Contener la inmensidad

Le tempestaire (1947) de Jean Epstein

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Los mares, el viento y las tormentas se mueven con una fuerza propia sobre la que el ser humano no tiene mayor injerencia. Estos elementos naturales pueden regir el curso de nuestras vidas: establecer distancias que por momentos parecen infranqueables, pues nos separan físicamente de nuestros amores. En Le tempestaire (1947), penúltima película que filmó el cineasta y teórico francopolaco Jean Epstein, una muchacha espera a su amante, un joven marinero que salió a la pesca de sardinas en medio de una vorágine que inunda con su rugir hasta el espacio más íntimo. La abuela de la chica, en aras de tranquilizarla, le cuenta la leyenda de unos personajes milenarios:

En mi época, decían que algunas personas podían sanar al viento. Solían llamarlos ‘domadores de tormentas’ [tempestaires]; eran ancianos que le suplicaban a la tempestad, quien les obedecía hasta calmar las aguas del océano. Pero estos son cuentos antiguos que una ya no debería de creerse ahora.

El relato de la anciana sugiere la necesidad de cierta magia —localizada en el intersticio paradójico entre la dominación y el ruego— que pueda alterar el movimiento de las fuerzas naturales, en apariencia ajenas al terreno de lo humano.

¿Cómo intervenir en las rutas del aire? ¿Cómo sosegar el torrente marino? ¿Cómo contener la inmensidad? El cortometraje de Epstein, que se intitula a partir de esos seres ocultos, provoca estas preguntas y, si acaso brinda una respuesta, esta es solamente provisoria: las capacidades del cinematógrafo son, en realidad, análogas a aquellas del tempestaire, pues con los límites del encuadre, las texturas, la puesta en escena y el ritmo marítimo del montaje resulta factible controlar tempestades.

La secuencia inicial establece ese contraste entre el movimiento de la naturaleza y el estatismo humano que no puede intervenir del todo, aunque la tormenta no haya llegado todavía. La película comienza en la quietud de un paisaje marino: el agua, la arena mojada, las casitas del pueblo costero, unas barcas desoladas, un faro y la profundidad del cielo gris. Los arbustos salinos que se mecen por el viento y el ondear de la corriente oceánica son, aunque tenues, los únicos movimientos perceptibles. Solo hay dos planos con figuras humanas en la secuencia: un par de imágenes congeladas que resaltan deliberadamente esta tensión. La primera muestra a tres marineros de edad avanzada que miran, taciturnos, hacia el horizonte. En la segunda, la joven enamorada y su abuela tejen junto a la rueca en una habitación. Esta calma se contrapone también al ajetreo que se augura con un sonido funesto: el de la apertura de la puerta hacia el interior de la casa, en consonancia con las olas resonantes que llegan horizontales a la costa. La joven tiene miedo del viento.

Es entonces que la tempestad se desata y, en una serie de planos generales, vemos todos sus rostros desde diferentes perspectivas: las capas de la marea aparecen frontalmente acercándose y alejándose de la parte inferior del cuadro. El océano siempre se desborda y se prolonga más allá del campo visual. El encuadre delimita su inmensidad de alguna forma, ya que logra enmarcarlo entre sus cuatro vértices, lo que despierta, aunque sea por un instante, la ilusión de retener lo inconmensurable. Esto último tiene resonancias en la puesta en escena de la casa de la joven. Mientras ella espera sobre uno de los muebles del decorado, aparecen, en plano de detalle, una concha y un modelo a escala de un barco colocado dentro de una caja de cristal. La presencia de estos objetos sugiere que el terreno del mar puede reproducirse en miniatura y disponerse al interior del espacio doméstico. Pero todo esto no basta para alterar verdaderamente el curso vertiginoso de la tempestad que pone en peligro al ser amado.

La única manera de contener la inmensidad marina y sus tormentas es contemplándolas en su infinita libertad. Así, Epstein filma en picado las olas que rompen contra el acantilado. La brillantez que emana de la superficie acuática convierte al abismo de una cueva oceánica en magma volcánico al interior de un cráter. Sin embargo, la cámara se detiene también en lo más pequeño de este entorno inabarcable, cuando en un travelling lateral sigue con cautela las nubes de burbujas que se retraen de la costa para inmediatamente fundirse con la nueva onda marina que arriba, para luego seguir, indiferente, con su trayectoria. En paralelo, aparece el movimiento de la espuma del cielo como una suerte de espejo del mar y, después, llega la oscuridad nocturna, la cual deja ver apenas un halo de la blancura del agua. ¿La cámara doma a la tempestad o la segunda guía a la primera? En la película de Epstein no hay jerarquías y la tormenta se mira con devoción.

Al final, la joven encuentra al fin al tempestaire, quien, ante el rostro suplicante de la muchacha, saca una bola de cristal: una última manera de retención de lo inmenso. Al interior de la esfera se sobrepone el océano, el cual es delimitado, ahora, por bordes circulares en un contenedor aún más pequeño que el del plano mismo. Las nubes comienzan a acelerarse al tiempo que el mar se ralentiza, primero, y luego comienza a retornar en una suerte de rebobinación. El hombre suelta la esfera y esta se quiebra silenciosamente. El joven marinero entra a la habitación con su amada, como si este no se hubiese ido del todo. Su retorno fue posible gracias a este misterioso sortilegio de imágenes y sonidos que, en medio de un gran plano general, ofrece la posibilidad de reunir a los amantes para que estos se pierdan caminando hacia el horizonte.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

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