La lejana de Kieślowski

La doble vida de Verónica (1991) de Krzysztof Kieślowski


Ago 20, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Como en Lejana, un cuento de Julio Cortázar incluido en su Bestiario de 1951, en la película de Krzysztof Kieślowski una mujer presiente o experimenta de forma sobrenatural la presencia de otra mujer que de alguna manera es ella misma, pero en otra ciudad, lejos de su cotidianidad y su normalidad. Un pasaje repentino, un presentimiento de que ya no se está solo o sola, de que el yo impenetrable es pura charlatanería, acaso solo un viejo invento del lenguaje, un repliegue gramatical. Sensación de que, del otro lado, algo o alguien se nos ha muerto. Un presentimiento de que allá, en Cracovia o en Budapest, o en cualquier otra ciudad, la mitad de nosotros ha muerto o ha nacido. Un intercambio, un trueque, un atajo, una certeza de que esta cicatriz en el dedo, este cuerpo desnudo, esta voz, esta manía de colocarse un anillo en el ojo para mirar todo como desde la mirilla de una puerta o la ventana de un camarote son solo síntomas de que allá, en el otro lado, hay algo o alguien reproduciendo siniestramente todo lo que acá no sucede. No a la manera atroz como en El estudiante de Praga (Der Student von Prag, Paul Wegener y Stellan Rye, 1913), sino duplicando secretamente todo lo que acá se esconde debajo del tiempo y debajo de los días. Fin de la bilocación. Fin del dueto. Porque el atajo, en el caso de Veronika, puede ser quizá una enfermedad cardiaca o la muerte durante un recital de canto. Allá alguien canta y en plena sala de concierto se derrumba, su corazón se detiene. Una Verónica o Veronika (porque la c y la k también se intrincan en los paralelismos de Babel) estira su electrocardiograma como una agujeta, como se estiran flagelos sonoros en una emisión radiofónica que nadie escucha; la otra Verónica duerme en un libro infantil, como las escenas tachadas en el borrador de un guion. Kieślowski duplica nuestros afectos y nuestros defectos. Saber que hay un él o ella en otro paralaje, y que al mismo tiempo constituye otro yo, es como hallar repentinamente una puerta en un cuarto cerrado, un umbral en donde, si bien el yo deja de ser, el otro deviene, y nos internamos en una zona de indiscernibilidad. La pantalla tiembla y recordamos de pronto que el cine también tiene algo de duplicación perversa, de espejo antropológico remoto y mágico, siniestro como una obra de títeres y atractivo como el agua que hipnotizó a Narciso. El amor, la seducción, la posibilidad de la otredad, los espejos de nuestra música.

La doble vida de Verónica de Krzysztof Kieślowski: la vi solo, no recuerdo en qué sala de cine, un año después de haberse estrenado en Europa, 1992 o quizá principios de 1993. Recuerdo que pensé que era una película más polaca que francesa y que estaba o parecía hecha justo para verse solo. El filme me pareció abrumadoramente revelador no solo por la fotografía de Sławomir Idziak o la hermosa melancolía de Irène Jacob, que es capaz de comunicar en un primer plano de apenas unos segundos, y sin decir nada, esa nostalgia por la pérdida de algo incierto, ni por el tema en extremo literario y cortazariano del doppelgänger, sino porque en esa película uno comprendía lo que era la esencia del cine mismo: la duplicidad desértica de la butaca y la pantalla, su hermética conexión. El desdoblamiento que consigue el cine como fenómeno psicológico y espiritual ocurre no solo dentro de las diégesis mismas de los filmes, sino también fuera de ellas, en lo que algunos filósofos llaman alma o espíritu. El cine es un fenómeno social, un producto histórico, pero lo cierto es que en la experiencia individual (el desierto de la butaca) acontece una comunicación que tiene que ver con una dimensión espiritual y una autoconciencia de desdoblamiento a partir justamente de lo que se produce, una suerte de espejo cultural que duplica y disloca. Las dos Verónicas de Kieślowski son como las dos cabezas de la Anfisbena, aquella serpiente mítica que Borges describe en su Manual de zoología fantástica, que puede morder con las dos cabezas que tiran en sentido opuesto y que, si se parte por la mitad, ambas partes vuelven a reunirse. Las fantasías y deseos, nuestros miedos y pasiones, fobias y filias, que hemos puesto en las pantallas, como humanidad, son la otra cabeza (la otra Verónica) que nos espera paciente del otro lado, aquella lejana que sin embargo nos es en extremo familiar; precisamente eso, saber que hay otra u otro yo en otro lado, nos hace actuar de x o y forma de este lado. Gracias al cine podemos ser voyeurs y exhibicionistas al mismo tiempo, no ser algo, sino acontecer, ser puro devenir, un flujo, una voz que vuela. Acaso conjurar la sombra de un hermano gemelo muerto allá, en la noche de los tiempos, cuando el cine aún no nacía. El mismo Kieślowski, en su No amarás (Krótki film o milosci) de 1988, nos hacía entender ambos roles y ser al mismo tiempo sujetos/objetos deseantes y deseados. El deseo produce la mirada, en un telescopio, en la piel desnuda de una mujer que espiamos, en la leche derramada sobre la mesa. Un derrame ritual. Las cosas existen porque las miramos, parece recordarnos en todo momento el cine, y ver es ante todo imaginar, por eso la imaginación es condición previa a todo ver, es preescritura (guion) y previsión (dirección). El personaje de Kieślowski usaba un pequeño telescopio para observar la ventana de su vecina, pero en otro lado, las prótesis del mirar (como el cinematógrafo mismo) están puestas en algo distinto a nosotros mismos, no cuerpos humanos, sino de una sustancia que parece ser no matérica. Desiertos espirituales, deseos que producen miradas, miradas que producen duplicidades, máquinas para ver y para desear, máquinas de la proyección. Corazones y voces, órganos. El deseo que mueve los hilos, el deseo mismo como productor.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2