La voz de la estatua

Santiago (2007) de João Moreira Salles


Nov 3, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Santiago Badariotti Merlo fue un hombre con una voz meliflua y con una memoria colosal. Vivió entre los muertos y su cuerpo fue previamente embalsamado por largas tiras de celuloide que recubrieron sus recuerdos. Él vivió casi toda su vida sirviendo a las demás personas. Fue un mayordomo que se codeó con poderosas familias aristócratas, todas muertas antes que él. También fue una ficción, un personaje dirigido y construido por João Moreira Salles.

El director brasileño tuvo la intención de hacer una película sobre Santiago en la que los recuerdos de este hombre fueran recreados a través de secuencias que ilustraban sus palabras. Ese proyecto fracasó. Trece años después del rodaje, con una gran cantidad de material audiovisual, João vuelve sobre las horas de material para revisarlo y narrar otra historia. En cada uno de los retazos de la obra inconclusa, Santiago se ve como una escultura parlante, una obra pigmaliónica que repite los cuentos y los poemas que solía recitarle al director, pero a la que se le niega decir con sinceridad aquello que realmente siente y recuerda.

Este es un documental hecho de fragmentos, una reflexión hecha a partir de un material en bruto, es decir, la revisión de ese proyecto fallido que se incorpora en una nueva obra que reflexiona sobre las imágenes del pasado, sobre aquello que se registró y que a veces, de forma inconsciente, no se nota. Dice Raquel Schefer que el material de archivo «tiende a ser descontextualizado e interpretado en función de relecturas de la historia elaboradas póstumamente, o durante el proceso mismo de representación documental».[1] Esta es la naturaleza de esta película. No es la historia de Santiago, el mayordomo de la familia Salles, sino la historia de un proyecto sin acabar, de los huecos en un archivo familiar y personal que intenta desenredar las tensiones de un ejercicio de poder ejercido desde la imagen.

Como revela el narrador, que no es el director, sino su hermano Fernando Salles —como si el peso de los errores fuera tan grande como para ponerlo en boca propia—, el trato de João con Santiago fue, la mayor parte del tiempo, el de amo y servidor. La cámara siempre está fija en un trípode, fuera de las habitaciones. El picaporte sobresale en una gran parte de los planos. Yo, espectador, estoy en la misma posición que el equipo de grabación, en el umbral de la puerta, incapaz de cruzar al otro lado. Desde la distancia, el director le da órdenes a Santiago, le pide que cuente una historia que no es la propia, no es la que el personaje quiere contar. Por el contrario, es la historia que más disfruta el director, quien interrumpe múltiples veces a su personaje, ignorando sugerencias y acomodando caprichosamente el relato, que se torna en la historia que Salles quiere compartir, no aquella que Santiago desea fijar en el tiempo. No son los recuerdos del mayordomo, son las historias filtradas y decantadas por su patrón las que quieren quedar fijadas en las imágenes.

Santiago habla con una voz agradable, como la de un sabio, y políglota. Sus palabras mezclan el francés, el español, el italiano y el portugués. El resultado es una serie de relatos sempiternos que atraviesan distintas épocas y que son narrados por un hombre que parece haber viajado por las tierras de la historia, que descansó en distintos castillos y posadas medievales. Sus palabras van acompañadas por música, muchas veces citada por él. Las obras de Frédéric Chopin, J. S. Bach y Giuseppe Verdi son las bases armónicas y melódicas que sostienen el curso de sus relatos poéticos.

Por desgracia, la belleza de la música y de las historias de su infancia no son elementos que se puedan disfrutar con tranquilidad en la obra. Me sentí incómodo al ver las interrupciones del director que ahogan y cortan los relatos de Santiago. A los ojos de João, el protagonista no es reconocido como un individuo, sino como una pieza de museo, una estatua lejana con deseos de salir y liberarse de la rigidez de ese cuadro. Pero, a pesar de su deseo, se le confina en una caja rodeado de objetos de antaño, de relojes centenarios y rostros de madonas renacentistas. Estos objetos son muestras de un pasado remoto pero conocido, pues el mayordomo ha leído y ha estudiado con cuidado la historia de Occidente y de su arte. Él es también historia, museo, un cuerpo que puede dar cuenta de la cultura que las clases aristocráticas reclaman como propia.

Así como la película está hecha a partir de imágenes de archivo, Santiago es la representación de un archivo vivo, con una gran parte de la historia de Occidente contenida en su memoria, pero también es un creador de archivos. Prueba de su trabajo como guardia de la historia es su papel como escribano. Por un lado, como una especie de objeto del cual se quiere hacer alarde, Moreira Salles lo hace repetir aquellas oraciones y aquellos poemas que se sabe de memoria. Su pasión es genuina, pero la repetición en cada plano agota su voz y su ímpetu, se vuelve un gesto poco natural. Por otro lado, Santiago dedicó su vida a transcribir la historia de dinastías olvidadas: treinta mil páginas, nombres e historias descansan con él en su habitación. Entre los recuerdos de tiempos ignotos se revela otra información sobre el personaje. No es en las entrevistas hechas por el director, sino en su lectura de estos archivos y en el silencio de los textos que se encuentra uno de los sueños más desgarradores del protagonista: «Soñé que pertenecía, solo durante un día, de Francia, a la real nobleza. De pronto me desperté espantado… trozos de la famosa Marsellesa». En una posición de esclavo —palabra que se abstiene normalmente de usar, pero que en toda la película pronuncia una vez—, ha soñado ser parte de ese mundo que adora y que, por una fuerza más allá de la razón, intenta proteger.

Durante toda la obra se constata lo que el autor confirma al final: nadie conoció a Santiago. A pesar de esto, la película no es solo nostalgia y arrepentimiento. Hay una escena que contradice la idea de cercanía entre director y sujeto retratado: el ritual de las manos, filmado por petición del propio Santiago. Al ritmo de dos piezas de Bach, las manos de Santiago bailan en un fondo negro. Sus movimientos son como los de un bailarín de flamenco. En sus manos se ven los signos del tiempo, las arrugas y las manchas, pero también el vigor y la fuerza. Este es el momento de mayor intimidad. Sin palabras, sin objetos, sin voz, sin referencias a las reconocidas obras de la cultura occidental, las manos comunican aquello que el resto de las imágenes no podrá decir.

*Este texto fue escrito como parte del seminario de crítica de cine del Centro Cultural de España en México y Correspondencias.

TAMAÑO DE LETRA:

  • Clementina
  • El poder del perro
  • Adios al lenguaje-2
  • Noticias de casa

NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] Raquel Schefer. El autorretrato en el documental, Buenos Aires, Catálogos S.L.R, 2013, p. 119.