Sonido y calor: el insomnio ensoñador de la pantalla

Días de eclipse (1988) de Alexandr Sokúrov


Nov 3, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

El deseo es un barco poderoso
arriando anclas y cadenas
en medio de la noche.

Estallando con el estrépito
de las posibilidades.
Bajo el silencio crispado
el ansia apenas perceptible.

Es también, el despliegue de luces
en las islas de canales tan angostos
donde un barco, más que navegar,
acaricia.

Rosabetty Muñoz

Malianov, médico ruso, llega a un asentamiento turcomano, ocupado por la Unión Soviética en el desierto de Karakum, a asistir enfermedades en infantes. El despliegue de su extrañamiento hacia este árido lugar atrae continuamente la sombra y los espasmos de un espacio encantado que poco a poco lo hace dudar de continuar ahí.

 

El sonido tiene su propia imagen, una especie de flujo viscoso, tibia neblina musical y parlante, que ronda al margen de lo visto, en fuera de campo.

Ronda los espacios y los cuerpos. Los inunda de repetición asfixiante o los acaricia con diminutos acentos sonoros, velos de brisa, adornos en capas que vibran sobre las superficies.

Sonidos, música extradiegética, conversaciones detrás de las paredes, murmullos provenientes de la arena, voces de infantes, canciones quizá locales y de moda, entrevistas cuyo idioma no aparece traducido en la película, propaganda (la radio insiste en su ocupación con propaganda soviética, los espacios cotidianos de los habitantes de aquel asentamiento turcomano) y noticias reproducidas por la radio o la televisión se aglutinan en capas cuyos contornos y duraciones pronto se difuminan, ocultando el rastro de donde emanan y formando una especie de hervor sonoro cotidiano.

Tibias ventiscas interrumpen el calor para abrazar a los personajes. Del mismo modo, se abren silencios que irrumpen y refrescan la atmósfera, permitiendo mostrar cómo se ensambla el sonido. El proceso de yuxtaposición de capas sonoras se relanza tras el silencio. Las capas parlantes y musicales retornan, primero una, luego otra y otra… hasta disolverse entre sí, formando un acoplamiento que integra los sonidos de las escenas anteriores que ya no vemos en pantalla.

Efecto de archivo encantado, resonancia de ese más allá del margen de lo visto, memoria musical a veces asfixiante, a veces embelesadora, que se desprende desde la imagen y pareciera que también desde la tierra. Barullo desértico hecho de arena, calor y espíritus sonoros, matizándose y oscilando en intensidades cambiantes.

Va hacia los cuerpos como el calor y, como si se reconociera en estos, los hace dormitar o alucinar dentro de burbujas de agotamiento, sudoración y melancolía; extraviarse entre capas de memoria y el rumor de una tierra hirviente.

Parecen soñar despiertos. El insomnio de la pantalla y de los cuerpos podría ser esa musicalidad extraviada que los acompaña.

 

Por permanecer al margen, el sonido entra en tensión con lo visto, reposa sobre este o lo agujera y le tiende una línea de salida o una sombra en donde la pantalla puede esconderse y jadear agotada o desaparecer, huir para conservarse y resonar.

Al permanecer al margen, fuera de campo, el sonido se relaciona con lo visual no a través de correspondencias causales, sino a través de singularidades que el espectador puede llegar a construir. Imágenes que nunca ocurren en la pantalla. Que no fueron filmadas.

Lo que es exterior a los personajes es lo que acecha a la pantalla, la noche de la mirada. El calor y el sonido, al ser vertidos fuera de lo visible en los personajes, adquieren imagen solo a través de quién mira y escucha. Se erige entonces, entre el fuera de campo y el espectador, una especie de complicidad que da forma a una ausencia. A los personajes los ronda un posible espectador imaginando qué es aquello que agujera a los personajes, los extenúa, los sofoca y espanta, les da imagen.

Esta imaginación arriba impidiendo la quietud de la pantalla. Expulsada de la pantalla y de los cuerpos, una mucosa parlante e hirviente se nos da para soñarla y así regresarla de donde vino.

También se nos dan planos que duran lo que un chispazo, por ejemplo: la langosta consumada, rodeada de moscas que parecen ser colocadas para impedir ver y sacar la acción del cuadro solo para hacerla volver condensada en fantasmas y alucinaciones. Retratos fulgurantes y certeros de lo que nunca ocurrió. O planos de paisajes, que parecieran ocurrir en el fondo de los cuerpos o trasladarse del entorno al interior de estos.

En una parte, el protagonista Malianov se pasma mirando la luz de la tarde por la ventana de su habitación y cierra los ojos como recogiendo esta luz, tal vez con el desasosiego de las dos muertes ocurridas, la del suicidado Andréi Palich y la de un rebelde asesinado por el ejército soviético. Inmediatamente aparece un paisaje: el sol se oculta lentamente tras el pico de una montaña escarpada y árida, dos voces en fuera de campo, una más aguda que la otra, conversan durante y después del ocaso.

Intervalo lumínico. Paisaje interior que expone la evidencia de una mezcla: entorno, pensamiento y sensación en el mismo destello. Efecto de inmanencia que inaugura la noche en los cuerpos y que augura que la tierra devendrá parlante.

Aparece de nuevo la habitación de Malianov, ahora oscura. Este, echado en el suelo sobre una colchoneta, se cubre los ojos con sus manos, hundido sobre la almohada, como evitando que algo, quizá la luz templada del paisaje, escape. Se incorpora y camina somnoliento por el cuarto. Se viste, abandona su casa.

¿A dónde lo conduce su silencio?

Malianov hace una visita nocturna al cuerpo de su vecino difunto, Andréi Palich, en la morgue. Se pasma al ver el rostro de este volverse hacia él. El agotado difunto, desde su boca, gruta árida y balbuceante, despide palabras como vapor, como miasma. Eclipse sonoro. ¿Quién o qué habla tras ese rostro ya vaciado y agrietado? Un gran imitador, un diablo que palpita y renace en todo, que hace resplandecer «arriando anclas y cadenas en medio de la noche, estallando con el estrépito de las posibilidades, bajo el silencio crispado»[1] incluso a los que ya no tienen retorno.

Tierra parlante.

Cuerpos gloriosos.

 

Lo visto y los cuerpos son tajados por el insomnio, el calor, el encuadre, los cortes, el sonido, los planos breves, los paisajes y los estallidos. Solo las alucinaciones del espanto los sutura y reúne sus trozos sin clausurarlos.

La acción se expulsa y vuelve como fantasmagoría incandescente desde el fondo de los cuerpos y de lo visto, los encrespa con el chillido de un fondo oscuro y rebosante de posibilidad.

Allí donde se oculta a una imagen, se estimula su multiplicación.

Se expone la intranquilidad de los cuerpos, su insomnio y su avidez somnolienta, escondiéndolas o mostrándolas tenuemente. Un indicio, que es nada sin el pensamiento que puede llegar a rodearlo o recogerlo.

Insomnio de los personajes, insomnio de la pantalla: lo que se puede llegar a pensar en esa abertura entre la pantalla y el sonido. Entre los cuerpos de los personajes y el sonido, el calor, lo que ocurre fuera de campo. Entre los cuerpos y lo que nunca vemos.

Creo que así se compone la película: de imágenes que nunca ocurren en la pantalla ni en el sonido, y de un manejo sigiloso del espanto.

Lo que habita a los personajes es el insomnio ensoñador del espectador.

Tierra parlante. Deseo. Extrusión.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

TAMAÑO DE LETRA:

 

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2
  • Noticias de casa

NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] Rosabetty Muñoz, «Deseo» en Círculo de Poesía, 2010. {Revisado en línea por última vez el 25 de octubre de 2020}.