Mutación a la vista: El libro de imágenes
La imagen nunca es lo dado, sino que
se define por su coeficiente de mutación.
Jean-Luc Godard
La más reciente entrega de Jean-Luc Godard generó varios tipos de mirada que siempre han seguido su cine: detractores consumados al grado de exclamar que esta película no es cine, sino un «bodrio infecto» que enturbia nuestras buenas y tranquilas conciencias narrativas, o bien, fanáticos jactanciosos incapaces de analizar puntualmente el porqué de su preferencia y su afiliación alucinada. También podemos encontrar quizá una tercera, cuarta o quinta opción: el espectador cabizbajo, extrañado al inicio, silencioso y desafiado, al salir de la película, a participar de una forma fílmica que ha tenido un amplio desarrollo en las últimas décadas, pero que sigue siendo poco socorrida en su exhibición y recepción: el ensayo cinematográfico.
Evidentemente, la obra de Godard se ha caracterizado por explorar los modos del ensayo en varios momentos de su filmografía: desde incluir fragmentos ensayísticos en sus películas de ficción, pasando por un discurso ya más cercano a lo ensayístico como en Dos o tres cosas que yo sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, 1967), hasta llegar a esa hazaña monumental llamada Histoire(s) du cinéma (1988-1998), línea que continuará en 2014 con Adiós al lenguaje (Adieu au langage) al afirmar, de manera prodigiosa y subversiva, que la tecnología 3D puede ser la herramienta ideal para pensar el cine. En esta ocasión, desde el título de la película, El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), Godard plantea de manera franca su preferencia por este género híbrido, «centauro» inalcanzable que sigue siendo un dolor de cabeza para críticos y público en general.
A mi parecer, la ensayística cinematográfica es una modalidad difícil de definir; no obstante, el término se ha utilizado como cajón de sastre para designar cualquier película que no se ajusta a ciertos cánones o categorías clasificatorias. Habría que pensar, sin embargo, que el ensayo en el cine tiene un trayecto evidente que parte de su filiación literaria (de la cual hereda también su problemática teórica) y que encuentra su texto matriz en los ensayos de Michel de Montaigne. Si pensamos que el ensayo es un discurso asistemático caracterizado por la ambigüedad oscilante de un yo ensayista autorreflexivo que estructura un andamiaje de múltiples perspectivas, resulta imposible establecer una unidad absoluta. Desde este punto de vista, el ensayo acontece como una contradicción esencial que se aleja de la unidad sistemática y nos presenta un pensamiento vivo, provocador, heterogéneo e inacabado, disposición muy cercana a la estética de este filme. A pesar de ello, creo poder encontrar algunos rasgos que revelen esa provincia de lo ensayístico, una zona de estatuto incierto, de mutaciones entre la ficción y el documental, lo analítico y la fábula, la contemplación imaginaria y el registro de lo real.
Entre los mecanismos reflexivos de la cinematografía godardiana (y de la forma ensayística en general) más evidentes en esta película está la cita. En varios textos siempre se señala que Godard cita compulsivamente de múltiples fuentes: literarias, pictóricas, filosóficas, fílmicas, musicales, entre otras. No obstante, pocos son los que se adentran a seleccionar alguna o algunas referencias que puedan iluminar en cierta forma de qué manera emplea Godard la cita y por qué. Pues, a mi parecer, Godard aprovecha la cita no como pedantería o con la intención de encubrir la ausencia de un pensamiento propio, sino en su sentido etimológico primero de citare: poner en movimiento. La cita es un camino para convocar otras voces, dialogar con ellas en ese tránsito del sí mismo y del sí mismo con otros. Aclaro que no pretendo emprender esta tarea titánica en su totalidad, solo me remitiré a ciertos momentos del filme que, a mi parecer, son cruciales para distinguir el discurso ensayístico godardiano.
El libro de imágenes (Le livre d’image, Jean-Luc Godard, 2018)
Para empezar, habrá que resaltar que la película se encuentra dividida en cinco partes distintas, precedidas de una secuencia prologal dedicada a uno de los conceptos eje (y obsesión) de Godard: el montaje. La imagen de unas manos realizando la labor de edición, imagen digital, imagen en color, en distorsión, saturada de texturas revela la propia causalidad de la película, el dictum godardiano y la posibilidad del cine-ensayo mismo: «Los cinco sentidos, las cinco partes del mundo, los cinco dedos del hada forman juntos una mano. La verdadera condición del hombre es pensar con las manos». Desde este inicio, se elabora la estrategia elíptica de la visión del mundo del cineasta como crítico y cinéfilo. Al retomar las palabras de Denis de Rougemont, en este pensar material-imaginario se conjuntan todas las características de la noción de montaje que Godard había explicado ya desde El montaje, mi hermosa inquietud.[1] El montaje no es únicamente una parte fundamental del proceso fílmico, una técnica o el découpage lógico que le sigue al rodaje; para Godard es una práctica que implica sostener, aunque sea fugazmente, los tres planos del tiempo de manera material. Herramienta decisiva que no puede funcionar de manera separada de la voz ensayística, el montaje crea visión y discurso como unidad indivisible, modo de organizar significativamente el tiempo histórico y el tiempo subjetivo. Ver-escuchar-pensar con los ojos y oídos, encarnar una mirada radical, regresar sobre los propios pasos e ir más allá del cine son solo algunos de los rasgos que representa ese binomio-repetición expresado una y otra vez a lo largo del filme: imagen y palabra.
Para el artífice Godard, el cine sigue siendo sustancia semiótica, los «signos entre nosotros» zurcidos en un entramado verbo-audiovisual, partición de un decurso del pensamiento en secciones-argumentos-apuntes sucesivos que trataré de esbozar:
1) Remakes. Como en Histoire(s) du cinéma, Godard continúa su recorrido-reinterpretación del cine clásico que ha marcado su trayectoria fílmica desde Sin aliento (À bout de souffle, 1960). De Robert Aldrich a Robert Siodmak, referencias orgánicas que descubren la pericia mimética del realizador-montajista en la recreación (remake) en su Le petit soldat (1963) de un diálogo proveniente de una secuencia de Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Imagen intervenida, memoria interrogada, imagen reutilizada, de Serguéi Eisenstein a Georges Franju a Luis Buñuel, se diluye la pregunta original por el auteurismo y el yo se descompone en un mosaico de referencias, lenguajes, estilos. El cine se devora a sí mismo, resurge en cada nueva oleada de síntesis sonora-visual.
2) Las noches de San Petersburgo, título proveniente del texto de Joseph de Maistre. Imágenes de Anna Karina en sobreexposición serán desmontadas junto con Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) de Pier Paolo Pasolini, Los nibelungos (Die Nibelungen, 1924) de Fritz Lang o El testamento de Orfeo (Le testament d’Orphée ou ne me demandez pas pourquoi, 1960) de Jean Cocteau. Desembarque y el silencio del mar mientras la voz en off, el yo ensayístico constituido en diferentes niveles y pistas de sonido (montaje paralelo sonoro) afirma: «Necesito una eternidad para contar la historia de un día». Entre André Malraux y su divinidad de la guerra, el apocalipsis político se transfigura en fotogramas congelados del Rey Lear (King Lear, 1987) shakespeariano-godardiano y las palabras finales del viejo rey, al ser consciente de la muerte de Cordelia, recorren la pantalla aural: «She’s gone forever. I know when one is dead and when one lives. She’s dead as earth».
3) Esas flores entre las vías en el viento confuso de los viajes. Principio de haiku balzaciano que Godard emplea para introducir los juegos de la imagen. Un siglo de cine se disuelve lentamente en el siglo siguiente mientras desfila ante nuestra mirada una acústica coral de fantasmas, de registros espacio-tiempo; somos transeúntes en El expreso de Berlín (Berlin Express, 1948) de Jacques Tourneur hasta llegar a Un paisaje en la niebla (Topio stin omihli, 1988) de Theo Angelopolus. Bajo los ojos de Occidente, bajo el silencio de Ingmar Bergman o de un joven Lincoln fordiano, el fotograma se autoinventa. Una flor que quiere ser tren o una pintura hasta mudar en un encuadre estallado, pixelado en color: imagen fija, imagen pictórica, el reverso de la imagen, imagen en movimiento, imágenes animadas, imágenes en acelerado, todas las imágenes que habrá, que ha habido, como las historia(s) del cine mismo.
4) El espíritu de las leyes. ¿Cómo sobrevivir a la violencia fundada en Occidente? ¿Cómo concebir una Europa que se inmola a sí misma para justificar su bandera? «Todo lo que sucede en Europa, lo hace Europa. Aquí nosotros incendiamos, exterminamos a las madres, condenamos a los niños». Detrás de Arthur Rimbaud y su corazón robado, de la ira de Dios, de Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948) de Roberto Rossellini, la única esperanza es el amor, la virtud contra el terror. Esa voz implacable señala a una sociedad basada en un crimen común, derivada de imágenes fílmicas y televisivas igualmente manipuladas, manipulables que desembocan en la imagen-fetiche de Marilyn Monroe con dos aves negras (y aquí pienso en las Trece maneras de mirar a un mirlo de Wallace Stevens). Del espíritu de las leyes se cuestiona el trazo de la imagen, se enarbola un montaje prohibido, enamorado de la historia de los vencidos. Así, en esta sed de palabras, de metrópolis convulsa se construye otro orden del sentido hasta ahora ignorado.
5) La Región Central. En este último apartado, Godard compendia su experimento fílmico-formal-fractal como homenaje a la obra de Michael Snow y, a la vez, alusión a otros territorios: la Arabia Felix de Alexandre Dumas. Paisajes creados exclusivamente para/por el cine, traspaso oculto de arqueologías y piratas mientras, en distintas densidades, la voz en off revela una capacidad para crear una meditación oscilante: «Las religiones del libro fundan nuestras sociedades y nosotros sacralizamos los textos. Los rollos de la tierra». Deconstrucción de un discurso civilizatorio en el que se incluye el propio libro de imágenes creado por Godard, esta película-almanaque que estamos observando. Encantamiento de la pantalla que nos abre una puerta hacia el sujeto ensayístico, un yo-aquí-ahora que interpela al espectador: «¿Usted observa algo dentro de mí? Algo que no está vivo, es la angustia, la espera, lapso demasiado largo el tiempo que se acaba, la espera que se produce con el tiempo, abre el tiempo donde no hay nada que esperar». Esta superposición de planos sonoros (doble operación del montaje) conjunta las palabras del viejo y nuevo Oriente, Scheherezade y Edward Said: «el mundo árabe es más que nada decoración y paisaje». La imagen tiembla ante la violencia representativa, ante la ferocidad que ejerce hacia el sujeto. Rebote transicional desde el cual Godard establece el camino de regreso a aquellos años mozos del grupo Dziga Vertov: «De mi parte siempre estaré del lado de las bombas». Imagen y palabra, estructura bífida, retorno a la contemplación ensayística primigenia expresada en el gran primer plano al libro de Anne-Marie Miéville; Godard pasa las páginas de ese libro (y de su propio edificio-emblema audiovisual que está en camino de hacerse, de pro-yectarse) para que el mundo sea mejor.
En este breve recorrido, puede observarse que Godard ha desbordado, desde hace tiempo ya, la idea visionaria de la caméra-stylo. Cadencia de deslizamiento de la imagen, sombras errantes, un libro-imagen donde no hay una continuidad narrativa o dramática, pero sí proximidades y alejamientos, sucesiones discursivas, el momento de la imagen como instantánea y punto del tiempo, pero también como transcurrir, aquello que Jean-Marie Schaeffer designaba como «la retención visual de un momento espacio-temporal ‘real’».[2] De ahí que la alternancia de formatos permute ante nuestros ojos, el espectro tonal de la materia digital. Desde la concepción godardiana, el cine agoniza para tener un nuevo nacimiento, reclama su pertenencia a una vanguardia situada y sitiada; una actividad de la experiencia que se despliega en referencias entrecruzadas por la reflexión subjetiva fílmica, en discurso doblemente indirecto, al repetir las palabras de William Faulkner: «En realidad [Bertolt] Brecht decía: solo el fragmento tiene la marca de la autenticidad».
En ese nombrar mediante la imagen, la película nos muestra su lista de préstamos, como lo haría un Walter Benjamin con sus pasajes favoritos. El deleite de las palabras e imágenes compartidas encuentra su epílogo en una secuencia de El placer (Le plaisir, 1952) de Max Ophüls y nos regresa en la memoria a la imagen inicial del filme, con el montajista en su mesa de trabajo: «Tiene que haber una revolución, cuando hablo conmigo mismo hablo las palabras de otro». Curiosa meditación final, eco de un tránsito entre saberes anunciado hace más de cuatro siglos atrás por otro pensador que ensayaba el mundo desde su torre: «Es asombroso cuán propiamente la necedad se alberga en mí. ¿No es esto mismo lo que hago yo en la mayor parte de esta composición? Voy desvalijando por aquí y por allá de los libros las sentencias que me gustan, no para guardarlas —porque no tengo sitio— sino para transferirlas a este, donde, a decir verdad, no son más mías que en su primera ubicación. No somos doctos, a mi juicio, sino por la ciencia presente, no por la pasada, tampoco por la futura».[3]
FUENTES:
[1] Antoine de Baecque (comp.), Teoría y crítica de cine. Avatares de una cinefilia, Barcelona, Paidós, 2005, pp. 33-35.
[2] Jean-Marie Schaeffer, La imagen precaria: del dispositivo cinematográfico, Madrid, Cátedra, 1990, p. 45.
[3] Michel de Montaigne, Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay), Barcelona, Acantilado, 2007, p. 170.