Recuperar la eternidad

Elegía de un viaje (2001) de Alexandr Sokúrov


Jul 16, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Porque creo en la existencia de intuiciones compartidas entre seres que pudieron o no conocerse, escribo estas letras. Encuentro que Elegía de un viaje (Elegiya dorogi, 2001), de Alexandr Sokúrov —a quien Andrey Tarkovski en su lecho de muerte identificó como su sucesor—, comparte mundo con el libro Elegías de Duino (1923), del austriaco Rainer Maria Rilke, alguien que profesó la poesía hasta su último aliento al morir herido por la espina de una rosa en obsequio a una mujer egipcia. Así nace este texto: un intento por conjugar ambas elegías. No supe responderle de otra manera a esta película; revelo el mecanismo de escritura: los fragmentos entre comillas pertenecen a diálogos del filme, las cursivas son versos de la edición donde leí a Rilke[1] y el resto es mío.

***

«En el principio había un árbol».

La desnudez de un árbol caducifolio aún con fruta para alimentar a los pájaros. Inicia el ocaso de la luz, la regeneración que hace visible el tránsito de lo viviente. Es otoño.

El árbol sintetiza el movimiento universal. Para los antiguos, el árbol es el cosmos.

Comienza el viaje.

Una silueta se interpone entre nosotros y el horizonte.

Entre la incertidumbre de las rutas,
se elevaba.

Es él.

Su mirada tendida hacia delante.

Vamos con él. A veces somos él.

Discontinuidad espacial de traslación onírica donde no sabemos cómo arribamos de un sitio a otro. Viajamos.

Del árbol al cielo, luego al mar. Un pueblo sin rostros, el claro de un bosque nevado:

«¿Para quién es toda esta belleza? Nadie puede verla».

Otro pueblo distinto, tal vez conocido. Una negrura invade la visión: es el hábito de un monje. La iglesia donde se celebra un bautizo.

«¿Por qué Cristo rezó para que su padre no lo enviara a la cruz?».

La pregunta por lo sagrado tiembla. El hieromonje no sabe responder.

De pronto, ojos infranqueables de soldados en líneas fronterizas. Una ventana que da a una ciudad extraña. Después el cielo nocturno, la luna que no resplandece.

Mira: los árboles están; las casas que habitamos continúan existiendo. Solo nosotros pasamos, en aéreos trueques, ante las cosas.

«Me parece haber visto a toda esa gente en otro lugar, antes».

La eternidad irrumpe en todos los tiempos: es la enigmática familiaridad de lo que se presume inédito, sin serlo.

Bajo los pies, la gélida cubierta de un barco. Olas negras cuya tempestad convoca imprevisiblemente la indulgencia. Al calentarse, el mar asemeja un desierto.

«Escuchaba las voces del mar y del viento. Incluso algo de música que tal vez venía de mi corazón».

Oye cómo la noche, ondulante, se ahueca.

La nieve no cesa, se desvanece en una ciudad de edificios góticos. Bullicio del entramado citadino; autos, calles, semáforos, puentes. No hay alba para sus habitantes, porque perdieron la escucha.

«Para la gente, el trabajo importa más que la vida».

Sí,
las primaveras te necesitaban.
Infinitas estrellas esperaron
que tú las contemplases. Del pasado
vino a ti una onda henchida, o, al pasar
ante un balcón abierto, la queja de un violín
se te entregó. Todo ello era mensaje.
Pero, dime, ¿supiste tú abarcarlo?

«Si la gente vive así, si no ven nada más y solo siguen los caminos, ¿qué es de ellos y qué esperan de la vida?».

Pero nosotros, que necesitamos
de tan grandes misterios;
nosotros, para quienes de la misma tristeza
brota un aumento de felicidad,
¿podríamos vivir
sin ellos?

¿Por qué debía hacer ese viaje tan largo? ¿Quién es él?

Cerca de la muerte ya no se ve la muerte.

Una elegía es un lamento. Un canto a lo que se pierde. Un canto funerario.

Ciertamente, es extraño no habitar ya la tierra,
no seguir practicando unas costumbres
apenas aprendidas;
no dar, no atribuir significados
de realidad humana futura ni a las rosas
ni a esas cosas que son ofrecimientos
sin fin.

¿Cómo se mira el mundo cuando se ha abandonado el cuerpo?

Con lenta y paulatina
remisión, va perdiéndose
la arraigada costumbre de lo terreno, como
se pierde hasta el apego que nos une
al seno de una madre.

En una cafetería, un hombre sonríe. ¿Es un profeta que solo quiere ser escuchado? Narra una historia de reformación espiritual, de la posibilidad de elegir entre el bien y el mal.

«Si pudiese ponerle un nombre a Dios, lo llamaría Amor».

Humano, demasiado humano.

De entre las piedras del suelo emerge una brisa cálida. Se trata de un lugar completamente diferente. La noche podría concluir en cualquier momento; el crepúsculo se anuncia y jamás llega. La luna custodia una torre medieval. No, se trata de un faro. Otra vez un árbol: la edificación abraza un árbol con diminutas flores heladas.

¿Cuándo
—¡árboles de la vida!— llegará vuestro invierno?

Es el fuerte de una isla. La puerta conduce a un interior palaciego: las pisadas crujen por su escalera de madera. Paredes blancas con pinturas colgadas. Un marco sin cuadro.

Siempre hay algo que ver.

Pinturas. Pinturas a las que entramos. Un barco vuelve a tierra: ahora presencia reencuentros. Vemos un río y un velero, escuchamos el agua calma y la maleza circundante. Es una inmersión de la que podríamos no volver.

¿Quién no sintió la angustia de sentarse
ante el retablo de su corazón?

«He recorrido una enorme distancia para llegar en un instante, pero todo está vacío y oscuro».

¿Es eso la muerte?

¡Oh, estar muertos —al fin— y poder conocerlas
por lo infinito… todas las estrellas!

Tal vez:

A esto se le llama Destino: a estar enfrente
—y nada más que esto— y siempre enfrente.

La pintura habla. Estamos dentro, pero no la habitamos. Somos habitados por ella.

Hay un bote con personas junto a un molino:

«Una vez se sentaron ahí y se quedaron para siempre en su pueblo. Esa noche es su día eterno».

¡Y nosotros,
meros espectadores,
en todo tiempo, en todos los lugares,
vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!

En otra habitación, en forma de llamado y testamento, La torre de Babel de Pieter Brueghel.

«¿Qué es? ¿Filosofía o la vida misma? ¿Libertad? ¿O el sueño de una jaula?».

Y, sin embargo, ay, somos todo eso.

¿Cómo se mira cuando se intuye que será la última vez?

Al voltear de nuevo, los cuadros ya no están colgados. La luna alumbra las paredes: ella marca el camino que ha de ser recorrido.

«¿Acaso no pinté este cuadro?».

Conocer no es más que reconocer. La intuición de una verdad primera, aguarda.

Pero nosotros, al pensar lo uno
enteramente,
sentimos de inmediato
la fuerza de su antítesis: lo otro.

«Si hay fe, el cielo está vivo».

¿Es eso la vida eterna?

1765, Pieter Saenredam. Es el cuadro del reconocimiento. El anuncio de la vuelta originaria.

«La pintura se secó. Todo se detuvo. Todo está seco hasta que regresemos a esta ciudad».

Recomenzar el viaje.

En nuestra marcha solitaria
se vería, reunido, todo aquello
que separamos al vivir.

«El sol ha cambiado de posición. No hay retorno.
Pero el lienzo aún está tibio»

Ahora se une, tal cual es,
a lo Invisible.

—era otro.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2

FUENTES:
[1] Rainer Maria Rilke. Elegías de Duino. México, Editorial Centauro, 1945.