Un eterno carnaval


Mar 22, 2021

TAMAÑO DE LETRA:

Carnaval de almas (Carnival of Souls, 1962) es una desvergonzada, aunque no sinvergüenza, película de serie B dirigida por el estadounidense Herk Harvey, quien solo hizo un largometraje en su vida, pero muchos cortos en su carrera, algunos con títulos alegres y extraños como Pork: The Meal with a Squeal (1963); otros con títulos prosaicos como Case History of a Sales Meeting (1963), y otros simplemente informativos, como Korea: Overview (1980). Carnaval de almas tiene diálogos endebles, por momentos evidentemente forzados, y su trama puede parecer (no, es) algo raquítica. Aun así, su hechizo es innegable. Sin duda la colocaría entre las películas de horror más memorables y visualmente electrizantes que he visto. Si la valoro, no es tanto por el terror —está demasiado estilizado como para dar miedo de verdad— ni por la visión fatalista de Herk, que se pierde a veces en el embrollo de la narrativa, sino por su audaz expresionismo.

En Carnaval de almas, la espiritualidad funciona en dos niveles: literal y dantesco con los muertos malditos en peregrinación por las profundidades más bajas, sin esperanza alguna de salvación, y alegórico, sugiriendo que el horror está siempre asentado dentro de la psique humana y no fuera de ella.

La película empieza con dos autos a la carrera. Esta secuencia inicial siempre me recuerda a la persecución automovilística de James Dean en Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955) y a muchas cintas estadounidenses en las que hombres jóvenes, vestidos de apretada mezclilla, corren en carreteras rurales y polvorientas. Herk abre con dos coches: un Buick conducido por una mujer y otro auto conducido por hombres, quizás la única vez que la película muestra a los dos géneros a la par, igual de emocionados por la velocidad creciente de sus coches. Es un momento revelador en el que la protagonista, Mary, interpretada por Candance Hilligoss, participa en la persecución desde el asiento del copiloto. A ella no le encanta este espectáculo, es una persona ajena y atemorizada, y así permanecerá el resto del metraje.

Luego de que el Buick se estrelle con una valla y se desplome en el río, la conexión entre los vivos y los muertos se establece inmediatamente a través de la música. Momentos después, cuando Mary surge en la ribera ante la sorpresa del equipo de rescate, sola, su amiga ahogada, un órgano se escucha en la banda sonora. Los acordes de órgano suenan cuando la chica regresa a la escena un tiempo después del accidente. La música continúa mientras la misma Mary toca el órgano en la iglesia. Así, la estrofa musical crea un vínculo, sutil pero insistente, entre la inspirada ejecución del instrumento y las muertes que acaban de suceder. La protagonista niega esta relación al repetir con necedad que ella es atea y que no es espiritual —su trabajo en la iglesia no significa nada para ella, es solo un trabajo más—, pero la música insinúa misterios más allá de su control.

Herk Harvey y su equipo de producción lograron hacer tanto con tan poco —sin actuaciones o diálogos brillantes— al ser tremendamente lúdicos con el montaje (los tres editores de la película fueron Bill de Jarnette, Dan Palmquist y Herbert L. Strock; este último, sin crédito). Por ejemplo, en la escena donde Mary toca en la iglesia por primera vez, la cámara muestra las perillas del órgano, seguida de un plano de ella en su auto girando las perillas de su radio, luego vuelve al interior de la iglesia y al órgano. Herk y compañía dan un salto en el tiempo y luego vuelven inmediatamente. El avance es lo suficientemente breve para implantar un sentimiento de desorientación sin romper del todo con el flujo narrativo. Aunque también es una alusión a que tal vez una temporalidad paralela se ha puesto en marcha.

Las perillas no son la única reiteración visual en la película. Por ejemplo, en la escena de la iglesia, los trabajadores se detienen para escuchar a Mary tocando, como si despertaran de una ensoñación. Esta clase de despertar o de conmoción volverá a suceder en Utah, donde nuevamente la protagonista asumirá un puesto como organista de iglesia. Esta vez convocará a los muertos como indicación de que es una médium involuntaria. Para sumar a esto, en la primera iglesia hay un plano profundamente picado de la organista —con su rostro inescrutable volteando hacia arriba— en el que el cuerpo masivo del órgano llena el cuadro por completo. Desde el inicio, el desdeño de Mary por cualquier aspecto mítico de su vida es contrarrestado por el enorme y amenazante instrumento que desborda el plano.

Carnaval de almas (Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962)

Una vez que ella se asienta en Utah, las cosas se confunden más en términos de trama, pero también se vuelven más atrevidas visualmente. Si antes la temporalidad paralela no era sino una breve insinuación, en el pueblo empieza a tener visiones que sugieren todavía más que ha entrado en una descabellada situación tipo Matrix, donde, a veces, ella no es tan visible para los demás o no experimenta la realidad como ellos. Parte de esta extraña fuerza emana del parque de diversiones abandonado a las afueras del pueblo. La primera vez que Mary conduce por ahí, el reflejo de un rostro embrujado aparece en la ventana del copiloto. Es un espejismo fugaz, pero también un augurio de extrañezas por venir (en un verdadero estilo de bajo presupuesto, el mismo Herk es el que interpreta a este particular fantasma masculino, quien termina siendo el principal verdugo de nuestra heroína).

Siempre que llego a la parte del parque de diversiones, recuerdo las oscuras y divertidas historias del escritor estadounidense George Saunders. Al menos una de ellas tiene un arcade o un parque de diversiones como expresiones fantasmagóricas de la americanidad —una imagen de inocencia y asombro infantil que oculta verdades mucho más oscuras—. Parece que Herk Harvey también juega con estos niveles de significado al establecer un contraste entre el parque de diversiones cerrado, decadente y escalofriante, y el típico pueblo americano, pequeño, hogareño y con vecinos bienintencionados, donde Mary no tiene oportunidad de encajar. Mientras la normalidad del pueblo es claramente opresiva para ella, el parque de diversiones, aunque tormentoso, es un sitio donde el tiempo parece detenerse. Con razón se siente atraída hacia él de inmediato, pues quizás desea inconscientemente que el tiempo se detenga, o ella misma ya experimenta la fuerza de un tiempo suspendido. La música ominosa de la película agrega la idea de que el parque abandonado no es ningún lugar de sano entretenimiento, sino un espejismo embrujado y diabólico.

El cine de los años sesenta parece haber introducido el arquetipo de la joven rubia y frígida a través de la visión de autores masculinos —es una línea bastante directa desde la Mary de Herk hasta Carol (interpretada por Catherine Deneuve) en Repulsión (Repulsion, 1965), de Roman Polanski, y luego hacia Séverine (Denueve, de nuevo) en Bella de día (Belle de jour, 1967), de Luis Buñuel—. Es interesante que Herk fuera el primero; no sugiero influencia alguna para nada, pero más bien que algo —un arquetipo— imprimía fuerza en los imaginarios de los cineastas. Las tres mujeres que mencioné se visten de forma similar, con los mismos camisones infantilizados, y todas son amenazadas por hombres lujuriosos y posesivos mientras se deteriora su propia salud mental. En el caso de Carnaval de almas, un forastero lascivo que se hospeda en la misma casa que Mary, John Linden (interpretado por Sidney Berger), demuestra ser un auténtico Stanley Kowalski, con todo y camiseta sin mangas y la misma insensibilidad cuando se trata de aceptar un no por respuesta. John se entromete en el cuarto de Mary poco después de que ella llegue y regresa incesantemente. Los dos terminan por ir a bailar una noche, una velada desastrosa en la que ella vacila entre víctima y demente.

Habría que preguntarse por qué Herk pensó que sería buena idea combinar las visiones mórbidas de Mary con su confesión de que no le interesan los hombres. Esta confluencia vincula incómodamente su comunión con los muertos y su represión sexual —una línea que en realidad no explica el giro final sorpresa de la película (pronto, más sobre esto)—.

Mientras tanto, los muertos siguen regresando. La protagonista ve varias veces a su acosador principal (Herk), un fantasma alto y calvo con unos ojos oscuros y enloquecidos, el rostro pintado de blanco y los labios carnosos como el Joker. Él aparece en la iglesia mientras ella toca. Emerge súbitamente reflejado en la ventana de su cuarto, y luego en charcos o pozos. Peor aún, la organista tiene un extraño incidente en una tienda, donde al hablar los tenderos no pueden oírla. Este angustioso escenario se repite con implicaciones más graves cuando Mary cree que está perdiendo la razón y trata de huir del pueblo: ruega por un boleto de autobús, pero es ignorada en la taquilla. Así, la temporalidad paralela empieza a apoderarse de la realidad, y Mary es cada vez menos capaz de integrarse con los vivos.

Aquellos que hayan visto Los otros (The Others, 2012), de Alejandro Amenábar, reconocerán el patrón de una mujer condenada flotando en el limbo hasta que lentamente se da cuenta de que ella también está muerta. El giro final hace eco de A puerta cerrada, de Jean Paul Sartre, o incluso de la alegoría de la caverna de Platón, con la excepción de que, quizás para exacerbar el efecto tortuoso, el director nunca permite que Mary descubra lo que le está pasando; ella simplemente debe vivirlo y soportar la tortura de no entender su destino. Al vislumbrar la amenaza de los fantasmas, la chica no discierne que estos no le revelan la condición existencial de los mismos, sino la de ella. Esta revelación llega solo al final, luego de ir al parque atraída por un astuto fantasma y perseguida por los muertos. La policía aparece en la escena al día siguiente, sin encontrar rastro de Mary, solo una débil marca sobre la arena con la silueta de su mano. Ahí, Herk Harvey corta a un plano de la primera secuencia del coche remolcado fuera del río, con las mujeres, incluyendo a Mary, adentro.

Su muerte se pronuncia finalmente.

Carnaval de almas (Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962)

Ciertamente no es un final tan sorpresivo. La mayoría de los espectadores sospechará muy pronto que la única explicación posible es que Mary esté muerta, pero a mí siempre me impacta qué tan lejos está dispuesto a ir Herk con la demencia onírica de su protagonista, difuminada todavía más por todas las trampas de lo real en el pueblo y por los pormenores de su tormento sexual. O lo ágilmente que lleva su película a su despiadado final. Tal vez lo que más persiste en mí es la misma figura del personaje: su énfasis en el intelecto, secularidad e independencia, su incomodidad y desconexión con lo hogareño del pueblo y sus habitantes bonachones, su insistencia en ir al parque, aunque reconozca su verdadera naturaleza. Se podría decir que Mary está demasiado segura de poder erradicar el mal con tan solo descifrarlo, pero su carácter de muñeca inmaculada tiene un lado mórbido, y este rasgo de personalidad, como los impulsos de las heroínas en las novelas de terror victorianas, siente atracción por la muerte. Quizás por eso el montaje de la película apunta a que no solamente ve a los muertos, sino que también los siente o, más bien, se sienten los unos a los otros, como gemelos psíquicos. Si hay algo vampírico en el fantasma principal, Mary, como su amada, también es casi vampírica. Para este fin, no importa mucho si interpretamos su tormento como una pesadilla despierta, un fragmento de su imaginación o los atisbos de un sueño al borde de la muerte; lo que importa es que está enraizado dentro de la protagonista, indisolublemente atado a quien ella es y a su manera de vivir.

Regresando a la secuencia de la persecución fantasmagórica, pienso en el grito y en la marca de su mano en la arena. En la siguiente escena, ella ha desaparecido, el mundo de los espíritus se la ha tragado, y el mundo real ni siquiera la echa de menos. La policía nota su desaparición como un cumplimiento obediente, pero también superficial, de su labor. ¿Acaso Herk sugiere que Mary, por negarse a conectar —y, de nuevo, con ese torpe señalamiento de su falta de interés sexual—, ya estaba muerta en vida? Es posible. El director también incluye en esta escena al cura y al psiquiatra, quienes ya habían tratado de «curar» o «rescatar» a Mary, y ahora están tan confundidos como la policía. Hasta ahí llegaron la fuerza mayor del espíritu y la certeza de la psicología.

Existe otra lectura de esta escena, una lectura posmoderna. Pienso en cómo Mary, en este clásico pueblito americano de pesadilla, es guiada una y otra vez por gente «normal» y honesta —y, para ser exacta, casi todos son hombres—. Desde el organista que cree saber qué es lo mejor para ella hasta el cura condescendiente, el huésped lascivo e hipersexualizado, el dudoso psiquiatra y otras incontables figuras de autoridad: todos ellos chaperones que la llevan por los turbios anales de sus sueños, guías que solo la empujan cada vez más hacia la desdicha. Me la imagino suspendida dentro de un sueño lúcido, su cuerpo atrapado, su alma flotando entre la luz del día y la oscuridad, como el preludio de un eterno carnaval, en el fondo del río, mientras se da cuenta —poco a poco— que ella nunca iba a encajar en este mundo; un mundo donde siempre ha estado dominada, desposeída, por la religión, la ciencia, la medicina y la ley. Por hombres.

Imagino a Mary imaginando su futuro, como una trama alternativa, y oponiéndose a él.

Y eso es lo verdaderamente horripilante.

Carnaval de almas (Carnival of Souls, Herk Harvey, 1962)