Nuevas caperucitas, viejos lobos sueltos

Caperucita Roja (2019) de Tatiana Mazú González


Oct 19, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Es un día cualquiera. Visito a mi abuela en su casa, a la hora en que la pava se pone en la hornalla para calentar el agua y tomar los mates de la media tarde. Casi como un ritual, ir a lo de mi abuela es tomar mates a punto, siempre con la yerba espumosa, con el toque justo de azúcar. Esos mates que una recuerda. Como todo ritual, tiene un lugar específico de la casa donde acontece: la cocina. Vale aclarar: no es una cocina cualquiera, es la cocina de mi abuela. Ese lugar es su terreno, donde se mueve cómodamente. El habitáculo es más bien chico, por lo que a veces te invita a tomar mates en el comedor, pero todas sabemos que allí se está más cómodo. La cocina de mi abuela es, en realidad, la cocina de muchas. Espacio impertérrito que han ocupado, mayor e históricamente, las mujeres. Relegadas al ámbito doméstico, es quizás el lugar más común para ubicarlas en el imaginario sociocultural. Hubo una cineasta que eligió esas locaciones para filmar a sus protagonistas, y desde allí, esas mujeres cocinan, hablan, piensan, se sobresaltan, estallan. Porque esto, en realidad, empezó siendo un texto sobre una porción del cine de Chantal Akerman.

Una noche de insomnio, en cuarentena, daba vueltas sobre estas líneas, pensando si estaba aportando algo realmente oportuno, es decir nuevo, sobre el cine de Akerman. Me dispuse a encender nuevamente mi celular: rara actividad para ojos insomnes, mantenerse absortos frente a una pantalla. No tuve mejor idea que releer el enorme texto que escribió Serge Daney sobre Toute une nuit (1982), de la cineasta belga. Me trajo aún más complicaciones acerca de mi posible escritura. La tarea, debo admitirlo, me deprimió un poco. Es que escribir es, la mayoría de las veces, deprimirse un poco.

Al otro día de ese insomnio infernal —dormí realmente poco esa noche—, husmeé en la plataforma del Festifreak. En estas épocas de encerronas constantes, hay un auge de disponibilidad; parece que todo está, aún más, a nuestro alcance. Y no necesariamente eso siempre resulta grato: a veces abruma. De todas formas, atravieso la bruma de sobreinformación y me dispongo a observar la oferta, sabiendo de antemano que Caperucita Roja (2019), de Tatiana Mazú González, era una de las opciones del catálogo online. Oportunamente, podía verse en ese mismo momento. No tengo una pantalla grande, pero sí buenos parlantes, así que sigo las recomendaciones de los organizadores del festival. En casa se apagan las luces, alejamos los celulares, subimos el volumen, ponemos play y empieza la función.

¿Cuáles fueron los relatos con los que crecimos? ¿Qué protagonistas femeninas nos narraban? Eso parecen preguntarse, en la escena inicial, las mujeres de la familia, cuando releen y recuerdan a Barba Azul y Blancanieves en viejas ediciones que deben haber pasado por las manos de varias generaciones. Juliana, la abuela, quien encabeza la pirámide generacional de la línea materna, recita los relatos sin leerlos. Su memoria de elefante será una pieza clave en el filme: a través de sus recuerdos, podemos hacernos una idea de lo que fue su vida. Y esa es, justamente, la tarea que se encomienda Tatiana: reconstruir la vida de su abuela. Pero, a su vez, conforma trípticos generacionales, enlazados por relatos canónicos infantiles —donde nuestras heroínas siempre son salvadas por personajes masculinos y pocas veces autosuficientes por ellas mismas— para desandarlos y reubicarse en ellos desde posturas diferentes. Juliana es costurera de oficio, Tatiana le pide que le haga un saco rojo. La historia de Caperucita Roja es revisada. Así, como su abuela cruzaba los bosques de un pueblo español durante el franquismo, huyendo de una vida que auguraba poca felicidad y acechada por violencias familiares, Tatiana se pone el saco realizado por las manos de Juliana para sentirse dentro de esa capa, con una herencia generacional que, sin compartir posturas ideológicas, reivindica un linaje de mujeres que han sido disruptivas en su tiempo. La última generación de la familia recoge ese accionar y las encuentra en las calles, encolumnadas en banderas rojas, pidiendo por la legalización del aborto y denunciando las políticas neoliberales macristas. Tatiana y su hermana cantan, en modo karaoke, canciones republicanas y anarquistas españolas. «Los señores de la mina, han comprado una romana, para pesar el dinero, que toditas las semanas, le roban al pobre obrero», se escuchan las voces de ambas. Mientras tanto, la cámara, a través de un plano fijo, filma a Juliana en su habitación cosiendo. «Que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos, mierda». Las imágenes con la abuela ocurren en la cotidianidad de su casa —la vemos aplicarse tintura, confeccionar la ropa de su amiga que la visita, escribiendo sus memorias—, las más jóvenes son filmadas ocupando las calles. Si bien lo personal siempre fue político, ocupar los espacios públicos se vuelve parte del recambio generacional.

La memoria también recorre el espectro del filme. Tatiana, en reiteradas ocasiones, regresa al pueblo español donde su abuela creció y elige narrarlo. Por un lado, retorna cuando era chica, junto a su abuela y familia, como nos devuelven esas noventeras imágenes de archivo. Creemos que vuelve, recientemente, a filmar lo que quedó de aquel pueblo entre montañas. Pero también recorre a través de planos fijos los valles europeos que dibujan caminos entre montañas, fotografías que se vuelven imágenes superpuestas, mientras susurros fantasmales reflexionan sobre los peligros que acechan al cruzar un bosque terrorífico.

Las generaciones son interpeladas y puestas en dicotomía. Acontecimientos aparentemente fortuitos, como un corte de luz, son utilizados como recursos de la puesta en escena. Nieta y abuela se plantean preguntas y respuestas —maternidad, aborto, violencia de género— mientras se iluminan los rostros entre ellas a través de haces de luz de las linternas, y sus discursos chocan entre sí. Caperucita Roja es una película en donde las mujeres son protagonistas y se pasan las postas en forma de trajes cosidos por ellas mismas. Como en las mujeres de algunas películas de Akerman —pienso, por ejemplo, en Jeanne Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975)—, las protagonistas del film de Tatiana también portan contradicciones y son filmadas con una paciencia premeditada en planos generales, fijos. Como en el cine de Akerman, el trauma de los fascismos europeos atraviesa a mujeres de distintas generaciones familiares, esta vez inmersas en latitudes tercermundistas, de clase media, herederas de la inmigración.

A medida que el visionado de Caperucita Roja sucedía, encontraba más respuestas para escribir este nuevo texto. Si aquello que aunaba las películas de Akerman me había encontrado con el recuerdo de los mates en la cocina de mi abuela, la cruzada intergeneracional se interpuso de forma directa con el filme de Tatiana Mazú González. Y el lazo que de alguna forma nos une, en aquello que soslayadamente —y no tanto— la película denuncia. Porque al lobo lo conocemos todas, aunque siempre tome distintas formas.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2