Verdades catatónicas

Mutaciones existenciales en la Trilogía del Apocalipsis


Jul 30, 2020

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Sin importar el contexto, la relación que la humanidad tiene con su entorno está siempre arraigada en algún tipo de narrativa. Esta puede proyectarse de manera frontal y aparente, como en los motivos ulteriores del destino en las epopeyas griegas, o de forma íntima, como si se tratara de las pasiones de un gran personaje romántico. Sea cual sea el caso, el tono con el que se matice esta gran estructura dramática está siempre marcado por un anhelo de protagonismo. Los siglos pueden pasar y las verdades universales relativizarse, pero la necesidad de convencernos de nuestra incidencia en el mundo se mantiene inamovible.

Tal perspectiva es el pilar milenario sobre el que se moldean identidades e ideologías. Aun cuando se trata de un cuadro negro sobre un lienzo como la pintura de Kazimir Malevich o del paisajismo inalterado del cine de James Benning, el lenguaje con el que codificamos y del que extraemos significados está inherentemente limitado a nuestra percepción. La abstracción puede existir en concepto, pero siempre filtrada desde algún retazo de simbolismo, estética o proyección emocional que la mantenga con asimiento en el confortable campo de lo relacionable. A final de cuentas, ¿es realmente posible pensar en representar algo más allá de nuestras barreras cognitivas?

En una tradición que va desde la oralidad y el folclor, y que históricamente se ha entrelazado con la mitología (y teología), el horror como género siempre ha buscado respuestas a esta pregunta al navegar la delgada línea entre lo sugerido y lo aberrante. En el primer caso, el terror viene desde la ruptura de cánones morales, éticos o espirituales, concentrando el antagonismo en una concepción de maldad o de corrupción contrastada con el ideal de la sociedad occidental. En el segundo, se trata de una comprensión más visceral del miedo, donde se mantienen suficientes vestigios de humanidad como para poder subvertirla con distintos grados de extrañeza y anormalidad. En ambos casos se parte de una capa de reconocimiento inicial que se va tergiversando hacia parajes ominosos. Los escalofríos son entonces catalizados por los desgarradores conflictos de valor que sufren quienes presencian lo atroz, sean los ilusos y previamente condenados protagonistas o los espectadores que mantienen un ojo entreabierto en una mezcla confusa de autoflagelo y curiosidad. La experiencia en sí se puede interpretar como un tipo de sadomasoquismo sensorial en el cual hay un sometimiento a un contrato social implícito que permite la confrontación y el castigo; el ejercicio voyerista de presenciar hasta dónde llegan los límites de la humanidad.

Las interpretaciones de esa última idea han resultado en múltiples vertientes del horror, que van desde los excesos y el morbo del cine gore y de explotación hasta los juegos iconoclastas del horror gótico y sobrenatural. Pero, si hay un nicho donde el género realmente ha apropiado su esencia transgresora, es probablemente en el abismo desolado que representa el horror cósmico.

La cosa del otro mundo (The Thing, John Carpenter, 1982)

Si bien lo que distingue a este estilo del resto del género no sea algo aparente ad portas, su centro filosófico deconstruye a cabalidad arquetipos y lugares comunes que van incluso más allá de las estéticas de ultratumba. En contraste con las fuerzas macabras que se ensañan con hostilidad contra la raza humana en la mayoría de narrativas, el horror cósmico evita los espectros morales o las agendas racionales. Con lo que confronta es con lo incomprensible, con aquello que, con tan solo ser levemente vislumbrado, resquebraja los cimientos de lo que hasta ese entonces era percibido como realidad.

La reacción inmediata suele ser un rechazo primario y un disgusto generalizado que consume la totalidad del pensamiento. Ante la otredad inconmensurable, el instinto de supervivencia apresura a cualquier forma de escape. Pero, desfasado, el cuerpo no responde. Los segundos pasan y reverberaciones funestas empiezan a colmar la mente, susurros recónditos que consigo traen verdades devastadoras. El sentir de insignificancia ante los secretos del universo empieza a erosionar la psiquis, mutándola para siempre.

El director estadounidense John Carpenter dedicó sus mejores años productivos a plasmar el sentimiento anteriormente descrito a través de su claustrofóbica apropiación del lenguaje audiovisual y fuerte inspiración en la literatura del infame Howard Phillips Lovecraft. El testamento de tan osado esfuerzo es su superlativa Trilogía del Apocalipsis, proyecto que abarca a la icónica La cosa del otro mundo (The Thing, 1982) y a los clásicos de culto El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, 1987) y En la boca del terror (In The Mouth of Madness, 1994).

Cuatro años antes de su primera incursión en el cosmicismo, Carpenter ya había explorado los terrenos fértiles del horror elemental en Halloween (1978), quizás su mayor contribución al imaginario de la cultura popular. En ese entonces, la falta de trasfondo de su antagonista y la decisión de despersonalizarlo a través de la fachada impasible de una enigmática máscara sugería cierta adopción de las ideas que configurarían sus posteriores retratos de desesperanza universal. Sin importar la cantidad de visionados, al ente que se conoce como Michael Myers nunca se le adhieren motivos o se le sugiere psicología alguna más allá de su aparentemente arbitraria necesidad de asesinar. La forma en la cual la protagonista interpretada por Jamie Lee Curtis se termina involucrando también se presenta como algo coyuntural, subvirtiendo el tipo de dicotomías éticas tradicionalmente abordadas por el cine de género.

Al presentar la adversidad como una fuerza totalmente caótica e indiferente a su entorno, el discurso de antropocentrismo al que nos hemos adscrito canónicamente como especie se tambalea. El enfoque narrativo se mantiene en lo que concierne a un punto de vista humano, pero la razón detrás se recontextualiza totalmente.

El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, John Carpenter, 1987)

La Trilogía del Apocalipsis de Carpenter elude categóricamente la racionalización descriptiva de sus fuerzas antagónicas. Su representación deja de ser pensada en términos uniformes o terrenales y se apropia por completo a su naturaleza voraz e inconstante. La caracterización se entiende entonces desde las consecuencias cataclísmicas y cómo son percibidas por los protagonistas, cuyo rol en este universo desolado se reduce a simples cuerpos agobiados por la magnitud apocalíptica que tienen enfrente. Los verdaderos monstruos son la combinación de amenazantes planos secuencia, abrumadoras atmósferas sonoras y una maestría al encuadrar rostros atormentados.

Se puede decir entonces que la mutación es ontológica. Dejando atrás el linaje del romanticismo, la naturaleza ya no se puede entender como aquello sublime y objetivo en el horizonte de la consciencia, sino como una masa convulsa y llena de articulaciones a la cual nuestra existencia le es irrelevante. Como menciona el autor Dylan Trigg en The Thing: A Phenomenology of Horror, «esta inversión de las relaciones entre sujeto y objeto significa que lo que es ostensiblemente un objeto para el ser humano revela otra dimensión de la que no depende de la mirada humana. La materia está viva, no en relación animista con la humanidad, pero de manera anónima y primaria».[1]

Asimilar tal noción genera un hoyo negro en el espíritu que empieza a carcomer toda aspiración humana y confronta directamente con refracciones del abismo, pero si bien Carpenter es afín a la cosmovisión de Lovecraft, sus filmes muestran un intento de resistencia más exacerbado que el de los intelectuales obsesivos que se adentran en la oscuridad sin ver nunca hacia atrás en los cuentos cortos del frustrado escritor de Rhode Island. En La cosa del otro mundo, R.J. MacReady y su grupo de desadaptados en la Antártica responden con la violencia visceral de un relato pulp de Robert E. Howard. Ante la confrontación con lo abominable, los lanzallamas y los rifles se convierten en el escudo para defender los preciados y cada vez más escasos restos de ignorancia. Evitando caer en un kitsch excesivo y en fantasías de poder, Carpenter revoca su amenaza a la humanidad hacia el interior.

El ejemplo más aparente yace en la naturaleza camaleónica del ente en La cosa del otro mundo. Su psicología es aún más alienígena que su indeterminada morfología, por lo que su imitación de las personas se torna más aterrorizante. Sin explicación detrás, los personajes observan a sus colegas ser imitados sin indicio alguno de extrañeza, enfrentándose así a una negación de su individualidad que los sofoca tanto como los encuadres comprimidos del cinefotógrafo Dean Cundey. Su insignificancia no solo es cósmica y física, pero también en términos de esencia, lo que, a través de planos atmosféricos y un tono constante de paranoia, se torna inclusive más perturbador que los efectos prácticos y las vísceras dispersas por toda la pared del búnker congelado.

En El príncipe de las tinieblas, tal expresión pasa de la identidad a la espiritualidad. La película plantea la hipotética respuesta de la humanidad ante un entendimiento del apocalipsis donde no hay cabida para la moral. De manera lúcida y complementado con un expresivo uso del color, el guion de Carpenter pone la iconografía judeocristiana de cabeza al presentar su dimensión metafórica como obsoleta, hecho que queda evidenciado cuando el personaje del padre Loomis acepta que la Iglesia decidió «caracterizar al mal como una fuerza espiritual, como la oscuridad en el corazón del hombre. Lo que permitiría que el hombre permaneciera como el centro de las cosas». Así como en La cosa del otro mundo, la lucha por detener la expansión del líquido antinatural bautizado sin mayor sutileza como «el Anti-Dios» va más allá de la elusión de una hecatombe global, representando el último hilo del que pende la idea de fe para la humanidad, su núcleo aplastado por el anacronismo de una concepción idílica de la raza humana como los únicos y elegidos.

En la boca del terror (In The Mouth of Madness, John Carpenter, 1994)

Para finalizar su apabullante tríptico de colapso simbólico, En la boca del terror da el paso final que anticiparon sus predecesores y se enfoca en sepultar el núcleo racional. A través de los ojos del desfavorecido investigador John Trent y los experimentos en montaje más radicales del cineasta neoyorquino, el último filme aclamado de Carpenter propone una ruptura absoluta de la realidad objetiva.

Comentando sobre el concepto de creación, el mundo de En la boca del terror propone el libre albedrío como una ilusión. La contraposición en esta ocasión es aún más ambigua, haciendo de la estructura del filme una espiral decadente de psicosis donde la posibilidad de ignorancia a la que aún se podían aferrar los otros filmes ya no existe. La realidad y la incertidumbre conviven en presente e infectan todo a su alrededor, inclusive el errático y delirante medio por el cual están siendo presentados. De cierta forma, el largometraje evoca un tipo de final alternativo para los otros componentes de la trilogía: la versión donde la verdad no se pudo mantener oculta y la nueva realidad, incierta y difuminada, terminó por acabar con una sociedad a la deriva, en un «mundo austral de desolación y demencia afligida»,[2] como vislumbraba Lovecraft, y donde Carpenter da rienda suelta a sus tendencias maximalistas.

En conjunto, la Trilogía del Apocalipsis es un idiosincrásico testamento al colapso de la humanidad, cuya principal virtud, así como las novelas populares de Sutter Cane en En la boca del terror, yace en su matizada manera de subvertir y apropiar en simultáneo. Como sus protagonistas, su cine muta a una realidad fraccionada donde los cimientos clásicos están suficientemente presentes como para ser tomados como ancla, pero, una vez que la falsa seguridad se empieza a hacer presente, las formas y los conceptos disruptivos no cesan de estirar y distorsionar los límites de la percepción, quebrantando ideas de la realidad, aturdiendo los sentidos y, sobre todo, reconfigurando la subjetividad de manera en que lo familiar nunca pueda ser visto de la misma forma que antes.


FUENTES:
[1] Dylan Trigg, The Thing: A Phenomenology of Horror, Reino Unido, Zero Books, 2014, p. 101 (T. de A.).
[2] H.P. Lovecraft, At the Mountains of Madness, The H.P. Lovecraft Archive, 2009. Disponible en línea: https://hplovecraft.com/writings/texts/fiction/mm.aspx. (T. de A.).