La clandestinidad de escribirse

El caso de Paranoid Park


Dic 8, 2020

TAMAÑO DE LETRA:

Algunos lectores de los diarios de Franz Kafka apuntan que el escritor era cautivo de un miedo tenaz, a veces autoinfligido, que se constituyó como motor de su arte. En el curso La preparación de la novela, Roland Barthes observa que, para Kafka, la soledad tenía simultáneamente carácter de necesidad, plenitud y locura.[1] Expandiendo los alcances de la poética kafkiana, Barthes sostiene que tal soledad es inherente a toda escritura y agrega que en escribir hay siempre un dejo de clandestinidad. Así considerada, esta disciplina es tremebunda precisamente porque se vuelve extremadamente subjetiva: adquiere la capacidad no solo de testificar la vida interior, sino de incidir en la constitución de quien la lleva a cabo. Es además riesgosa, pues linda con la plenitud y con la locura. Paranoid Park (2007), de Gus Van Sant, es justamente una exploración sobre el rol de una escritura que proporciona al individuo un respiro ante una experiencia que agudiza su soledad y le exige el silencio de lo inconfesable.

Ya se adivinará que la película está narrada por el protagonista. En los primeros momentos, la cámara sigue desde la visión de Alex los movimientos de su mano al deslizarse sobre un papel a rayas y escribir «Paranoid Park». Momentos después, aparece su voz en off. A partir de entonces se sabe que todo lo que suceda pasará forzosamente por el interior de Alex, aunque la cámara no siempre nos lance a través de sus ojos. Agobiado por la soledad y la necesidad de contar un suceso atroz de su vida, el protagonista marcará la pauta del filme: determinará tanto el tiempo de la narración como el contenido.

Alex, adolescente estadounidense aficionado a la patineta, nos advierte que no es bueno en composición literaria y pide que se le dispense el desorden aparente de la trama. Sin cuidarse de la inmediatez que requiere la confesión de un accidente de consecuencias trágicas, Alex impone el ritmo de la anécdota, compuesto por esas digresiones a veces chuscas que todos hemos hecho alguna vez («¡ah!, pero es que antes… se me olvidó decirte que antes…»). El relato avanza a saltos y reculones, los hechos se repiten y poco a poco se aclaran. El vaivén de la trama traduce una agitación interior ocasionada no por la culpa que podría sentir Alex debido al accidente que provocó, sino por el aislamiento en el que había vivido antes. Esto es, la dificultad para escribir no viene de la ley que está en los libros y que busca, encarnada en el detective Richard Lu, al responsable de la tragedia de las vías del tren, sino de una relación de los hechos en busca de alguien al otro lado del papel, un destinatario.

Parece que hay en esa escritura cierto influjo de mar, de oleaje. La vuelta constante a los mismos sucesos posee ese movimiento que parece correr con el viento y arrastrar lo gris de las peores brumas para instalarse en las inmediaciones de la cabaña del tío Tommy, cerca del mar, desde donde Alex relata su historia haciéndole creer al pariente que escribe la tarea. Finalmente, ese ritmo de mar gris que se confunde con el cielo será el reposo del protagonista, un día a día donde el mimetismo con el mundo que lo rodea se debe al embate embrutecedor y persistente de lo ordinario más que a un mecanismo de defensa.

Las irregularidades del tiempo de la anécdota se perciben igualmente en los cambios de velocidad de los planos. La apertura y el cierre de la película están marcados por la imagen de un puente atirantado sobre un río por donde los autos pasan apresuradamente. Ello da cuenta del ritmo apremiante de la ciudad y de esa forma de anonimato colectivo que la gobierna: la rapidez permite que los autos y los humanos se confundan unos en otros, sin tiempo suficiente para reconocerse. A juzgar por la caracterización de la ciudad durante el filme, seguramente los autos en realidad atraviesan el puente de forma mucho más perezosa, hundiéndose en el ambiente protoplasmático del lugar. En fin, parecería que el plano del puente dibuja la relación de Alex con su ciudad.

Del lado opuesto están los planos en ralentí. Con ellos surge el mundo de la patineta, cuyo eje es Paranoid Park, un centro de patinaje ubicado debajo de un puente, cerca de las vías del tren. Los colores ahí cobran más presencia, pues las imágenes cambian de registro: ahora tienen las características de los videos de antaño, de las películas caseras; el mismo grano, las mismas tonalidades. La cámara abandona la fijeza del puente y se desplaza en la dirección de los patinadores durante la faena; los sigue tan de cerca y tan lentamente que logra fusionarse con ellos. Voces indistinguibles en otras lenguas, sonidos disímbolos, fragmentos que, como en un crisol, se funden hasta formar un espacio (¿o un paisaje?), anuncian que, si bien la comunidad de la patineta ha elegido y construido ese lugar, «nunca se está preparado para Paranoid Park», como dice Jared, el amigo con quien Alex se aventura por primera vez en el lugar. Saber qué es Paranoid Park es tan complicado como querer distinguir los sonidos que acompañan las imágenes en ralentí. Sin embargo, la cámara capta la belleza de los movimientos de los patinadores, como si la ligereza con la que se deslizan por las crestas y los valles tuviera el peso suficiente para anclar para siempre a Paranoid Park y justificar su existencia.

La gracia que logran estos planos al ofrecer lentamente los movimientos de los patinadores contrasta con la parte estática del propio Paranoid Park. Es decir que, mientras las tomas en ralentí ofrecen esa mezcla sonora que, aunque extraña, es envolvente, las escenas ajenas al patinaje, donde la cámara capta objetivamente la interacción de los asiduos de Paranoid Park, son más bien escuetas: la cámara vuelve a la fijeza y a la velocidad normal, los diálogos son ahora inteligibles pero insulsos. No hay nada de envolvente. Al dejar de patinar, los chicos parecen perder algún paraíso.

Cuando Jared y Alex hacen un plan para pasar la noche fuera de la supervisión familiar, un muchacho en Paranoid Park le sugiere a Alex montarse en un tren de carga en las inmediaciones del parque. Ambos van, suben y un guardia comienza a agredirlos a toletazos. Alex responde con un golpe de su patineta que hace zozobrar al guardia, caer sobre las vías del tren y ser partido a la mitad por una locomotora. El hombre, ya casi en los dominios de la muerte, logra arrastrarse un trecho con una cauda de menudencias y mira a Alex. No es una mirada de odio ni de dolor. Tampoco de paz. Es complicado caracterizarla, pero una cosa es segura: es una mirada fija en Alex porque se dirige directamente a la cámara.

Paranoid Park, Gus Van Sant, 2007.

El detective Richard Lu se encarga de las pesquisas. La policía ha recuperado la patineta de Alex, quien se había deshecho de ella aventándola al río desde el puente. Si hemos de creer en la eficacia de las policías estadounidenses, está rodeado. Pero la mirada del detective no incrimina. Tampoco es simpática, aunque él declare que entiende bien las complicaciones de la vida adolescente. Sus ojos inquieren, pero sin buscar simplemente la confesión ante la justicia, la entrega por el remordimiento, porque Lu no parece estar ahí para averiguar quién es el culpable. Tal vez ya lo sabe. Más bien hay algo enigmático en esa mirada. Aun si el plano de sus ojos es suave, en ralentí, resulta inquietante en tanto que viene del mundo exterior a Alex, de aquel medio que lo ha vuelto a su imagen y semejanza, pero con el cual no tiene ningún vínculo.

En principio se podría suponer que las dos miradas —la del guardia moribundo y la del detective— incitan a la confesión escrita, ya que, si se les concede un valor simbólico, ponen a Alex ante el crimen y el castigo. Si bien son incitantes, al no haber en ellas verdaderamente una recriminación (no son «miradas matonas»), confrontan a Alex con su propio aislamiento, es decir, los ojos de los dos hombres son una intrusión del mundo exterior. La escisión entre Alex y lo externo va tomando fuerza y haciéndose visible en la interacción del protagonista con los demás: su papá no sabe muy bien cómo manejar el tema del divorcio; su madre percibe algo raro en su comportamiento (además de arrojar la patineta al río, Alex se deshace de su ropa manchada de sangre y toma la de su amigo Jared), pero se conforma con explicaciones vagas; su novia había planeado perder la virginidad con el muchacho y ejecuta su plan casi sin que Alex se dé por enterado.

Pocos momentos presentan a Alex preocupado por las consecuencias legales de su acto. Mientras atraviesa el puente desde el que aventó su patineta a las aguas, la voz del adolescente se multiplica y lo avasalla como si tuviera una asamblea en la cabeza: fue defensa propia, con ayuda de su familia podría contratar a un abogado. En plena paranoia, va a la casa de Jared, desaparece su ropa, huye de una mirada (la de la cámara) que se cuela indiscreta por la ventana, se echa un baño. La escena de la regadera es casi una alucinación auditiva: todo se vuelve extraño, una jungla se apodera del ambiente (pájaros, aullidos de bestias fieras). Las gotas se deslizan brillantes en cámara lenta sobre el pelo de Alex, quien se cubre el rostro en signo de aflicción.

Después de esa noche interminable en casa de Jared, habiendo visto los reportes del asesinato en la televisión y descartado la opción de solicitar la ayuda de su padre, Alex parece retomar su vida. Sin embargo, la necesidad de escribir se instala en él, aun sin saberlo. Para la mayor parte de su entorno, el intento de Alex por seguir siendo el mismo de antes tiene éxito; solo falla para Macy, una chica avispada a quien Alex le confirma que, en efecto, le pasó algo. Ella le aconseja hacer una carta en la que cuente lo que pasó. Lo importante, según ella, es escribirla, no que llegue al destinatario. Aun así, Macy le dice que puede dedicársela a ella y después hacer con la carta lo que le plazca.

Toda la película es, entonces, una carta dirigida a Macy. Ella jamás la recibe, pues vemos que finalmente Alex la quema. Gracias a las imposibilidades de la ficción, los espectadores nos enteramos de una confesión que nunca fue tal, porque nadie supo que existía. A diferencia de Franz Kafka, quien giró instrucciones para que toda su obra fuera destinada al fuego, Alex pasa del dicho al hecho, de modo que los espectadores poseen su confesión como si fueran él. Nadie más la conoce. De esa manera, hay una fusión virtual entre el espectador y el protagonista. También existe la posibilidad de que los espectadores sean los destinatarios de esa confesión supuestamente dirigida a Macy. Me gusta más esta posibilidad porque propicia la existencia de un vínculo amistoso muy particular: si hemos de seguir el juego de la ficción, debemos reconocer que el vínculo entre los espectadores y Alex se basa en un secreto que aquellos, al igual que Macy, deberían ignorar.

En efecto, la escritura une a Alex y Macy a través de un silencio, de algo inconfesable… clandestinamente. Aunque popularmente se diga que confiar es bueno, pero no confiar es mejor, la decisión de Alex de desaparecer la carta no está motivada por el miedo a la delación; lo que él busca es lograr no solo descargarse el juicio, sino establecer comunicación con los otros. La confesión es lo de menos. La amistad en este caso parece renunciar a la transparencia con el fin de constituirse plenamente como tal, lo cual es exactamente opuesto a la idea generalizada de que cuanto más diáfana sea una relación, será más fuerte. Si siguiéramos este principio de transparencia, caeríamos fácilmente en el juego del crimen y el castigo, de lo reprobable o lo justificable que puede ser la conducta de Alex, mientras que, desde mi punto de vista, la película se aleja de la problemática moral para explorar la soledad, la incomunicación y la capacidad de la escritura para crear vínculos insospechados con los otros. El asunto medular es que la actividad misma de escribir parece ser la única manera en que Alex puede afrontar los problemas que lo asedian. Pero esa actividad, que es en principio individual y solitaria, deja de serlo al exigir un receptor virtual que es, a la postre, Macy y el espectador, de manera que la confesión es compartida de manera velada y silenciosa con los otros.

Hacia el final de la película vemos de nuevo a Alex, el de siempre, aburriéndose en clases. Se puede concluir que no hay nada nuevo para él después de librarse del fardo de aquella noche. Se puede suponer, al contrario, que aun en el mundo protoplasmático de su ciudad existe, invisible y clandestina, la amistad con Macy y otros. A partir de la escena de la destrucción de la carta, la historia queda en manos de una tercera persona, es decir, deja de ser subjetiva, pues todo lo que habíamos visto hasta entonces es finalmente envuelto en llamas. Este cambio de perspectiva, que nos lleva de lleno a los dominios de la ficción, no aminora la capacidad del filme para explorar la subjetividad. Si consideramos con Roland Barthes que toda escritura es subjetiva en la medida en que afecta a su realizador, y que tiene un carácter irrenunciable y clandestino, Alex ilustraría una parte del trabajo de quien siente la necesidad de escribir, de suerte que las particularidades de la película, sus saltos temporales y sus paradojas parecen concordar con el estado de miedo y soledad de Kafka: la escritura se avecina con la plenitud del sujeto, también con su locura; es ante todo una necesidad.

En la película de Gus Van Sant, la plenitud de la escritura se adivina en un vínculo amistoso que puede calificarse de clandestino porque se basa en lo oculto. Paradójicamente, todo el poder que tiene sobre el sujeto conoce su apogeo solo cuando se establece ese vínculo velado con alguien más. En Paranoid Park, el lugar para el que nadie está preparado, el lugar de la ficción, se es clandestinamente uno y otro, la amistad es silenciosa e irrenunciable.


NOTAS Y REFERENCIAS:
[1] Roland Barthes, La préparation du roman. Cours au Collège de France (1978-1979 et 1979-1980), París, Seuil, 2015, p. 563.