Un cine en clave personal
Entrevista a Andrés Di Tella
El cineasta argentino Andrés Di Tella es una de las figuras más importantes para hablar del documental en primera persona en Latinoamérica. Entre sus películas destaca una trilogía en la que ha ido deshilando reflexiones sobre la familia, los lazos afectivos y la ausencia, en poderosos ensayos autobiográficos: La televisión y yo (2003), Fotografías (2007) y Ficción privada (2019). Cuidadosamente filmados con una diversidad de recursos estilísticos y narrativos, sus filmes nos hacen viajar en el tiempo, como una evidencia irrefutable del lazo que une lo personal con lo universal. Di Tella dice que son una forma de «arrancarle a la muerte un pedazo de ese mundo perdido», mientras intenta inmortalizar un pasado íntimo antes de que se difumine para siempre. En esta entrevista, pude compartir con él un diálogo largo y estimulante sobre sus motivaciones y búsquedas para desarrollar un cine autobiográfico. Platicamos sobre sus influencias, sus experiencias, la forma en que entiende al documental y sus posibilidades, los dilemas de llevar los vínculos familiares a la pantalla y el modo en que inciden en el espectador. El pensamiento de Di Tella, lleno de referencias literarias y emociones vívidas, es sin duda un referente indispensable para dialogar sobre un cine que se mira al espejo.
¿Cómo decides construir tu cine desde la subjetividad y en primera persona?
¿Por dónde empezar? Yo siempre evoco la historia de Zhuangzi, que es una figura increíble del pensamiento y arte chino del siglo XV. El emperador lo llama para que le dibuje un cangrejo. Zhuangzi le dice: «Bueno, necesito cinco años, una casa y diez sirvientes». A los cinco años, regresa el emperador y Zhuangzi le dice: «No, todavía no está, necesito cinco años más». El emperador está un poco molesto ya, pero acepta por tratarse de Zhuangzi. A los diez años, el emperador regresa y todavía no está listo. Ya muy enojado, lo va a mandar a fusilar o degollar [ríe], entonces Zhuangzi coge una hoja, una pluma y en unos minutos hace un cangrejo perfecto. La pregunta es: ¿cuánto tardó Zhuangzi en dibujar su cangrejo? Y esta sería mi respuesta a tu pregunta [ríe]: ¿dónde empiezan las cosas? Yo no sabría decirlo.
Hay algo que nos suele pasar como lectores o espectadores y es el impacto que este tipo de obras tienen en nosotros. Yo lo viví principalmente en la literatura, ya que tengo una debilidad por ella —a veces casi más que por el cine—, incluso como fuente de inspiración. Los libros que he leído, sobre todo del universo anglosajón y en particular ciertos escritores de origen étnico o desplazados culturalmente, con los que yo siempre he sentido afinidad, han sido claves. V. S. Naipaul, por ejemplo, que es un escritor que nació en Trinidad y que luego se ganó una beca para ir a estudiar a Inglaterra y luego a India. Escribió mucho sobre su relación con la India, dado que, aunque su familia había abandonado ese país hacía muchos años, era su lugar de pertenencia. Y esa tensión entre los países centrales y periféricos fue muy interesante en su obra, el descubrir cómo a través de su experiencia personal cuenta algo que no hubiera sido posible contar de una manera más amplia u objetiva. Otro escritor es Hanif Kureishi, pakistaní nacido en Inglaterra de matrimonio mixto: el padre era pakistaní musulmán y la madre, inglesa. Siempre fue un poquito marginal. Él tiene un libro fantástico que para mí fue de gran impacto, que se llama Tu oído en mi corazón, sobre la relación con el padre. Naipaul también tiene una relación interesante con el padre, hay unas cartas publicadas de cuando él era joven. O Marcel Proust, que no es declaradamente autobiográfico, pero lo es. ¿Qué hacer con la herencia? Es la pregunta. Al leer estos libros, pensé: «yo quisiera hacer algo así, pero ¿será posible en el cine?».
Creo que La televisión y yo fue una respuesta a eso. Esta película era un proyecto que tenía más que ver con los orígenes de la televisión en Argentina y el rol de Jaime Yankelevich, un empresario de radio que fue el que trajo la televisión en el momento de auge máximo del gobierno peronista, donde tuvo un rol importante Eva Perón. Hablar de Jaime Yankelevich inevitablemente me pareció la manera de hablar de mi propio abuelo, Torcuato Di Tella. Jaime era un emigrante judío de Bulgaria que llegó de niño a Argentina, y lo mismo mi abuelo, que era un italiano que llegó de niño a la Argentina, escapando de la pobreza, y después hizo una gran empresa, también en el peronismo. Me parecía que eran historias paralelas. Yo estaba contando la historia de Yankelevich y la televisión, pero estaba pensando en mi abuelo. En un momento, dije: «Tiene que entrar eso y tienen que entrar mis propios recuerdos de la televisión», que al final resultaron una falta de recuerdos, porque yo viví siete años fuera del país cuando era niño y, en relación con mis amigos, me faltaban un montón de referencias del universo cultural argentino que se formaba en la TV.
Entonces fue un poco la combinación de mi interés en ese tipo de literatura, que ahora se llama literatura del yo, y, por otro lado, esa forma de incorporar la experiencia social, política e histórica en relación con la experiencia personal. Y la familia creo que también es una forma de hablar, en vez del yo, del nosotros. Es un nosotros bastante más complicado la familia, siempre; es garantía de complicaciones, de conflictos, de emociones contrastadas. Entre algo de eso es que se cocinó mi interés por hacer ese tipo de cine familiar narrado en primera persona.
Y quizás también la frustración con ciertas convenciones o reglas del documental. Yo comencé haciendo documentales muy influido por la escuela americana. Trabajé un par de años en la TV pública de Estados Unidos, en Boston; luego ingresé a Channel 4, en la BBC. Y ahí estaba prohibida la primera persona, se pensaba el documental muy influido por el periodismo en el sentido objetivo o equilibrado: vamos a darle la palabra a A y B, vamos a escuchar blanco y negro. Eso me pareció una forma muy simplista de distorsionar la percepción del mundo bajo la apariencia de no estar distorsionando. El peor engaño, ¿no? Siempre me parecía que el encuentro del documentalista y el equipo que estaba detrás de la cámara, con las personas del otro lado, ¡eso era lo que pasaba en un documental! Y en ese tipo de documental más tradicional, de la escuela americana, del direct cinema, todo eso había que esconderlo. Lo que realmente estaba pasando, el 90%, había que esconderlo. Era algo que me parecía que complicaba las cosas innecesariamente y distorsionaba. Esa sensación de que el documental es una ventana a la realidad me parecía un engaño. En todo caso, puede haber una ventana, pero hay que mostrar a la persona que está mirando por esa ventana y quizás la ventana está sucia, tiene unas partes que oscurecen o que distorsionan.
Agregaría mi interés por el ensayo, el ensayo poético. Creo que ahí podría hablar de una película de Chris Marker, Sin sol [Sans soleil, 1983]. También creo que mi relación con Ricardo Piglia; en cuya literatura está muy presente este cruce entre la reflexión y la narración, lo personal y lo político; fue una influencia para mí. Pero, como te dije del cangrejo, esto es de no terminar, así que mejor termino acá.
Dentro de esta trayectoria que relatas, te fuiste interesando por incorporar los procesos de filmación como parte de la obra, pero no llegas a la familia de inmediato, ¿o sí?
Sí, llego al mismo tiempo exactamente. La película La televisión y yo habla de la familia y habla del proceso. ¿Por qué habla del proceso? Porque la interrumpí a mitad del camino, había salido mal y la rescaté dándome cuenta de que era más interesante contar el proceso y sus fracasos que los triunfos: los caminos sin salida en los que me metí, las paredes con las que choqué, el silencio de algunas personas. Luego sentí que el cine documental trataba de salir a la caza de las presas, traerlas y enmarcarlas en la pared, como los grandes éxitos de la investigación. Sin embargo, una salida al mundo para hacer una investigación documental tiene nueve derrotas y un solo triunfo, ¿no? Entonces me parecía que esto también era interesante mostrarlo.
Además, el feminismo es un elemento que a mí tempranamente me causó cierto impacto. Yo estudiaba en Inglaterra a principio de los ochenta y ahí fue muy fuerte el feminismo, y esta consigna «Lo personal es político» me influyó mucho. Y había una pensadora feminista que decía que, para usar la primera persona, debía haber una especie de coming out o un equivalente. Yo lo traduzco como que el que habla en primera persona tiene que ofrecer una libra de carne, si no, no se ha ganado el derecho a hablar en primera persona. ¿Y qué libra de carne tenemos para ofrecer? La familia. Es donde están nuestras vergüenzas, nuestros conflictos, lo que a veces no podemos hablar.
Me parece muy interesante reflexionar cómo una historia subjetiva, personal, familiar entra en diálogo con el espectador. Cómo las personas se relacionan con ella y se la apropian.
Claro, esa libra de carne, ¿a quién se la ofrezco? A los espectadores. Y entonces el yo se vuelve una especie de instrumento, como si fuera un instrumento óptico con espejos y lentes que ilumina la vida de cada espectador. Eso me pasa a mí como observador o lector de obras autobiográficas, siento que hablan de mí en algún sentido y, aunque sean historias distantes de mi vida, me encuentro en ellas. En el cine, para lograr que el espectador vea su vida iluminada a partir de lo que está viendo de la otra vida, se usan recursos como lo imaginario, la proyección, la transferencia —para hablar en términos freudianos—, que tiene que ver con el cine del fuera de campo, donde lo que no se ve a veces tiene mayor peso que lo que se ve. Los autores clásicos de cine de terror, tipo Jacques Tourneur, sabían muy bien que da mucho más miedo mostrar la cara de miedo de la mujer y no al monstruo en sí mismo, sobre todo en el cine clásico, donde no tenían tantos efectos especiales.
El cine funciona mucho a partir de mostrar un pedazo y dejar que el espectador imagine el resto. Yo tomo la metáfora de la punta del iceberg de Ernest Hemingway, que decía que en un cuento lo más importante es lo no dicho: solo muestras la punta del iceberg y el lector se imagina lo demás. Y en el cine, particularmente en el cine autobiográfico, aplica muy bien. En mi última película, muestro la historia de mis padres a partir de estos fragmentos, de las cartas, que es mínimo. Yo hice un trabajo muy grande de depuración, de sacar y sacar y sacar, y quedan apenas las esquirlas de lo que fue la vida de Torcuato y de Kamala. Y es a partir de esos datos que el espectador puede hacerse una idea de quiénes eran, pero sobre todo tiene que imaginar, a partir de la punta del iceberg, el bloque de hielo gigante debajo de la superficie visible. Y, ¿cómo lo hace? Lo hace a partir de sus propias asociaciones, sus propios sentimientos, sus propias relaciones con sus padres o hijos. Entonces ahí es donde se ilumina la vida del espectador, a partir de la supuesta presentación de la vida de las personas que trata la película. Por eso también el título Ficción privada, porque creo que el que está viendo la película hace su propia ficción privada.
Como una invitación a honrar la memoria y recorrerla.
La motivación tiene que ver con eso, con superar la experiencia, «arrancarle a la muerte un pedazo», como digo en un momento. Esto puede quedar casi en un segundo plano, pero el hecho de que mis padres pertenecieran a mundos completamente distintos y que, cuando ellos se conocieron en los años cincuenta, era un desafío para un hombre blanco salir con una mujer de piel negra, y viceversa, es una experiencia que creo que es terrible que se pierda, entender qué significó para ellos. Eso está apenas esbozado en la película, pero ese apenas quizás alcanza, porque dispara que tú pienses en tus propios padres. Me parece que eso es la punta del iceberg, ¿no?
Hay algo en la película que me gusta mucho como idea, que es la repetición. Ver cómo esa repetición colocada al principio o final de la película tiene otro valor, está cargada con otra emoción y cambia la percepción de los espectadores. Y esto quizás me acerca un poco a la poesía, que es toda repetición: desde la rima, los estribillos…
Muy musical…
Sí, tiene algo de composición musical. Las películas siempre las pienso en términos de composición musical, aunque yo no sé nada de eso, aclaro, pero hay algo de la noción de música. Es difícil hablar de lo que significan para nosotros las imágenes. Tienen un poder de evocación que a veces subestimamos. Pero, no sé, imágenes de sombras, de noche, de reflejos… en todas ellas hay una búsqueda que termina evocando o sugiriendo algo. Por ejemplo, si vemos sombras, nos preguntamos de qué son. El reflejo parece no ser la persona que está reflejada, sino algo siniestro de lo familiar vuelto extraño, diría Sigmund Freud. Lo inquietante de cuando las cosas familiares (en el sentido de cosas conocidas, pero también pertenecientes a la familia) se vuelven extrañas, ajenas. Un poco monstruosas.
En el diálogo con el espectador hay cierta universalidad en las emociones que se comparten. Aunque los contextos, las épocas y las circunstancias varíen, las emociones pueden ser comunes.
Sí, totalmente. Porque ahí hay algo, una relación muy rara de nosotros espectadores con las imágenes, difícil a veces de describir. No sé si a vos te pasa, pero es como si uno saliera de sí mismo y habitara las imágenes. Sobre todo con una película que te da el tiempo para hacerlo. Es como la cadencia que tiene esta película en particular [Ficción privada], que te permite navegar un poco con tus propios pensamientos a partir de esas imágenes evocativas que a veces no se entiende muy bien de dónde vienen y cómo se relacionan, pero que son parte de un tramado con ecos, rimas, repeticiones y variaciones. La banda sonora también tiene todo un tramado de elementos que se repiten y que vuelven. Yo me pongo en lugar de espectador, en donde me olvido de quién soy y, a la vez, me hace ser más yo mismo, no sé. No lo sé decir muy bien, pero es como una cosa de abstracción que te conecta con una especie de corriente profunda de lo humano. Suena medio raro decirlo así, pero creo que en eso no somos tan diferentes, ¿viste? Yo estoy seguro de que hay algo muy común que tenemos. Si no, no funcionarían todas estas películas y libros. No sería posible sentir emoción por una historia ajena. La soledad, el dolor, la añoranza, el amor: todos sabemos qué es eso. Y, a la vez, esta universalidad solo funciona en el cine a través de lo muy específico y muy particular, es como una paradoja eso. Si yo me pusiera a hablar en términos universales de la soledad o del desencanto o del dolor, sería todo lo contrario, no despertaría esa emoción. Dirían: «Ah, está hablando de eso», pero no se trata de hablar de eso, sino de compartir una experiencia.
En esta conversación hemos tendido puentes comparativos del cine a la literatura y al periodismo. Ahora me gustaría tender un nuevo puente hacia las plataformas digitales. ¿Qué opinas del modo en que estos medios posibilitan la creación de otro tipo de relatos, imágenes y sonidos que están sobrepoblando el imaginario digital con otra manera de mostrarse, de voltear la cámara a sí mismos y hablar desde el yo? No estoy pensando que tienen una relación directa con el cine, pero me gustaría escuchar cuál es tu reflexión sobre esta otra manera de la primera persona.
No tengo una reflexión muy clara sobre eso [ríe], porque es algo con lo cual tenemos una relación muy ambivalente: de amor-odio, adicción y rechazo. Es más complejo de lo que voy a decir, pero me da la impresión de que todo eso que pasa en Instagram es más mostrar una cara deseable, ¿no? La cara feliz. Y me parece que ese cine que hago yo en primera persona tiene que ver con poder mostrar una oscuridad, poder provocar una reflexión, un cuestionamiento, una vacilación en el espectador que tiene que ver con el lenguaje del cine también, que requiere tiempo, concentración. Pero, como el cine cada vez más se ve en una computadora o en un celular, se tiñe más. Y yo te voy a confesar que estoy ahora haciendo un proyecto que empecé antes de la cuarentena, que es de diarios breves filmados con celular, y ya llevo como siete. El primero fue un diario de viaje, y para el segundo me puse a curiosear lo que tenía en la nube y me encontré con cosas que no me acordaba haber grabado. Eran cosas que había hecho para subir a Instagram. Lo que pasa es que las pongo en un contexto que propone otro tipo de experiencia emocional en la persona que las está viendo. Me parece que esa sería la diferencia. Ahora que hablamos de Instagram e internet, me acordé de una frase de Carlos Monsiváis que para mí es una especie de lema, que dice: «O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que yo estaba entendiendo». Eso pienso que resume un poco mi relación con las redes.
Hablaste de cómo los contextos de ciertos materiales transforman su significado. Algo similar sucede en el cine autobiográfico familiar, en donde el material de registro doméstico que se hizo con un fin de recuerdo, de memoria, se retoma desde otro momento histórico, en otro tiempo, desde una nueva mirada, para crear una nueva historia fílmica. Y esa es la experiencia que se vive en tus películas, un diálogo a través del tiempo.
Retomo la frase de Monsiváis que resume lo que a muchos nos pasa, y es la posibilidad que tiene el cine de volver presente al pasado. Todo es presente en el cine y, la verdad, en la vida también. Esas categorías de presente, pasado y futuro a veces nos engañan. Yo salgo todos los días a caminar y siempre tengo un sentido de presente: hoy es un día soleado, temperatura de invierno, el sol en la cara, el viento, el sonido de los pájaros; todo eso me hace sentir muy en presente. Pero, a la vez, ese sol en la cara y el viento me remiten a 20 años atrás, cuando me encontré con alguien, y ese recuerdo está pasando ahora, lo estoy viviendo con esa emoción al recordar a alguien que capaz no está más. Y después vuelvo al presente y pienso lo que voy a hacer este día, es decir, el futuro. De pronto, ese sol en la cara de hace cinco minutos ya es pasado. Entonces ese sentimiento del pasado y presente que van y vienen es algo que siento mucho en la vida y que trato de evocar en el cine, porque me parece que refleja la experiencia de todos.
Lo que retomas de tus diarios y borradores…
La forma de diario me permite evocar ese sentimiento que a mí me interesa del presente, es decir, estamos viendo una película y tenemos la sensación de que eso está pasando ahora. Trato de incluir algo del proceso de fabricación de la película en la propia película porque eso le da una sensación de borrador, como si fuera algo que no está del todo terminado. El borrador y el cuaderno de apuntes no solo como método de trabajo que yo uso concretamente, sino como forma artística en sí misma. Tú ves la película terminada, pero te da la sensación de que no, porque quien está narrando esa película toma decisiones en ese momento. Esto no es muy lógico si te paras a pensarlo, pero se genera esa sensación. Entonces la película se completa en tu mente.
¿Es como invitarlos al viaje?
Sí, es como que el espectador pueda sentirse parte necesaria de la construcción de esa película. Y se le están mostrando un poco las cartas, los planes, los fracasos y los procesos.
Particularmente en Ficción privada utilizas nuevos artificios, más teatrales, para contar la juventud de tus padres.
Creo que es eso, una cosa más teatral. El teatro pareciera estar en las antípodas del documental, que se supone que es el registro de lo real más espontáneo, y el teatro es lo opuesto: actores en un escenario en una situación artificial, enfrente de espectadores en sus butacas, recitando textos ajenos. Sin embargo, uno podría ponerse a reflexionar el estatus de los personajes en el documental y hay mucho de actuación y puesta en escena. Cuando estás frente a la cámara no eres la misma persona que cuando estás con tu esposa o hija, sino que interpretas un rol. Es por eso que me interesa la representación.
Para ir a algo más simple, me era necesario darles vida a las personas que estaban detrás de esas cartas. Entonces pensé en actores jóvenes que evocaran la juventud de quienes las escribieron, mis padres. Además, jóvenes muy de hoy, muy interesantes: Denisse Groesman y Julián Larquier no son tampoco solo actores, y eso me parecía importante. Simplemente yo no sé tratar a personas que son actores profesionales. Denisse es artista visual y Julián es principalmente músico de trap electrónico. Me parecía que, aunque no tenían nada que ver con mis padres, en algún punto sí, y pensé que se podían llegar a apropiar de las cartas. Eso fue todo un desafío, porque al principio no las entendían, eran como artefactos literalmente de otro siglo. Pero, a lo largo del proceso de filmación, llegaron a identificarse por momentos o a entender de qué se trataba parte de la correspondencia. Y eso se visibiliza en la improvisación que hicimos, donde Julián empezó a improvisar con una canción de rap-trap de fragmentos. En ese momento se estaban hablando entre ellos a través de esos fragmentos: ya Julián y Denisse, y ya no Kamara y Torcuato, pero a la vez eran Kamala y Torcuato, porque lo habían sido durante toda la película. Y ahí yo sentí una emoción especial de que estaba pasando algo que efectivamente se actualizaba, que lograban traer esas historias del siglo XX al año 2020.