Carlos Lenin, iconoclasta

La paloma y el lobo (2019) de Carlos Lenin


Jul 9, 2020

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La caída de Bizancio comenzó con sus imágenes. Lo que primero se atacó del imperio fueron sus ídolos, su iconografía y todo aquello que impedía albergar otro horizonte teológico. La iconoclastia es una lucha contra las imágenes. En la historia reciente, las distintas manifestaciones del fascismo han mostrado hasta qué punto el uso de las imágenes es ideológica. Emblemas, signos e íconos han hecho de gobiernos, o imperios, su centro. No es fortuito que toda dictadura signe su paso por el mundo y ambicione delimitar su territorio a partir de escudos, estatuas o pinturas. Se atacan los emblemas, monumentos e instituciones porque se denuncian las estructuras y prácticas que los edifican: toda lucha ideológica es también una lucha por las representaciones. Entre imperio y fascismo hay una alianza de dominación, siglos de ambición ideológica y supremacía política. J. Rodolfo Wilcock escribió en 1972 La sinagoga de los iconoclastas como un muestrario de personajes imaginarios, a ratos inspirados en figuras reales, cuya primera intención es destronar los ideales o las imágenes del mundo conocido hasta entonces. Utopistas, mujeres y hombres de ciencia, inventores, sabios y un puñado más de personas que atacan lo ortodoxo de la humanidad: la bondad inherente, la voluntad de hacer el bien para revelarnos que eso también es una forma ideológica de representación (¿pleonasmo?). En la humanidad, sugieren los personajes, también hay maldad y oportunismo. Son iconoclastas por el atentado a lo establecido. Pero es en el cine en donde con mayor fuerza se ha afianzado el trasunto de todo autoritarismo y también su confrontación. Es el cine, como ha escrito Pablo Iglesias, «productor de imaginarios y consensos hegemónicos, revelador privilegiado de verdades políticas y fuente de conocimiento teórico». Carlos Lenin, en su ópera prima, es también un iconoclasta.

Toda vanguardia artística es una confrontación a los modos en los que la representación ha estado afincada. Las artes de vanguardia son también iconoclastas. La paloma y el lobo (2019), de Carlos Lenin, es ambas cosas. Paloma y Lobo han migrado a Monterrey, capital de Nuevo León, por la violencia que azota a Linares, su lugar de nacimiento. Salen de un territorio para preservar su vida y su relación. En la capital del estado, Paloma trabaja en una maquila y Lobo es obrero en una construcción. Paloma ambiciona regresar para la fiesta de quince años de su hermana. En su geografía emocional, la violencia palpita o, peor, es un personaje acechante. Como pareja, dialogan poco, como personajes no hablan mucho más. Es una apuesta estilística de Lenin cuya mayor fuerza es lo que enciende cada silencio y consume en cada plano. Hay una heterodoxa ejecución de la puesta en escena. Sin ser una fábula, empero de estilo no realista, evoca una realidad insoportable: la violencia en al menos tres evocaciones. Primera: los cárteles. Segunda: la situación de clase. Y tercera: el reclamo, a través de los gestos de sus personajes, del amor y de una felicidad, el derecho de volver a sonreír. La violencia solo está insinuada, nunca es gráfica. Sin embargo, todo el mundo que circula en la película ejecuta cierta violencia hacia alguien: un gesto, unas palabras, un silencio que retumba. Cada escena está configurada con una atmósfera arquitectónica desesperanzadora. En ruinas o a punto del derrumbe, las imágenes se conjugan para rompernos y sacudirnos cada vez con más fuerza. Carlos Lenin filma una destrucción edificante que no es ya deconstrucción, sino iconoclastia.

Contemporánea y también debut en largometraje, Atlantique (Mati Diop, 2019) tiene similitudes con La paloma y el lobo. En ambas, el inicio del filme está compuesto por un encuentro de las parejas a través del paso de un tren. De un lado, Ada y Paloma; del otro, Souleiman y Lobo. En ambas, una imposibilidad. Lo que Diop y Lenin nos muestran es el tempo cinematográfico. La pausa, el silencio entre planos. En ambas hay algo de fantástico, de funambulesco, de insoportable realidad. Aunque debutantes jóvenes, hay una apropiación magisterial. Las protagonistas miran el agua como redención. Ambas logran escapar. Ada y Paloma enarbolan, en la despedida, su voz. Su pérdida parece también su libertad. Destruyen una imagen hasta hace poco emblemática: la del amor como salvación. Gritan en silencio. En Lenin como en Diop, la paciencia y la escucha es escuela. En uno de los pocos diálogos que Paloma y Lobo tienen, ella lo mira. Le interpela. No, no estamos bien. Pareces muerto. Di algo. Qué quieres que te diga, responde Lobo, si no sé hablar. No sé decir nada. A Lobo lo vimos regresar a Linares en 24° 51’ latitud norte (Carlos Lenin, 2015). Desde entonces no se sabe en dónde está. Extraviado, habita ningún lugar. La hostil urbanidad en la que Lenin sumerge a sus personajes solo confirma la imposibilidad de todo recomienzo. Cuestiona el emblema de masculinidad tan obsceno que se ha edificado en el país y en el mundo. Habla del desamparo, de lo mortal que es no poder hablar por miedo o por vergüenza. El enigma que guarda Lobo, la otra razón de su migración, es ese silencio dilatado que a la postre será su muerte.

El último plano, un brillante y hermoso plano secuencia, va de un movimiento lateral en las compuertas de una presa hasta un plano cenital en el agua en donde parece que Paloma y Lobo se despiden. La cámara, como el agua, flota. Yo nada más quería decirte adiós, pero nunca llegaste; escuchamos una voz que tal vez sea un fantasma. Porque sí, ya escribió Martha Mega que escribió David Foster Wallace: toda historia de amor es una historia de fantasmas. Y a estos o se les venera o se les combate.

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