma que va descubriendo el mundo. En los momentos más intensos, abre la boca sin ser consciente de ello (gesto que su madre en algún momento le reprende). Su presencia es tangencial, pues muchas veces mira algo que no le corresponde, de manera que no lo miran de vuelta. Así sucede cuando mira a Agharad mirar al pastor en la boda de su hermano o en un momento fundamental: cuando va con Gruffyd a dar un paseo en el campo y él lo ayuda a recuperar la movilidad de sus piernas paralizadas debido a un accidente. Después de que Huw logra dar unos pasos por sí mismo, ambos se sientan a la sombra de un árbol y el pastor le dice que ha sido afortunado por pasar tanto tiempo en cama, pues ello ha sido una oportunidad de fortalecer su espíritu. Cuando Huw le pregunta cómo se puede mantener la pureza del espíritu, Gruffyd deja de mirarlo y, con la vista fija en lo alto, le responde: «Rezando, Huw. Y por rezar no entiendo gritos, tartamudeos o revolcarse como cerdo en el sentimiento religioso. Rezar es otro nombre para referirse al pensamiento bueno, directo y claro. Cuando reces, piensa. Piensa bien en lo que dices. Convierte tus pensamientos en cuerpos sólidos de manera que tu rezo sea fuerte y que esa fuerza se haga tuya: de tu cuerpo, de tu mente y de tu espíritu». Huw lo mira con fascinación absoluta. Las palabras del pastor, que resumen buena parte del sentimiento con el que el Huw adulto revive con la memoria y la voz el espíritu de su infancia, y que además colapsan el conflicto entre la materia que se espiritualiza y el espíritu que adquiere la solidez de lo concreto, estas palabras, cuya actitud resume el misterio de la encarnación de lo divino y ofrece una justa dignificación de la importancia de no desgarrar absolutamente los cuerpos que caminan sobre la tierra y las almas que añoran el cielo, estas palabras, que Gruffyd pronuncia con la cadencia interiorizada del predicador y con la gravedad de la compasión sincera e idealista, estas palabras no miran de vuelta a Huw, pues quien las pronuncia contempla lo etéreo para darles la solidez que de ellas demanda. ¿Qué mira el pastor Gruffyd cuando lo dice todo? Algo que no vemos o que, en todo caso, no se puede mostrar. Su mirada es la de quien contempla lo que hay detrás de las cosas, lo que permanece fuera de campo: una eterna fuga hacia lo invisible. Siempre vuelve para dar el consejo acertado y resolver el dilema planteado, pero su corazón y su ser están en otra parte.

Después de asistir a la fiesta de despedida de los hermanos Morgan, quienes deciden viajar a América, el pastor fuma una pipa en la cocina y contempla el infinito por la ventana, inundada de luz, cuando entra Angharad y llama su atención. Ella le agradece por haber ayudado a resolver unos conflictos familiares y se dispone a continuar su trabajo doméstico. Él ofrece su ayuda y coloca algo en la estufa. Angharad ve que se ha manchado las manos de carbón y lo lamenta. Las acaricia y siente la piel rugosa de las palmas. Ambos se miran. Ella rompe el lazo cuando va a buscar jabón al lavabo. Vuelven a mirarse cuando ella regresa frente a él. El pastor pronuncia un desliz y da a entender que corresponde los sentimientos de Angharad, cuyo amor no puede ser más evidente. Ella parece no creerlo, su mirada y su voz desean una declaración más explícita. Gruffyd coloca las manos en sus hombros y se disculpa diciendo que no tiene derecho a hablarle de esa manera. Su mirada, que hasta este momento caía tranquilamente sobre Angharad y sus movimientos, se dirige hacia la puerta. Entonces sale de la cocina y, antes de desaparecer por el patio, ella, que lo ha seguido, le dice: «Si mío es el derecho de darlo, usted lo tiene». Gruffyd, realmente confundido, no por el sentido de las palabras, sino por su efecto, recibe la frase con pasmo, gira a la izquierda y se aleja en esa dirección rápidamente. Angharad cierra la puerta y por un instante mira de un lado a otro. Luego corre a la ventana pequeña que está encima del lavabo y por ella contempla, suponemos, a Gruffyd alejándose.

En esta escena, la mirada del pastor se debate entre Angharad y ese horizonte invisible que le extravía la mirada y cuyo objeto queda fuera de campo. El segundo le da la serenidad suficiente para ver a Angharad claramente, despacio y con una naturalidad que el embeleso de ella distiende en momentos de concentrada intensidad y otros de alejamiento. Mientras que la mirada de Gruffyd reposa serena en la presencia entera de Angharad, esta parece que lo palpa con los ojos, que lo recorre por partes: primero el rostro, luego las manos, luego la espalda. Su mirada busca mientras la de él encuentra. Y, en su interacción, los papeles se invierten. Al verla claramente, Gruffyd se percata del desdoblamiento de su deseo: no puede mirar a la vez a Angharad y a su horizonte imposible. Su interior pierde transparencia y fuerza. Cuando ella encuentra lo que busca (una expresión de que su sentir es correspondido), su mirada adquiere la claridad que la de Gruffyd perdió. Este contrapunto ofrece una danza bellísima y augura su imposible reconciliación: mientras que él se debate entre dos realidades distintas, lo espiritual y lo cotidiano no son una contradicción para Angharad. Gruffyd antepone el amor por el ideal a la satisfacción de los deseos terrenales. De ahí nace la fuerza de su fidelidad moral y la fatalidad última de su prédica. Las palabras de sabiduría que la fe le permite formular son de una justicia irrefutable a la vez que precipitan otro tipo de miseria: no la del cuerpo, sino la del espíritu.

¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.

Una tarde, la casa de los Morgan recibe la visita del dueño de la mina, el señor Evans, quien pide al padre de Huw, Gwilym, el permiso para que su hijo Iestyn corteje a Angharad. El padre accede. La madre, Beth, está encantada. Los hermanos se muestran menos entusiastas: han luchado contra el señor Evans para que mejoren las condiciones laborales. Angharad, por su parte, padece la ocasión: desde la ventana de su habitación contempla a Gruffyd pasar por la calle. Cuando, por la noche, el pastor regresa a su casa, encuentra a Angharad sentada en el hogar. Esta le pregunta por qué su actitud hacia ella es distinta. Ahora Angharad puede concentrar su mirada fijamente en él sin ser dura ni ansiosa. Él, en cambio, ya no la mira con tranquilidad: no contesta, rompe la mutua contemplación y, derrotado, fija sus ojos en el suelo, pierde su horizonte. Le dice que sabe que Iestyn la corteja y no quiere interponerse, pues reconoce en él a un gran prospecto matrimonial. Angharad responde que no quiere a Iestyn sino a él e, indignada, va hacia la puerta. Gruffyd la detiene y le dice, habiendo recuperado su imposible horizonte, que cuando adoptó la vida pastoral se comprometió a sacrificarlo todo por seguirla. Angharad mira el suelo mientras escucha estas palabras. Se vuelven a contemplar mutuamente cuando Gruffyd dice que no soportaría verla sobrellevar las penurias materiales que su vocación exige. Entonces el ímpetu del pastor se recupera, pero, bajo su renovada serenidad, se asoma la amargura, mientras que la mirada de ella se fractura por completo. Recorre su rostro de un lado a otro con las pupilas, sus labios tiemblan. Su mirada es la de quien se regocija en lo visto y desespera porque comprende que la visión no es suficiente para asir el objeto de su amor, pues este no la ve como ella a él. La mirada de Gruffyd penetra las superficies y desentierra la luz desde el fondo de los cuerpos: trasplanta los rayos del sol a las presencias humanas para convertirlas en fantasmas del deber que su misión sagrada constituye. Aunque la melancolía que sus ojos rezuman desmiente la pureza de su compromiso. Entre un impulso y otro, asume el hieratismo: cuando Angharad lo besa, sellando su renuncia a la libertad de asumir su amor por elección y no por designio, su cuerpo está rígido. La mano, sin embargo, se rebela, acaricia la de Angharad, quien abre la puerta, acongojada, y se retira. Las manos se toman con la naturalidad que sus cuerpos repelen y que sus rostros lamentan. Sus presencias son un amasijo de contradicciones que intentan permanecer fieles a la intensidad de ser aquello que sus miradas depuran: en el caso de Angharad, la ansiedad de palpar lo real y descubrir en ello el gozo y la belleza, en el caso de Gruffyd, la fidelidad a una idea del bien que guía lo real hacia su fin espiritual e invisible.

Angharad se casa con Iestyn, un tipejo burgués cuya indolencia, levedad, indiferencia y altivez se constituyen en una mirada complaciente y grosera, que filtra lo que no le resulta conveniente y se contenta con lo previsible. Para entonces, Angharad transmuta la suya completamente: en vez de esa curiosidad casi volátil, ahora su mirada se ha extraviado y permanece distante o, cuando se concentra en lo que tiene delante de sí, impostada y contenida, un poco confusa. Su destino se consume en el aislamiento de la grande y elegante casa de su marido, donde la etiqueta ahoga su vitalidad.

En los personajes de Gruffyd y Angharad se despliega el destino cruel de quienes, hechos de distintos influjos, pueden verse y enamorarse. Su soledad es eterna porque la posibilidad de su coincidencia siempre se desplaza. Una mirada pregunta. La otra responde en otro idioma. Encerradas en las contradicciones propias, contemplan la absoluta realidad del otro y saben que nunca se corresponderán adecuadamente porque es una promesa de afinidad imposible, su mutua contemplación es un silencio absoluto en cuyo seno sobran las palabras: la prédica de sí mismos cede a la presencia del amado. El rezo se interrumpe cuando lo sensible encarna el milagro. Solo cuando ambos se ven y callan, constituyen lo que son. Y eso no sucede sino hasta la última vez que se miran, en la antesala de la tragedia, antes de la muerte definitiva del hogar de Huw, cuando Gruffyd está por descender al infierno.

La manera en que el idealismo del pastor es relativizado por el amor imposible con Angharad y convertido a la vez en un absoluto por el fervor con el cual Huw dota a la palabra de una presencia sólida cuando revive su infancia remarca una ambivalencia profunda en la dialéctica entre la presencia de lo material y el llamado de lo espiritual. Estas contradicciones producen menos oposición que matices. El interés de Ford es encontrar todos esos instantes, gestos y movimientos aislados que dan lugar a la vida de un ser en el mundo y que constituyen su destino inalienable. Al conservar todas sus contradicciones sin anularse, los personajes de Ford guardan su soledad para enfrentarse al destino triste de asumir lo que son incluso cuando el mundo se les opone o les es ajeno. Serán derrotados, pero habrán vivido. Desaparecerán, pero los escenarios de su pasión evocaran su destino trágico y dispondrán, para quien sepa leer en ellos, un relevo más puro de su presencia, donde el consuelo de la memoria sabrá ahogar sus penas.

Eso sucede a Beth, la madre de la familia Morgan, cuando Huw traza en un mapa una figura cuyas puntas son los sitios a donde han emigrado todos los hijos mayores de la familia: Canadá, Sudáfrica, Estados Unidos, Nueva Zelanda, y le dice a su madre que ella es como una estrella que los alcanza con su luz desde su casa en Gales, atravesando mares y continentes. Beth le responde: «¿Qué tan lejos puedo resplandecer si todo cabe en un pequeño pedazo de papel?». Asumiendo que no entiende lo que es un mapa, Gwilym le dice que lo que ve es una imagen del mundo donde se muestra la locación de sus hijos. Beth alega: «Yo sé dónde están sin recurrir a viejos mapas o trazos o figuras o lápices. Están en la casa». La distancia abstracta de la representación visual se derrumba frente al peso de los objetos: la mesa donde transcurrían las comidas familiares, la silla donde el padre les leyó la Biblia antes de partir, los tarros que llenaban de cerveza en las celebraciones.

¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.

La casa de los Morgan es una dimensión propia, casi independiente del resto de la comunidad. Sus ventanas no delinean retratos del pueblo. Por ellas se cuela una luz que proyecta laberintos de sombras en todas direcciones. Su iluminación es prodigiosa: la oscuridad de algunos rincones convive con superficies relumbrantes y, entre ambos polos, un abanico de figuras abstrae los contornos de las cosas y multiplica el decorado. La luz que entra por puertas y ventanas proviene de todas direcciones: igual están iluminadas las ventanas del lado izquierdo de la casa que las del derecho o las del fondo, como si el sol brillara a la vez en oriente y en poniente; por la puerta de la cocina, en la escena donde Gruffydd y Angharad se insinúan sus sentimientos, la luz forma un polígono de claridad en el suelo (según sería lo natural proviniendo la luz del ángulo donde suele estar el sol cuando su intensidad es así de elevada) y en el techo de forma simétrica (lo cual es imposible con luz natural). Cuando Bronwyn se reúne con Ivor antes del casamiento, en la sala, la luz que entra por la ventana detrás de ellos proyecta en el techo las sombras de un matorral que se le interpone. Más adelante, los hijos discuten con su padre porque ellos quieren formar un sindicato para defender sus derechos, lo cual a él le parece una idea socialista detestable. Los hijos deciden mudarse temporalmente de la casa y se van. Quedan sentados a la mesa únicamente Huw y su padre. Llueve. A la izquierda de Huw hay una ventana por donde caen las gotas de agua. La luz, a diferencia de lo que se esperaría en una día de lluvia, no amilana. Al contrario, brilla con la fuerza suficiente para proyectar las sombras del agua en la pared.

La omnipresencia de los haces roza lo sublime: no responde a los designios de la naturaleza, sino a la expresión de la luz de lo sagrado adentrándose en los enseres domésticos inertes y en la densidad inmóvil de las habitaciones para animar la vacuidad de su aire con formas y emanaciones fantasmales. La casa de los Morgan es una manifestación de la encarnación que remite a una espiritualidad cuya energía pesa más que la ausencia física de los seres queridos. Ellos reviven en ella. Nada permanece muerto. No hay objetos planos, líneas domeñadas ni homogeneidad en las superficies o en las texturas. Todo palpita en la conflagración de sombras superpuestas y fulgores repentinos. La casa es el corazón de la película: situada entre la mina y la iglesia, justo donde la calle principal del pueblo da vuelta y desciende, frente a la explanada que aglomera a los mineros en los eventos comunales, su ubicación es central y su temple constituye el medio propicio donde los personajes trazan el signo de su presencia con sus pasos, sus rostros y sus cuerpos.

Hay lugares inhóspitos, como la casa de la familia Evans, infernales, como el interior de la mina, amenazantes, como la escuela. Su confección es mucho más natural y correcta. Su aire típico tiene un dejo siniestro. Son lugares más bien impersonales que no acogen a sus ocupantes. En ellos, la mirada se pierde o se pervierte. En su primer día de clases, Huw llega tarde y, cuando entra al salón, todos lo siguen fijamente mientras el profesor se burla de él y lo amenaza. Los pasos de Huw sienten el peso de las miradas y sus pupilas brillan con desconcierto. Se debate entre el azoro y el miedo. El sadismo del profesor se refleja en las punzantes oleadas con las que su mirada acompaña cada burla que hace a Huw y uno de los alumnos, que lo golpeará a la salida, también escupe un par de miradas salvajes. La transformación de Angharad se hace patente con cabalidad cuando, después de regresar de Sudáfrica, a donde viajó con su esposo, Huw la visita. Ahí su mirada ya no es la que palpaba con asombro y certeza sino la de quien intenta sujetar lo que tiene delante para, cuando pone las manos sobre ello, verlo convertirse en humo. Pero la mina es donde la visión encuentra su final más doloroso. Una tarde, suena un silbato desde lo alto de una de las torres de la mina, señal de que hubo algún percance. Los mineros se agolpan en las inmediaciones del elevador, que sube con los sobrevivientes. Las mujeres ascienden desde el pueblo para asegurarse de que sus hijos y esposos están bien. El pastor se abre paso entre la multitud y llega a la entrada del elevador justo antes de que llegue el vagón donde Gwilym abraza el cadáver de su hijo Ivor, fallecido en el accidente. El pastor se inclina sobre ellos. Gwilym mira hacia ningún lugar, sobrecogido por el pesar, pero aferrado a su templanza. Con una mano, cubre los ojos y la frente de Ivor, con la otra lo abraza. Gruffyd pone su mano sobre la suya para servir de consuelo y lo mira. Gwilym le devuelve la mirada con una actitud que, en un instante, concentra un abismal hundimiento en la tristeza y un atisbo de esperanza, luego resignación. Ninguna mirada, ni la del pastor, le devolverá la de su hijo, guardada bajo su mano como si no quisiera que escapase.

La película de Ford ancla la visión en cada escenario. Sus personajes ven el mundo para ser vistos y dejarse afectar por la presencia de los otros y del entorno o incluso por otras partes de sí mismos: su postura, sus manos, sus bocas. El magnetismo de sus imágenes nace de esta exterioridad. La gran flexibilidad de sus mutaciones responde a esta animación conjunta de la totalidad del plano. Debido a que las diferencias de los elementos no quiebran la armonía del conjunto ni viceversa, el tono vira con suma facilidad y pasa del duelo a la alegría en una serie de ciclos impredecibles. Al comienzo, el drama se dirige al aspecto económico y político del conflicto entre los mineros y su patrón. De pronto, después del accidente de Huw, se abre una dimensión más bien íntima y emocional de la pena. Luego viene el regocijo de su recuperación. En un instante, cuando el resto del pueblo visita la casa de los Morgan y los hijos regresan a vivir a ella a pesar de las desavenencias con el padre, Beth pasa de la congoja al festejo en un parpadeo. El relato es un ciclo de variaciones anímicas que, al igual que sucede con las escaleras de la iglesia, pero en un grado más amplio, acumulan sentimiento en cada escenario y lo asocian con los dramas individuales de cada personaje que pasa por ellos.

El pueblo minero es un alma, la de Huw que recuerda. Al hacerlo, aunque dude de la eternidad del objeto de su amor, cuya presencia la deslava el tiempo, encuentra lo que busca: un escenario hecho a la medida de su espíritu. Al final, después de la muerte de Gwilym en otro accidente dentro de la mina, Huw recuerda escenas cotidianas de su pasado, que son momentos anteriores de la película que se repiten: una comida familiar, Bronwyn bajando las escaleras, Huw paseando con Gruffydd por el campo, Angharad saludándolos. Pero los dos últimos planos son momentos y lugares que no habían aparecido, que no son parte de su pasado y cuyo desprendimiento del tiempo, sin embargo, no es decididamente fantástico. Huw, de niño, camina junto a su padre. A su lado hay una cerca de piedra y un árbol sacudido por el viento. El cielo, hasta ahora tan lejano, por primera vez se siente próximo. De pronto, frente a ellos, en contracampo, atravesando un pastizal, todos los hermanos Morgan se dirigen hacia ellos. Se reconocen. Huw y Gwilym van a su encuentro y la película acaba. No los vemos alcanzarse. Hay una reconciliación aparentemente sustraída pero innecesaria. La música y el fervor idílico de los escenarios en estos planos dan a entender que, a pesar de los conflictos y las separaciones, el espíritu de los Morgan se conservará íntegro, quizá no en el tiempo concreto y decadente, pero sí en otro más puro: la imagen vital y devocional que Huw solidifica con su fervor. Que Ford no muestre en el plano final una reunión que desmienta la desintegración es a la vez un signo de pesimismo y de sensatez. Mostrarlo hubiera sido someter el deseo a la imaginación. Al no hacerlo, lo real, aquello frágil que muere, adquiere el valor que su propia transitoriedad implica. Cada momento en que los Morgan y la comunidad minera lograron sobrellevar las penurias de la vida potencia su presencia concreta y alimenta el encanto con el que Huw recuerda su infancia, edén perdido, patria que ya solo a él le pertenece y en cuya soledad interior revive un mundo.

Al final, Ford deja sus contradicciones intactas: la materia potencia al espíritu, pero no se le somete. El espíritu anima la materia, pero no la hace eterna. La subjetividad se nutre de su idealismo y en él contempla su destino finito, reviviendo las pasiones cuya mortalidad las hace intensas. Las contradicciones se intensifican a sí mismas y marcan un escenario con el signo de una mirada irrefutable. Nada fundamental ha cambiado, el mundo sigue, las miradas se pierden y se encuentran en abrazos confundidos y despedidas silenciosas. Vemos un lugar, un camino, individuos que llegan y se van. Y, entre la entrada y la salida, cuando una presencia heroica anima el paisaje con el designio trágico de recuperar lo que ya está perdido de antemano o de cometer su propio sacrificio, el cine encarna los misterios del espíritu.